Hernán Ouviña •  Memoria Histórica •  16/01/2023

Rosa Luxemburgo y la reinvención de la politica

En un nuevo aniversario del asesinato de la rosa más roja de la revolución, compartimos un fragmento del libro Rosa Luxemburgo y la reinvención de la política.

Rosa Luxemburgo y la reinvención de la politica

Rosa Luxemburgo (1871-1919) fue una de las figuras más importantes de la generación de marxistas que fue testigo y protagonista del ciclo de crisis, guerras y revoluciones -según la célebre formula de Lenin-. Dedicando su vida a una intensa militancia socialista -que le costo varias jornadas en la carcel-, es protagonista de algunos de los debates estratégicos más importantes de la tradición marxista.

Poco tiempo después de estallar la Revolución Alemana, Rosa Luxemburgo fue asesinada el 15 de enero de 1915 junto a Karl Liebknecht.

En un nuevo aniversario del asesinato de la rosa más roja de la revolución, compartimos un fragmento del libro Rosa Luxemburgo y la reinvención de la política.

Estado, lucha de clases y política prefigurativa. De la dialéctica reforma-revolución al ejercicio de una democracia socialista

“Un pueblo políticamente maduro puede renunciar tan poco a sus derechos como un hombre vivo a respirar”.

Rosa Luxemburgo.

Uno de los temas más espinosos en la obra de Rosa, que dio lugar a profundos malentendidos al interior de las organizaciones de izquierda y en el seno del marxismo, es aquel que refiere a la tensión o dicotomía entre reforma y revolución. Formulado por lo general como interrogante desde una mutua exclusión, esto es, en tanto opciones imposibles de complementarse o estrategias totalmente contrapuestas, esta polémica cobra hoy nuevamente vitalidad al calor de los procesos políticos con vocación posneoliberal en América Latina, algunos de los cuales han intentado ensayar un vínculo virtuoso —con variados resultados según sea el caso— entre ambos polos de esta relación.

Por ello, retomar este debate entablado por ella hace más de un siglo, y recuperar las posibilidades de articulación entre luchas en favor de reformas de estructuras con el objetivo final de superación del orden civilizatorio capitalista, constituye un desafío mayúsculo que, lejos de resultar una inquietud puramente académica o intelectual, remite a una urgencia político-práctica de primer orden, en pos de comprender y sopesar los procesos que se viven en América Latina (varios de los cuales, a decir verdad, en los últimos años han sufrido un declive o fueron desalojados del gobierno, al ser derrotados mediante triunfos electorales o a través de contraofensivas destituyentes encabezadas por fuerzas de derecha), aunque sin desestimar el problema del poder del Estado como algo neurálgico a afrontar.

Asimismo, otro desafío lanzado por Rosa que nos parece relevante, es aquel que postula la necesidad de amalgamar democracia y socialismo para repensar la relación entre medios y fines en la construcción de un proyecto emancipatorio que tenga como columna vertebral el protagonismo popular a partir de una política que podemos denominar prefigurativa, en la medida en que anticipa en las prácticas del presente los gérmenes de la sociedad futura. En efecto, Rosa nos propone concebir de manera dialéctica este binomio, por lo que cabe afirmar que para ella sin democracia no hay socialismo, pero a la vez sin socialismo no es posible una democracia sustantiva. En esta clave, pasaremos revista al balance autocrítico que realiza entre rejas acerca del proceso revolucionario en Rusia durante sus primeros momentos de ebullición y despliegue, atendiendo a sus debilidades y contradicciones, pero sin omitir la vigencia de la revolución y el horizonte de un socialismo humanista y antiburocrático.

Reforme y Revolución

Es la actitud “empirista” y pragmática en la que se encuentran sumidos los sectores más conservadores de la organización a la que se incorpora a militar Rosa a finales del siglo XIX (expresada tanto en el plano sindical como en el parlamentario), la que la lleva a enfrentarse con los referentes revisionistas del Partido Socialdemócrata alemán. Recordemos cómo se inicia la polémica. Eduard Bernstein, a través de la publicación durante 1896, 1897 y 1898 de una serie de artículos en la Revista Die Neue Zeit, posteriormente reunidos en formato de libro bajo el título de Las premisas del socialismo y las tareas de la socialdemocracia, abre el debate político con relación a la caducidad de las, según él, principales tesis del marxismo, a saber: 1) el hundimiento “automático” del capitalismo a partir de sus propias contradicciones internas; 2) el empobrecimiento o pauperización creciente del proletariado; y 3) la toma del poder mediante una insurrección violenta.

A criterio de Bernstein, la revolución ya no tenía sentido alguno, desde el momento en que las contradicciones de clase tendían a “armonizarse”, producto del positivo desarrollo del capitalismo a finales del siglo XIX, y una adaptabilidad creciente que iba a contramano de la supuesta polarización entre las clases sociales prevista por Marx. Asimismo, si para éste, especialmente durante su fase “madura” posterior a 1850, nunca debía perderse de vista el objetivo o meta final (esto es: la superación del capitalismo, la desarticulación del Estado y la construcción de una sociedad socialista), para Bernstein, por el contrario, “el fin no es nada, ya que el movimiento lo es todo” (Bernstein, 1982: 75).22

Sin embargo, aun cuando quiera presentárselo como el precursor del revisionismo, Bernstein no fue el primero en efectuar un replanteo con relación a los postulados básicos del socialismo. De hecho, ya Marx y Engels lo habían hecho. En rigor, la puesta en cuestión de determinadas concepciones e hipótesis —que, en principio, no necesariamente supone su “caída en desuso”— lejos de ser una claudicación teórica y política, forma parte del movimiento dialéctico inherente a la praxis transformadora, que reactualiza de manera permanente su corpus teórico e interpretativo. El problema, por tanto, no radica en la revisión como tal, sino más bien en los fundamentos y consecuencias que la sostienen y hacen que devenga en una teorización reformista, que escamotea la necesidad de rupturas revolucionarias o de confrontaciones violentas contra el orden dominante.

Un claro ejemplo de ello es la crítica a la “necesidad histórica” del socialismo, que Bernstein realiza en su libro. En principio, esto no constituye un hecho negativo, ya que supondría entender la historia de las sociedades humanas como construcción en disputa y, por tanto, no determinada de manera lineal y teleológica (es decir, como algo inevitable o garantizado de antemano). La cuestión radica en que, para Bernstein, la lucha de clases deviene superflua en la explicación del cambio social y político, ya que lejos de intensificarse (según él, pronóstico errado de Marx), la confrontación entre burguesía y clase trabajadora tiende a menguar cada vez más y a ceder paso a la colaboración creciente, al punto tal de que el socialismo resulta de un proceso gradual y exento de quiebres violentos, logrado a partir de la profundización de las bases democrático-liberales del sistema capitalista, y asentado en un proyecto moral de tipo kantiano. “Por lo que concierne al liberalismo como movimiento histórico universal —afirma Bernstein— el socialismo es su heredero legítimo” (Bernstein, 1982: 98).

