Kepa Arbizu •  Memoria Histórica •  30/10/2023

“Vietnamitas contra Franco: Letras perseguidas y espacios secretos”, de Jesús A. Martínez. La palabra frente a la barbarie

Cuartillas, carteles, libros o murales son los diversos protagonistas de una obra que recoge todos esos variopintos formatos que compartieron su condición clandestina para ejercer una constante confrontación a cuatro décadas de dictadura en España.

“Vietnamitas contra Franco: Letras perseguidas y espacios secretos”, de Jesús A. Martínez. La palabra frente a la barbarie

La imagen que cualquier régimen dictatorial anhela ofrecer al mundo es la de un paisaje donde reina la absoluta placidez, sin atisbo de denuncia ni de oposición visible y por lo tanto de apoyo tácito a su gobierno. Esa irreal fotografía sólo suele ser conquistada a través de unas altas cotas de represión, y en ese sentido la dictadura franquista no fue una excepción, al contrario, se significó como una sangrienta continuadora del terror impuesto por pretéritos sátrapas. Como tal, su naturaleza no sólo persiguió aniquilar cualquier atisbo de resistencia, sino que buscó imponer un silencio generalizado que no enturbiara su autoproclamada reserva espiritual de Occidente. Frente a ese mutismo, a veces cómplice otras consecuencia del miedo, muchas voces, trasladadas al ámbito de las letras, en su sentido más amplio y diverso, se erigieron como grito contra esa bota militar que sojuzgaba al país. Un valiente ejército anónimo que fue reconocido en la exposición “Letras clandestinas (1939-1976)”, coordinada por Jesús A. Martínez y que resulta el antecedente directo de “Vietnamitas contra Franco”, consecuencia de una arqueología insurrecta que no paró de extenderse hasta dar vida a este completo diccionario -apoyado en una fascinante galería visual- que recoge los caminos escritos que adoptó la insurgencia frente a la omertá colectiva.

Durante casi cuarenta años de represión, encadenando estados de guerra, de excepción, tribunales de Orden Público o brigadas político-sociales, la policía y los servicios secretos se aliaban a los delatores cotidianos, y al propio miedo humano, para imponer la arbitrariedad como única norma, y, por extensión, la clandestinidad como la opción más plausible para enfrentarse a ella. Una contienda que aunque tomaría distintas manifestaciones a lo largo de las diversas décadas, donde la absoluta autarquía de las primeras dieron paso a unas posteriores en las que el intento por demostrar al exterior un falso aperturismo permitió ciertos resquicios, siempre estuvo destinada a erradicar cualquier proclama que contraviniera su “sacrosanto” ideario.

Son precisamente todos aquellos individuos que entregaron su presente inventando una doble vida sometida a unas estrictas normas de invisibilidad en pro de subvertir el orden establecido los protagonistas de estas páginas. Actitudes individuales que se confabularon para tejer toda una red conjunta que, en su misión por ejercer de altavoz frente a la barbarie, necesitó servirse de unos canales de comunicación que adoptaron los caminos más variopintos para esquivar el ojo dictatorial. Cartas cortadas en diversos cachos que sólo eran comprensibles al juntarlas, peluches que en sus tripas contenían informaciones relevantes y automóviles que convertían sus cavidades en un centro de intendencia, participaban de un siniestro juego entre el gato y el ratón, donde cada avance de alguna de las partes intentaba ser contrarrestado por la otra. Un complejo organigrama que reclamaba la participación de héroes anónimos, como Domingo Malagón, convertido en un ilustre falsificador de todo tipo de documentos identificativos, salvoconducto imprescindible para poder realizar ese itinerario que unía Madrid con París, y que tantas veces recorrió, entro otros muchos, Jorge Semprún, cargado de propaganda en forma del periódico “Mundo Obrero”. Uno de los “tabloides” más significativos de una producción que alcanzaría más del millar de cabeceras y en la que se integraron los órganos de expresión de diversos estamentos, ya fueran las juventudes de UGT, (“Renovación”), el PSUC (“Treball”), la CNT (“Solidaridad obrera”) o incluso los obispos vascos y su boletín “Egiz”, que se tuvo que enfrentar al fuego redentor del episcopado. Un caleidoscópico y diverso ejercicio militante que compartía sin embargo una aspiración común: derrocar el franquismo.

En esa cadena de montaje que suponía la fabricación y posterior distribución -un elemento clave para propagar ideas y reivindicaciones- de los diversos materiales, resultaba especialmente importante el aparataje necesario para su edición. Un campo en el que las restricciones económicas también incomodaban la posibilidad de acceder a cualquier tipo de herramienta que facilitara la impresión, y pese a que había organizaciones con infraestructuras consolidadas, por ejemplo el PSOE, que podían permitirse máquinas profesionales, como las conocidas Minerva, la norma común eran dispositivos caseros y manuales, principalmente las denominadas “vietnamitas”, nomenclatura en clara alusión al Vietcong. Una utilización siempre expresada bajo el más escrupuloso cuidado a la hora de evitar levantar sospechas, para lo que era indispensable contar con locales en las afueras, habitaciones provistas de doble pared o lugares a los que se accedía únicamente por por una trampilla. Sólo de esa manera se podía salvaguardar ser delatados o descubiertos por las autoridades.