Esta concepción reformista, que según él está presente ya en la “Introducción” de 1895 escrita por Engels a La lucha de clases en Francia de Marx (Engels, 2004), tiene como correlato práctico una creciente moderación política, en la medida en que entiende a las instituciones liberales de la sociedad moderna, por contraposición a las feudales, como flexibles, con capacidad para transformarse sustancialmente, lo cual torna a su vez innecesaria (e indeseable) su destrucción o derrocamiento, ya que sólo sería preciso hacerlas evolucionar, debido a que el propio desarrollo de la democracia —y, en particular, del parlamento en tanto encarnación de la voluntad general— supone “la supresión del dominio de clase” (Bernstein, 1982: 75).

De esta manera, si para el viejo Engels podía realizarse un (por definición transitorio) uso político del Parlamento, ante todo como tribuna de denuncia y agitación, sin que mengüen en paralelo las restantes formas de lucha (incluida desde ya la callejera), y, por supuesto, sin perder de vista el horizonte estratégico general de trastocamiento del orden dominante; para Bernstein, el camino al socialismo supone de manera ineludible la absolutización del culto a la legalidad, más allá de cualquier momento o circunstancia, y una escisión entre acción cotidiana y objetivo final.

Pero, más allá de las posibles interpretaciones a que dio lugar el “testamento político” de Engels de 1895, Rosa Luxemburgo levanta el guante y se aboca a polemizar en profundidad con las tesis de Bernstein en su libro ¿Reforma social o revolución?, escrito en 1899 y elaborado sobre la base de un conjunto de artículos precedentes. En primer lugar, y para descartar malentendidos, sugiere que “la reforma social y la revolución social forman un todo inseparable”, por lo que no habría, en principio, oposición entre ambas luchas. Sin embargo, se encarga de aclarar que, “si el camino ha de ser la lucha por la reforma, la revolución será el fin” (Luxemburgo, 1976: 110). Esto la lleva a afirmar que:

“quien para transformar la sociedad se decide por el camino de la reforma legal, en lugar y en oposición a la conquista del poder, no emprende, realmente, un camino más descansado, más seguro, aunque más largo, que conduce al mismo fin, sino que, al propio tiempo, elige distinta meta; es decir, quiere, en lugar de la creación de un nuevo orden social, simples cambios, no esenciales, en la sociedad ya existente. Así, tanto de las concepciones políticas del revisionismo como de sus teorías económicas, llegamos a una misma conclusión: que éstas no tienden, en el fondo, a la realización del orden socialista, sino simplemente a la reforma del capitalista; que no quieren la desaparición del sistema de salario, sino el más o el menos de explotación. En una palabra: pretenden la aminoración de los excesos capitalistas, pero no la destrucción del capitalismo mismo”. (Luxemburgo, 1976: 97).

Rosa apela al punto de vista de la totalidad precisamente para cuestionar las tesis formuladas por Bernstein, debido a que disocia completamente el presente del futuro, la lucha inmediata del horizonte estratégico, el movimiento del fin. Por eso alega que el revisionismo, lejos de propugnar la realización del socialismo, tiende según esta lectura crítica a la mera reforma del sistema capitalista, sin lograr trascenderlo ni buscar quebrantarlo, sino sobre la base de “construir una cadena de reformas crecientes que llevará del capitalismo al socialismo sin solución de continuidad” (Luxemburgo, 1976: 75).

Cabe aclarar que ella no reniega de la participación efectiva en las elecciones parlamentarias, siempre y cuando este tipo de disputa tenga como horizonte (y permita avanzar hacia) la construcción de un proyecto político antisistémico y un nivel de correlación de fuerzas tal que haga posible la eliminación de la burguesía como clase explotadora y del Estado como órgano de dominación. Por cierto, este objetivo quedaba totalmente fuera de la mirada de Bernstein, quien, como recuerda José Aricó, “colocaba el problema en el terreno puramente electoral y en el de la democratización de ciertas instituciones, y no en el terreno de la producción social” (Aricó, 2011: 74). Su daltonismo epistémico le impedía visualizar la naturaleza explotadora de la relación básica capitalista y el papel regulador y de co-constitución que cumplía el Estado en este sentido, y a lo sumo pugnar por suprimir los “abusos” del capitalismo, pero no sus núcleos fundantes. Es así que, según la irónica y lapidaria interpretación de Vania Bambirra y Theotonio Dos Santos, Bernstein termine:

“en lo político, por oponer la reforma y la revolución para optar éticamente por la primera, ajustando el conjunto de su táctica al funcionamiento del Estado burgués. El pequeño burgués se concilia así con el Estado burgués sin abandonar su simpatía sentimental por la clase obrera. La ideología surgida de este encuentro cumple un papel mediador importante entre el orden burgués y la subversión obrera, en favor de la conservación del primero” (Bambirra y Dos Santos, 1980: 127).

A contrapelo, Rosa parte de la caracterización de la sociedad burguesa como opresiva y basada en una forma de dominación específica que le es inherente, así como “el Estado imperante es un Estado clasista”. Pero aún desde este prisma, fiel a su método de análisis marxista, nos aclara que “al igual que todo lo que se re- fiere a la sociedad capitalista, no hay que entenderlo de manera rígida y absoluta, sino dialécticamente” (Luxemburgo, 1976: 68). Esto es lo que le permite admitir la posibilidad de luchas por reformas, pero en estrecha conexión con el fin revolucionario de conquista del poder y construcción del socialismo, y sin resentir su capacidad de antagonismo anticapitalista, ya que “las masas sólo pueden forjar esta voluntad en la lucha constante contra el orden existente”. En última instancia, el desafío estriba en “la unión de la lucha cotidiana con la gran tarea de la transformación del mundo”, avanzando a tientas entre dos peligros: olvidar el objetivo final o abandonar el carácter de organización de masas, es decir, “caer en el reformismo o en el sectarismo” (Luxemburgo, 1976: 110).

Según el marxista holandés Anton Pannekoek, la corriente revisionista no concebía la lucha parlamentaria como lo que efectivamente podía ser, esto es, “un medio para acrecentar el poder del proletariado”, sino en tanto la lucha misma por el poder (Bricianer, 1975: 178), por lo que su caída en aquel peligro del reformismo se fue tornando en grado cada vez mayor una cruda realidad cotidiana. En el caso concreto de la socialdemocracia alemana, cabe decir que a finales del siglo XIX constituía un verdadero partido de masas, con fuerte arraigo popular, sobre todo obrero, con una estructura burocrática y administrativa girando en torno al parlamentarismo y la lucha por reformas inmediatas, que lo tornaba “un Estado dentro del Estado y sus legítimos gobernantes representaban un interés poderoso en el mantenimiento del statu quo” (Nettl, 1974: 191). El historiador Jacques Droz (1977) detalla que a principios de siglo XX la organización comprendía más de 4 000 funcionarios que, lejos de ser autodidactas, fungían de intelectuales diplomáticos, con cargos relativamente bien remunerados, a lo que hay que sumar a diputados y legisladores de concejos municipales, en particular de las regiones del sur de Alemania.

La consecuencia de este proceso es que:

“se desarrolla en el seno del partido un grupo de técnicos, una oligarquía de burócratas permanentes, para los cuales los problemas ideológicos pasan a ser secundarios, y ponen en el primer plano de sus preocupaciones la mejora material de la suerte del proletariado: forman una clientela abonada para el revisionismo […] La “organización” socialdemócrata se convierte en un fin en sí, al cual se sacrifica todo” (Droz, 1977: 50).

No casualmente, Rosa culmina su libro advirtiendo que puesto que “nuestro movimiento es un movimiento de masas […] los peligros que lo acechan no derivan del cerebro humano sino de las condiciones sociales” (Luxemburgo, 1976: 110). En esta misma clave, Lelio Basso sugiere precisamente que la impotencia creciente de la socialdemocracia arraigó en última instancia en esta separación entre estrategia y táctica, es decir, en el desencuentro cada vez más exacerbado entre reforma y revolución (Basso, 1977).

El llamado “debate Bernstein” condensó, más allá de la figura individual del autor de Las premisas del socialismo y las tareas de la socialdemocracia, variadas y contrapuestas posiciones y estrategias políticas, que luego cobrarían un contorno más nítido con el transcurrir de los años y dividirían aguas en las filas del movimiento socialista, en el marco de la Primera Guerra Mundial, e incluso en las llamadas Segunda y Tercera Internacional, como instancias de articulación europea y global. No obstante, al margen de esta interesante historia, lo cierto es que, con el tiempo, el libro de Rosa parece haber sido interpretado en una clave opuesta a la formulada a lo largo de cada una de sus páginas.

Y es que, mal que les pese a sus autores / as, hay textos que escamotean la intención de quien contribuyó a parirlos. En efecto, aquella o que —según Rosa— debía concebirse como puente y conexión orgánica entre ambos vocablos y propuestas de acción (reforma-revolución), de manera tal que se combinasen las luchas por el mejoramiento de las condiciones de vida de la clase trabajadora con el proyecto estratégico de emancipación, terminó siendo una muralla infranqueable que ofició como delimitación tajante. Así, lo que constituía un todo inseparable y complementario (no exento, por cierto, de tensiones), devino en férrea incompatibilidad y crucial dilema con el correr de los años. De esta forma, el argumento principal utilizado por los líderes de la socialdemocracia alemana con quienes debatió incansablemente Rosa, acabó operando en términos dicotómicos en el seno de la propia izquierda ortodoxa, aunque en un sentido inverso al propuesto en su momento primigenio: la revolución social y la ruptura con el orden dominante, en tanto horizonte de sentido, transmutó en antídoto y contrapropuesta frente a la posibilidad (y el “peligro”) de conquistar reformas parciales.

Sin embargo, las apuestas por articular reforma y revolución cobraron una nueva significación tanto al calor de la coyuntura abierta en el contexto de la rebelión global de los años 1960 y 1970 en Europa y el llamado Tercer Mundo, como en las últimas décadas en las luchas desplegadas en América Latina contra las políticas neoliberales y los procesos de ajuste estructural. A partir de la recuperación del planteo de Rosa Luxemburgo, en estas interpretaciones se esboza una estrategia revolucionaria que podemos caracterizar como prefigurativa.

En el primer caso, algunas de las relecturas más lúcidas han sido las encaradas por Lelio Basso en Italia y André Gorz y Nicos Poulantzas en Francia. En ellos se constata una común perspectiva luxemburguista, a partir de un interrogante clave que Gorz formula en su libro Estrategia obrera y neocapitalismo: “¿Es posible, desde dentro del capitalismo —es decir, sin haberlo derrocado previamente— imponer soluciones anticapitalistas que no sean inmediatamente incorporadas y subordinadas al sistema? Es la vieja cuestión sobre ‘reforma y revolución’ ” (Gorz, 1969: 58). Su respuesta es afirmativa, ya que no es necesariamente reformista “una reforma que se reivindica no en función de lo que es posible en los marcos de un sistema y de una administración dados, sino de lo que debe hacerse posible en función de las necesidades y de las exigencias humanas” (Gorz, 1969: 59).

Estas reformas no reformistas no pretenden establecer “islotes de socialismo” en un océano capitalista, sino fortalecer un poder autónomo que restringe o disloca el poder del capital y busca romper el equilibrio del sistema. Por su parte, Basso retoma el planteo de Rosa Luxemburgo y establece que “la diferencia entre una posición revolucionaria y una reformista no está tanto en el qué, es decir en los objetivos de la lucha cotidiana, cuanto en el cómo, es decir en la ligazón de estos objetivos al objetivo final”, por lo que el criterio que debe guiar a todo movimiento o proyecto emancipatorio en cada una de sus acciones, debe ser el de un acercamiento real y progresivo a la meta, que implica la captación de la historia como proceso unitario y articulado (Basso, 1977a: 89).

Así, lejos de encapsularse en las medidas y reivindicaciones como momentos en sí (la absolutización del qué), éstas deben ser contempladas en relación con el proceso histórico considerado en toda su complejidad (la supeditación al cómo). En última instancia, la prefiguración de la sociedad futura en el presente estaría dada no tanto por las conquistas individuales o corporativas valoradas como buenas en sí mismas, sino de acuerdo con las repercusiones que ellas traigan aparejadas sobre la construcción y el fortalecimiento del poder antagónico de las clases subalternas en cuanto sujeto político antisistémico con vocación hegemónica. Pero esta conexión también debe pensarse en un sentido inverso: el fin u horizonte estratégico tiene que estar contenido en potencia en los propios medios de construcción y reivindicaciones cotidianas.

“Estas reformas no reformistas no pretenden establecer “islotes de socialismo” en un océano capitalista, sino fortalecer un poder autónomo que restringe o disloca el poder del capital y busca romper el equilibrio del sistema”

A su vez, el marxista greco-francés Nicos Poulantzas, en sus últimas teorizaciones resitúa como estratégico al debate alrededor del vínculo entre reforma y revolución. En Estado, poder y socialismo reivindica a Rosa Luxemburgo para esbozar lo que considera una vía de transición al socialismo que trascienda las matrices clásicas de la socialdemocracia y el leninismo. Tras reconocer que “el reformismo es un peligro siempre latente”, advierte que:

“modificar la relación de fuerzas internas del Estado no significa reformas sucesivas en una progresión continua, conquista pieza a pieza de una maquinaria estatal o simple ocupación de puestos y cimas gubernamentales. Significa, claramente un proceso de rupturas efectivas cuyo punto culminante, y habrá forzosamente uno, reside en el basculamiento de la relación de fuerzas a favor de las masas populares en el terreno estratégico del Estado” (Poulantzas, 1979: 317).

Por eso aclara que una estrategia de este tipo no significa una vía parlamentaria o electoral de conquista del poder, sino la necesidad de articular procesos de lucha que involucren reformas de estructura en la clave antes mencionada, pero también redes autogestionarias e instancias de democracia directa impulsadas desde abajo, de forma tal que se eviten de manera simultánea el estatismo y el impasse socialdemócrata.

Este tipo de lecturas, formuladas en las décadas de 1960 y 1970, no lograron tanto eco en América Latina debido a la predominancia de dictaduras cívico-militares, Estados oligárquicos refractarios a las demandas de las clases subalternas y proscripciones o falta de espacios de participación real para partidos de izquierda o de raigambre popular, lo que tendió a obturar la posibilidad de ensayar proyectos de este tenor por aquellos años en nuestro continente. El contexto histórico autoritario y excluyente, así como la triunfante experiencia armada en Cuba, parecían demostrar que, para concretar reformas, hacían falta revoluciones. Y salvo la intensa y trágica apuesta de la Unidad Popular en Chile, que sí habilitó a debatir alguno de los planteos de Rosa en una clave político-práctica, lo cierto es que la vigencia y contemporaneidad de la dialéctica entre reforma y revolución cobró un nuevo impulso en las últimas décadas, en función de ciertos proyectos y estrategias políticas desplegadas por movimientos sociales y organizaciones de base, pero también a partir del triunfo electoral de coaliciones y líderes contrarios al credo neoliberal, e incluso, en ciertos casos, con una retórica anticapitalista, lo cual reactualizó en la praxis misma —y aun sin mencionarla en ocasiones de manera explícita— aquella dialéctica virtuosa formulada por Rosa Luxemburgo.

Numerosos intelectuales de izquierda han ensayado lecturas acerca de las potencialidades y limitaciones de estos procesos de lucha popular e impugnación del neoliberalismo en la región (Brier y Klein, 2004; Stolowicz, 2009; Sader, 2009; Regalado, 2009; Rauber, 2010; Harnecker, 2010; Borón, 2010; Ouviña y Thwaites Rey, 2012 y 2018; Renna, 2014; García Linera, 2015), que han involucrado una modificación de la relación de fuerzas a nivel continental, reinstalando al Estado como arena de disputa y confrontación, y haciendo posible la cristalización en términos de políticas públicas de algunas reformas empujadas desde abajo, o bien dinamizadas desde los gobiernos de corte progresista, que redundaron en una parcial redistribución del excedente apropiado por los Estados, volcado al mejoramiento relativo y transitorio de las condiciones de vida de un sector importante de las clases subalternas. No obstante, en el balance referido a la dialéctica “poder propio – poder apropiado”, se tendió a privilegiar, casi sin excepciones, el hacer un uso particular y gestionar —sin ninguna vocación de ruptura— la institucionalidad estatal heredada del neoliberalismo. Las interpretaciones acerca de este ciclo, por supuesto, varían en los diferentes estudios e investigaciones abocados a ello, pero al margen de los matices y hasta contrapuntos que evidencian entre sí, lo sugerente es la vigencia de ciertos planteamientos teórico-políticos de Rosa Luxemburgo, que habilitan a pensar —e intervenir en— los procesos de cambio radical acaecidos en nuestro continente pero también, como veremos en el siguiente apartado, a sopesar sus alcances y restricciones en una clave crítica.

La polémica en torno a la participación de socialistas en gobiernos burgueses y la absolutización de la disputa electoral

La discusión generada por el libro de Bernstein no tuvo sus orígenes meramente en una elucubración teórica de un individuo, sino que, como hemos intentando demostrar, respondía a raíces concretas y a prácticas materiales de las organizaciones de la clase trabajadora europea. Una de las que más polémica suscitó fue la incorporación, a partir de junio de 1899 y hasta mayo de 1902, del dirigente socialista Alexandre-Etienne Millerand, como ministro de Comercio en el gabinete del gobierno francés de Waldeck-Rousseau. El eje del debate giraba en torno a la pertinencia de la participación en el seno de las instituciones estatales, en particular en el Ejecutivo, de gobiernos caracterizados como burgueses, e implicó que el tema se tratase en el Congreso de la Segunda Internacional realizado en París a comienzos del siglo XX. Allí se condena puntualmente el involucramiento de Millerand en el gobierno francés, pero se sugiere, a instancias de Kautsky, que en situaciones de emergencia y como una cuestión táctica, es factible una participación de este tipo. Sectores más moderados del socialismo francés, como el representado por Jean Jaurés, llegan a pregonar la justificación de participar en gobiernos burgueses más allá de que pueda peligrar la república (argumento esgrimido por Millerand), e instan a concebir esta propuesta como una parte sustancial de su estrategia política.

Rosa fue una de las primeras en intervenir en el debate a través de una serie de incisivos escritos en periódicos franceses y alemanes. En su artículo “Una cuestión táctica”, diferencia dos posiciones a adoptar frente a la participación de socialistas en gobiernos como el de Francia. Una es la sintetizada a nivel teórico por Bernstein, que postula la necesidad de considerar dicho ingreso no sólo como deseable sino incluso como natural. La otra, defendida por ella, propugna que la actividad socialista debe orientarse a ganar todas las posiciones posibles en el Estado actual, sólo en la medida en que las mismas permitan intensificar la lucha de clases contra la burguesía.

En este sentido, sostiene que existe una diferencia esencial entre los cuerpos legislativos y el Ejecutivo de un Estado burgués: mientras que “en los parlamentos los representantes obreros elegidos pueden, cuando no consiguen hacer pasar sus mociones y reivindicaciones, como mínimo, persistir en su lucha de oposición”, el Ejecutivo, “que tiene encomendada la tarea de ejecutar las leyes, la acción, no tiene lugar en su seno para una oposición de principios”. Desde esta perspectiva socialista, una vez más no es entonces el qué lo que importa, sino ante todo el cómo. De ahí que, cuando los representantes socialistas intentan impulsar reformas sociales en el Parlamento, tienen la posibilidad, por su oposición paralela y simultánea a la legislación y al gobierno burgués en su conjunto, de dar a su lucha un carácter socialista y antiestatal (Luxemburgo 1983: 108).

En otro escrito contemporáneo al conflicto, titulado El affaire Dreyfus y el caso Millerand, Rosa retoma esta distinción para explicitar con total claridad una concepción antiinstrumentalista del Estado (es decir, contraria a concebirlo como una instancia neutral que puede ser usada sin más para avanzar hacia una sociedad socialista). En él expresa que “la participación en el poder burgués parece contraindicada, pues la naturaleza misma del gobierno burgués excluye la posibilidad de la lucha de clases socialista”. Esto se debe a que “la naturaleza de un gobierno burgués no viene determinada por el carácter personal de sus miembros, sino por su función orgánica en la sociedad burguesa. El gobierno del Estado burgués es esencialmente una organización de dominación de clase cuya función regular es una de las condiciones de existencia para el Estado de clase” (Luxemburgo 1983: 111).

La contundencia se amplía aún más cuando Rosa se refiere al ingreso de Millerand al gabinete francés: en este caso “el gobierno burgués no se transforma en un gobierno socialista, pero en cambio un socialista se transforma en un ministro burgués”. Aparece aquí nuevamente la necesidad de analizar desde el punto de vista de la totalidad este tipo de acciones, y no en función del voluntarismo o la actitud aislada en el marco de la cartera que ocupa: “por el puesto que ocupa, no puede dejar de lado la globalidad de su responsabilidad en todas las demás funciones del gobierno burgués (militarismo, etc.)”. Por ello concluye en forma lapidaria afirmando que “la entrada de los socialistas en un gobierno burgués no es, pues, como podría creerse, una conquista parcial del Estado burgués por los socialistas, sino una conquista parcial del partido socialista por el Estado burgués” (Luxemburgo, 1983: 111).

Ante tamaña intransigencia, podría parecer que Rosa Luxemburgo niega rotundamente la posibilidad de dar la batalla en cualquier institución que exprese los intereses de la burguesía. Sin embargo, en su artículo Socialdemocracia y parlamentarismo, en el que confronta con la posición de Jaurés, establece una diferenciación crucial entre la participación en el Parlamento, ámbito en el cual, sin sobrevalorarlo, “podemos obtener reformas útiles luchando contra el gobierno burgués”, y en el Ejecutivo, en cuyo seno no existe margen para ejercitar una oposición de principios ni para azuzar la lucha de clases. En franca oposición a las perspectivas revisionistas que hacen de la disputa electoral un pivote casi exclusivo de su construcción política cotidiana, Rosa entiende que los motivos y justificaciones puntuales de participar en este tipo de escenarios:

“están tanto mejor y más seguramente protegidos cuanto más nuestra táctica no se funda en el parlamento solo, sino también en la acción directa de la masa proletaria. El peligro para el sufragio universal se reduce en la medida en que damos a entender claramente a la clase gobernante que la verdadera fuerza de la socialdemocracia no se basa en modo alguno en la acción de sus diputados en el Reichstag, sino que se encuentra afuera, en el propio pueblo, en la “calle”, y que la socialdemocracia está en su caso en condiciones, y en disposición, de movilizar también directamente al pueblo en defensa de sus derechos políticos” (Luxemburgo, 1983: 114).

En este caminar colectivo en tanto fuerza revolucionaria “que no considera las luchas parlamentarias como eje central de la vida política”, para Rosa la masa trabajadora debe prefigurar en el presente el futuro por el que lucha, a través de prácticas y proyectos que confronten con aquella institucionalidad estatal delegativa y refractaria a la participación protagónica de las clases subalternas, y anticipen esos embriones de poder popular y autogobierno aquí y ahora. Claro está que, sin dejar de pelear por reformas de estructura, que lejos de operar como mecanismos de integración a la sociedad capitalista puedan oficiar como un puntal de enorme relevancia en la edificación de un sujeto político antisistémico. Para decirlo con sus propias palabras: la tarea principal no es sólo la “de criticar la política de las clases gobernantes desde el punto de vista de los intereses del pueblo […] sino de presentarle también ante los ojos, a cada paso, el ideal de la sociedad socialista, que va más allá de la política burguesa aún más progresista” (Luxemburgo, 1983: 115).

Creemos que estas advertencias, formuladas con extrema lucidez por Rosa, constituyen un aporte invalorable para echar luz a un análisis crítico del ciclo de impugnación al neoliberalismo acaecido en América Latina en los últimos 20 años y sopesar sus virtudes y sombras al calor de las continuidades, reconfiguraciones y rupturas que se han podido ensayar, desde y más allá de los formatos de la democracia representativa liberal predominante en la región. Y, aunque la polémica sigue abierta, resulta evidente que los tiempos y dinámicas electorales en su diseño y configuración estatal-burgués tradicional (a los que se supeditaron prácticamente la totalidad de los gobiernos, más allá de sus diferencias, así como no pocos movimientos y organizaciones populares), no suelen ser compatibles con las transformaciones radicales requeridas por las fuerzas de izquierda anticapitalista. Antes bien, éstas involucran largos procesos de maduración y disputa hegemónica, en los que la autoactividad colectiva de las masas debe tener sí o sí, al decir de Rosa, un papel fundamental en la construcción de una alternativa socialista.

“Para Rosa la tarea principal no es sólo la “de criticar la política de las clases gobernantes desde el punto de vista de los intereses del pueblo […] sino de presentarle también ante los ojos, a cada paso, el ideal de la sociedad socialista, que va más allá de la política burguesa aún más progresista””

La Revolución rusa y los dilemas de la democracia socialista

Tras la derrota de otras apuestas revolucionarias en el primer ciclo de ascenso de las luchas del siglo XX, el complejo y original proceso vivido en Rusia se convirtió poco a poco en referencia obligada —y casi excluyente— al momento de concebir una estrategia política y viabilizar un proyecto de transformación de carácter emancipatorio. Así, la excepcional experiencia rusa, y dentro de ella el bolchevismo como una de sus expresiones más potentes, devinieron ejemplo de construcción triunfante y línea correcta más allá de sus particularidades y su anclaje epocal. En forma simétrica, aquellas experiencias de insubordinación y autogobierno que no lograron sostenerse en el tiempo, resultaron asfixiadas a sangre y fuego o tuvieron menor visibilidad dentro del imaginario de las y los revolucionarios, tendieron a ser eclipsadas o, lisa y llanamente, descartadas en función de criterios realistas y pragmáticos.

Rosa supo tomar distancia de aquellas lecturas que hacían de la revolución rusa un “modelo” a replicar en todo tiempo y espacio. En primer lugar —y en esto justamente no se alejaba un ápice de Lenin—, porque de lo que se trata siempre es de realizar un “análisis concreto de la situación específica”, teniendo como punto de partida la historicidad de la sociedad que se pretende conocer y transformar, pero también asumiendo el punto de vista de la totalidad para ejercitar este análisis de coyuntura. Desde ya que esto no niega, sino más bien presupone extraer enseñanzas y recuperar aquellos elementos, apuestas y prácticas que —ejercicio de traducción mediante— contribuyen a potenciar un proyecto revolucionario en el tiempo histórico y en la realidad concreta en que se busca intervenir. Pero sí implica no absolutizar ni tampoco generalizar experiencias que remiten a una temporalidad concreta y a una geografía determinada. Igual que José Carlos Mariátegui, Rosa considera que el socialismo jamás puede ser “calco ni copia”, sino una creación heroica de los pueblos. Por eso desde un comienzo supo leer de manera aguda la revolución desplegada en Rusia, en sus propias palabras a partir de un “entusiasmo mezclado con espíritu de crítica”.

Uno de los textos más sugerentes de Rosa al respecto, es el manuscrito titulado La revolución rusa, redactado en la prisión de Breslau mientras cumplía condena por su activismo internacionalista. La historia de este escrito y sus repercusiones posteriores bien podría servir de guion para una novela policial. Tras su liberación de la cárcel, Rosa no llega a corregir y difundir el texto debido a que a las pocas semanas es asesinada, por lo que este folleto recién será publicado a finales de 1921 por Paul Levi, ex compañero de Rosa, que acababa de ser expulsado del Partido Comunista alemán. Anécdotas aparte, lo cierto es que en sus páginas formula un balance provisorio sobre el proceso abierto en Rusia, al que reivindica, aunque sin dejar de plantear críticas tanto a la caracterización errónea que sobre él realizan Kautsky y el grueso de la socialdemocracia, como a algunas de las principales iniciativas impulsadas por los bolcheviques al fragor de esa convulsionada coyuntura.

El objetivo principal de este borrador consiste en impedir que las soluciones prácticas adoptadas por el poder soviético —en un contexto por demás adverso y de asedio brutal— se conviertan en dogma, haciendo de la necesidad virtud. Las críticas abarcan diversos aspectos de la política bolchevique (como la reafirmación del principio de “autodeterminación de los pueblos” aun cuando pueda llegar a implicar la separación del proyecto soviético o la distribución de la tierra a los campesinos sin que ello redunde en socialización ni en propiedad colectiva), pero el problema de la dictadura del proletariado y de la democracia en el proceso de transición al socialismo resulta ser uno de los de mayor trascendencia.

En el caso puntual de los cuestionamientos a Kautsky, es sorprendente cómo sus planteos resultan coincidentes con los formulados por el joven Antonio Gramsci en su conocido artículo “La revolución contra el capital”, escrito también en 1918, en el que propone no aferrarse a la letra muerta de Marx sino a su pensamiento viviente para entender lo acontecido en Rusia. En este territorio, dirá el marxista italiano, el libro El capital se había convertido en un texto de devoción de la burguesía, a partir de una lectura mecanicista que enterró totalmente la voluntad colectiva y la acción consciente como factores constructores de la historia: “Era la demostración crítica de la fatal necesidad de que en Rusia se formara una burguesía, empezara una Era capitalista, se instaurase una civilización de tipo occidental, antes de que el proletariado pudiera siquiera pensar en su ofensiva, en sus reivindicaciones de clase, en su revolución” (Gramsci, 1998: 34). El error cometido por los dogmáticos, según esta original lectura, fue pretender que se renovase en Rusia la historia de Inglaterra.

En una tónica similar, Rosa escribe en las primeras páginas de su manuscrito que el curso de los hechos “es también una prueba convincente contra la teoría doctrinaria que Kautsky comparte con el partido socialdemocrático gubernamental, según la cual Rusia, por ser un país económicamente atrasado y en esencia agrícola, no estaría madura para la revolución social” (Luxemburgo, 1972c: 28). Pero la que se encuentra inmadura, según ella, no es Rusia, sino la clase trabajadora alemana que, lejos de empatizar con la gesta maximalista acontecida en esta “atrasada” realidad y de asumir su responsabilidad histórica como parte del proletariado internacional, se muestra impotente —y de momento al menos— sin perspectivas de dinamizar un proceso de similar envergadura. Por ello se encarga de aclarar que las condiciones en las que se desenvuelve la revolución en Rusia son dramáticas al extremo y es desde esta tesitura que es preciso analizar el proceso en curso.

Tras saldar cuentas con Kautsky, y con mayor profundidad en el análisis, el texto indaga en algunas de las principales iniciativas impulsadas por el gobierno bolchevique, haciendo una crítica a cada una de ellas en función de que, más que brindar soluciones, exacerban ciertos problemas y dan origen a otros. Pero acaso sea la parte final de borrador, dedicada íntegramente a polemizar con las medidas reivindicadas por Lenin y Trotsky, la más sugerente y actual por su carácter humanista, libertario y tremendamente visionario. Luego de cuestionar la disolución de la Asamblea Constituyente por parte de los bolcheviques en noviembre de 1917 en Rusia, se aboca a profundizar en la cuestión del ejercicio genuino de una democracia de carácter socialista y las limitaciones que se imponen desde el poder gubernamental.

En primer lugar, llama la atención acerca de las restricciones impuestas y advierte que “es un hecho notorio e incontestable que, sin una ilimitada libertad de prensa, sin una vida libre de asociación y de reunión, es totalmente imposible concebir el dominio de las grandes masas populares” (Luxemburgo, 1972c: 73). Y a continuación formula un duro cuestionamiento a la concepción que del Estado transicional o socialista tiene Lenin, al considerarlo en forma simplona como “el Estado capitalista invertido y puesto de cabeza”. Para Rosa, esta caracterización omite algo esencial, que es la necesidad de que las masas tengan plena conciencia y estén formadas para el ejercicio del autogobierno, algo que jamás puede conseguirse sin libertad política. Por ello toma distancia de lo que denomina la dictadura del proletariado en el sentido leninista-trotskista ya que, de acuerdo a esta perspectiva, “la transformación socialista es un asunto para el cual el partido revolucionario tiene siempre lista en el bolsillo una receta y que sólo basta aplicarla con energía” (Luxemburgo, 1972c: 75).

“El objetivo principal de este borrador consiste en impedir que las soluciones prácticas adoptadas por el poder soviético —en un contexto por demás adverso y de asedio brutal— se conviertan en dogma, haciendo de la necesidad virtud”

Rosa insiste, una vez más, en apostar por la participación popular como antídoto frente a los peligros del burocratismo. Propone un control público democrático y participativo, que rompa con el “círculo cerrado de los funcionarios del nuevo gobierno”. Y, sobre todo, advierte que la práctica socialista que se ha comenzado a ensayar “exige una completa transformación espiritual en las masas”. Para ella, a eso alude la noción marxista de dictadura del proletariado. No equivale a autoritarismo en el sentido burgués ni tampoco a la dictadura de un puñado de políticos. Implica vida pública, creación de instancias de autogobierno, libertad de prensa y de reunión ilimitadas, así como (auto)responsabilidad e iniciativa constante por parte de las masas.

De ahí que proteste frente a cómo Kautsky, pero paradójicamente también Lenin y Trotsky, plantean la cuestión: lo hacen en términos dicotómicos y abstractos, a partir de la disyuntiva “dictadura o democracia”. Sin embargo, no se trata de abolir toda democracia, sino de crear la democracia socialista, ya que ella “no comienza solamente en la tierra prometida”, ironiza Rosa. “Debe salir al encuentro de la participación activa de las masas, estar bajo su influencia direc- ta, someterse al control de una publicidad completa” (Luxemburgo, 1972c: 83).

La crítica no podría ser más descarnada. Aun así, es una crítica compañera, durísima, pero fraterna. Rosa tiene plena conciencia de las condiciones suma- mente adversas y las dificultades exorbitantes que debe afrontar la Revolución rusa, pero de todos modos su pluma es contundente y frontal. El problema mayor, concluye, quizá no sea del bolchevismo, sino de quienes “haciendo de la necesidad una virtud, cristalizan en teoría la táctica a la que se vieron arrastrados por estas fatales circunstancias y pretenden recomendarla como modelo a imitar por el proletariado internacional” (Luxemburgo, 1972c: 84). Desacralizar por tanto esta experiencia emblemática acontecida en Rusia hace un siglo atrás, que resultó durante décadas un faro estratégico y patrón universal de medida para gran parte de la izquierda mundial, es una tarea tan ardua como imprescindible.

La experiencia de autogobierno de los Consejos obreros

Teniendo en cuenta que Rosa redacta aquel manuscrito sobre la Revolución rusa en 1918, podría pensarse que la cuestión democrática es un descubrimiento tardío en sus reflexiones teórico-políticas. Sin embargo, tempranamente intenta problematizarla, en su vínculo con la lucha de la clase trabajadora y la construcción del socialismo en tiempo presente. La abordada polémica que mantiene con Bernstein contempla entre sus puntos esta arista poco explorada por los clásicos del marxismo.

Afirma en las páginas de ¿Reforma o revolución?: 

“Debemos concluir que el movimiento socialista no está ligado a la democracia burguesa, sino que, por el contrario, el destino de la democracia está ligado al del movimiento socialista; debemos concluir que la democracia no adquiere mayores posibilidades de vida a medida que la clase obrera renuncia a su emancipación, sino que, por el contrario, la democracia encuentra mayores posibilidades para sobrevivir a medida que el movimiento socialista llega a ser suficientemente fuerte para luchar contra las consecuencias reaccionarias de la política mundial y de la deserción burguesa de las filas de la democracia. Quien quiera fortalecer la democracia deberá fortalecer y no debilitar el movimiento socialista. Quien renuncia a la lucha por el socialismo renuncia tanto al movimiento obrero como a la democracia” (Luxemburgo, 1976: 95).25

Pero más allá de este planteo de Rosa y su posible vigencia para el análisis crítico de los procesos políticos de América Latina, nos parece relevante ahondar en la postura que delinea en sus escritos y prácticas posteriores, en particular aquellos gestados al calor del ascenso de masas que se vive en Rusia y Alemania, y que entre 1917 y 1918 genera un contexto propicio para ensayar nuevas formas de ejercicio de la democracia, a partir de la creación de una institucionalidad antagónica a la de los Estados absolutistas e imperiales en ambos países (e incluso en contra del Estado como tal).

Una primera cuestión importante al recuperar estas experiencias revolucionarias de coyunturas específicas en las que emergen y se irradian los sóviets y consejos (ratë), extensible también a otras contemporáneas, como el “bienio rojo” en Italia y la revolución húngara, es no disociar la concepción misma y el transcurrir de la revolución, en dos momentos desvinculados entre sí, uno “burgués” y el otro “proletario” o “socialista”. Restaurar su unicidad y su carácter continuo implica entender la revolución no en términos de un evento excepcional de mera “toma” del poder estatal, ni tampoco reducirla a la posible acción insurreccional (triunfante o derrotada), sino resignificarla como un proceso complejo y multifacético, sumamente contradictorio e inestable, signado por vaivenes, ascensos y reflujos, protagonizado por una multiplicidad de sujetos sociopolíticos y que involucra la crítica y la demolición del antiguo régimen, pero también prácticas autoafirmativas a partir de las cuales cobran encarnadura real nuevas formas de organización popular, entre las que se destacan los consejos y, en menor medida, los delegados de talleres, los comités de fábrica y las comisiones internas.

Al igual que en el proyecto truncado de la Comuna de París, tanto durante 1905 como en 1917, 1918 y 1919, algunos de los catalizadores de estos procesos de de- mocracia radical fueron el descontento y la activación popular generada como consecuencia de un conflicto bélico entre potencias. La guerra franco-prusiana (1870-1871), la ruso-japonesa (1904-1905) y, sobre todo, la Primera Guerra Mundial (1914-1918), constituyeron la antesala y el horno en que se caldearon a extrema temperatura e intensidad los ánimos de las masas. En el último caso en particular, algunos de los factores que se combinaron para dar lugar a situaciones prerrevolucionarias o de ruptura con el orden dominante en países como Rusia, Alemania, Hungría e Italia, fueron la escasez y la carestía de los alimentos, la participación forzada de campesinos / as y trabajadores / as en un conflicto militar que les resultaba ajeno, la creciente politización de los sectores más pobres de la sociedad, la desorientación y la persistencia del belicismo de las clases dominantes, la crisis terminal del liberalismo, tanto en términos de la institucionalidad estatal como en un plano socioeconómico, y la vacancia ideológica en las clases subalternas que tornó viable el trastocamiento de su subjetividad.

Al momento de sopesar la relevancia de la experiencia de los Consejos, según Sergio Bologna podemos hablar incluso de una serie de ciclos de lucha de escala internacional, comenzando por el de 1904-1906, caracterizado por un conjunto de huelgas de masas que, en más de un caso, desembocan en acciones violentas e insurreccionales, que fungen de escuela de enorme aprendizaje para Rosa Luxemburgo. Desde la primera huelga general en Italia en 1904, hasta las luchas en las fábricas Putilov en Rusia, la de los mineros del Ruhr en Alemania y la impulsada por la Industrial Workers of the World (conocida por sus siglas IWW), en todos los casos en estas huelgas se “prefiguraba la de las grandes luchas del periodo de los consejos” (Bologna, 1984: 198).

Además de la emblemática experiencia de la Revolución rusa de 1905, en la que surgen por primera vez los sóviets de obreros y soldados (y, dicho sea de paso, se abre un debate profundo en las filas de la izquierda europea en torno a cómo caracterizarla y en qué medida resultaba ser parte de lo viejo que no terminaba de morir, o como postula Rosa, de lo nuevo que comenzaba a nacer), vale la pena recordar que la guerra imperialista iniciada en 1914 estuvo precedida de un nuevo ciclo de lucha (1911-1913), caracterizado por un creciente descontento en Europa y buena parte del mundo, que tendrá su pico de ascenso con el comienzo del conflicto bélico.

Este nuevo periodo, signado por la “bancarrota” de la II Internacional a raíz de su creciente reformismo, que culminó con el voto de la socialdemocracia alemana a favor de los créditos de guerra el 4 de agosto de ese año, obliga incluso a referentes políticos como Lenin a revisar los fundamentos filosóficos y políticos del marxismo, confrontándolos con el proceso histórico en curso y con los inéditos problemas que el mismo iba haciendo nacer. Esta rectificación “tardía” de Lenin fue antecedida por querellas y distanciamientos que ya habían osado realizar referentes de la izquierda holandesa y alemana varios años antes. Entre ellos, Anton PannekoekHerman Gorter y la propia Rosa Luxemburgo, quienes incluso con antelación al inicio de la Primera Guerra Mundial habían cuestionado los fundamentos políticos y filosóficos de los “jefes” de la socialdemocracia, centralmente de Karl Kautsky.

Recordemos que Rosa pasa gran parte de la guerra en prisión y recién el 8 de noviembre de 1918, día del inicio de la Revolución alemana, es liberada. Llega a vivir poco más de dos meses —tal vez los más intensos de su militancia— inmersa en un clima de impugnación del orden dominante y de emergencia de estas formas novedosas de organización. En este escenario de intensificación de la lucha de clases, los Consejos de obreros y soldados constituyen la encarnación de una democracia radical que prefigura el autogobierno popular. Al igual que los sóviets y los comités de fábrica en Rusia, ellos podían representar en Alemania la materialización de “una nueva estructura, que no tuviese nada en común con las viejas tradiciones, herencia del pasado”, erguirse como verdaderos órganos que hacen posible la unificación del poder público, el legislativo y el administrativo, para socavar “el Estado burgués desde abajo” (Luxemburgo, 2009: 107). Y, como nos recuerda Sergio Bologna, en el marco de la Revolución alemana las reflexiones y propuestas sembradas por Rosa no habían caído en saco roto, ya que “la casi totalidad de los cuadros obreros y juveniles que dieron vida al movimiento de los consejos encontraron las indicaciones práctico-teóricas fundamentales en sus obras” (Bologna, 1984: 211).

En el contexto de extrema ebullición en las calles y tras el derrumbe abrupto del Imperio alemán, la labor para ella era, por supuesto, titánica. “Debemos construir de abajo hacia arriba”, exclama a fines de diciembre de 1918, en el Discurso de fundación del Partido Comunista alemán, conocido con el nombre de Nuestro programa y la situación política“La solución de los problemas económicos, la expansión del área de aplicación de esta solución, deben estar en manos de los Consejos obreros. Los Consejos deben ejercer todo el poder estatal”, arenga en plena coyuntura álgida (Luxemburgo, 2009a: 107).

Por lo general se ha querido restringir la experiencia de los Consejos a la ciudad de Berlín, para afirmar que la dinámica de rebelión y autoorganización popular no tuvo una connotación de carácter nacional, lo que a su vez invalidaría hablar de una verdadera revolución en Alemania. Sin embargo, si bien no gozaron de la misma fortaleza y persistencia en el tiempo, durante noviembre de 1918 surgieron Consejos en Chemnitz, Gotha, Leipzig, Bremen, Hamburgo, Koenigsberg, Halle, Rostock, Britz y el Ruhr, por mencionar sólo algunas de las principales ciudades y regiones donde se gestaron e incluso llegaron a asumir el poder de hecho varios días y hasta semanas enteras (Broué, 1973).

Pero no sólo resultaron la piedra angular del proceso revolucionario alemán, sino que fueron una expresión generalizada de la irrupción de las masas populares en el ciclo que de 1917 a 1921 se vivió a escala continental y mundial, y la concreción organizativa de una subjetividad revolucionaria de nuevo tipo que circundó a buena parte de Europa en este cambio de época signado por el descontento y la politización. Frente a una “forma-partido” cada vez más anquilosada —cuya máxima expresión acaso fuera la socialdemocracia alemana— irrumpen con fuerza y al calor de la espontaneidad estas instancias de autogobierno que, bajo una matriz común, asumen contornos y potencialidades diferentes de acuerdo al territorio y la realidad específica donde germinan, pero abonan a la unidad de lo económico y lo político, al ejercicio de una democracia socialista enraizada en ámbitos productivos y territoriales, así como a la edifica- ción de un “espacio público popular” sustraído de las lógicas de la institucionalidad burguesa.


El libro entero se puede leer y descargar en la web de la editorial compañera Bajo Tierra acá, así como junto a otros trabajos del autor en Revolucionescuela acá.

Fuente: ALAI


Rosa Luxemburgo /