La dictadura ejercida desde 1939 a 1976 derivó en un anquilosamiento cultural en el que la literatura no supuso una excepción, golpeada con virulencia por una censura que incluso ponía su tétrico sello en autores como Sor Juana Inés de la Cruz, Ortega y Gasset o Unamuno. Un erial artístico que obligó a buena parte del gremio a autoexiliarse, por lo que no es extraño que editoriales sudamericanas fueran manejadas por ciudadanos provenientes del Estado español. Así sucedía con Emecé y Losada, que se enfrentaba al régimen desde fuera de sus fronteras introduciendo la obra de escritoras como María Zambrano o Rosa Chacel, una lucha más allá de los Alpes que también enarboló el prestigioso Ruedo Ibérico, mientras que Losada, y su espectacular catálogo donde habitaban Francisco Ayala, Luis Cernuda o José Bergamín, lo hacía desde las tripas de la piel de toro. Condenados a que los libros llegaran de estraperlo o fueran vendidos en trastiendas secretas, como la albergada por la librería “Lagun” en Donostia, los innumerables subterfugios para su difusión incluían además de falsas editoriales o imaginados pies de imprenta rocambolescos trampantojos que escondían entre portadas ilustradas con títulos como “Franco, salvador de España” o “Novena de San José de Calasanz” obras de Mao Tse-Tung o tratados guerrilleros.

En el otro extremo, por su mayor inmediatez y relativo menor riesgo, se encontraba un propaganda en forma de octavillas, una lluvia de pequeños papeles que no solo inundó el suelo de las ciudades, los lugares de trabajo o cualquier espacio en el que se concentrara la gente sino que también fue usado por los guerrilleros en zonas montañas o rurales, más allá de como elemento de promoción como un acercamiento a la población de esos lugares. Pese a no cesar su lanzamiento tras la muerte de Franco, siendo la amnistía o el descrédito del nuevo sistema reivindicaciones esgrimidas sobre todo por nacionalistas, anarquistas y la extrema izquierda, su presencia durante los años de dictadura significó un lenguaje popular y de fácil asimilación que iría creciendo exponencialmente según el tejido industrial se iba tupiendo. Recogiendo reivindicaciones laborales pero también vecinales o de cualquier sector por muy particular que fuera, a ellas se unieron todo tipo de panfletos, carteles, algunos ilustrados por grupos de artistas plásticos, como el formado por el prestigioso Estampa Popular, y hasta murales, entre los que destacó el conjunto recreado en Portugalete, en Hortaleza, donde los poemas de José Hierro o Caballero Bonald acompañaban a un paisaje pictórico que traslucía el orgullo de un lugar sepultado y olvidado por las autoridades.

Si hubo dos centros donde la batalla entre las estructuras clandestinas y el régimen se dirimió con mayor virulencia, a pesar de lo paradójico que pueda resultar, dada su naturaleza tan aparentemente opuesta, fueron la cárcel y las universidades. Mientras tras las rejas la escritura tomaba diversas motivaciones; desde la más personal en busca de sofocar la precaria situación a mantener vivo el flujo de información con las organizaciones en el exterior, del mismo modo sus publicaciones oscilaban entre las más consolidadas, en la que la “L’espurna”, ligada al Movimiento Socialista Catalán, se alzó como una de las pioneras, o aquellas capaces de albergar diferentes cabeceras según su lugar de distribución, como sucedía con “Juventud”, y pequeños panfletos que incluso cabían en la palma de la mano, mínima extensión que caracterizaba al “Ahora”. Más allá de la diversa naturaleza que adoptaban los escritos, todas ellos se veían necesitadas de burlar los férreos controles a través de lenguajes cifrados repletos de metáforas o subtextos. Bajo las mismas necesidades y restricciones se encontraban unos estudiantes que implementaban sus propuestas al mismo tiempo que aumentaba su población. Aunque siempre a favor de un sistema de educación libre, sus reivindicaciones se desarrollaban bajo coordenadas muy diversas, acogiendo todo el espectro ideológico, a veces de manera autónoma (“SDEUM”) y otras vinculados a partidos políticos (Fude). Un hervidero de sensibilidades, agrupada en algunos momentos históricos como el recital ofrecido por Raimon en la Complutense antes seis mil personas, a las que, al igual que sucedería en todos los ámbitos, y con la llegada de los años sesenta, se incorporarían unas demandas dictadas en clave feminista, que sin desoír la imperiosa necesidad de derrocar la tiranía se insertaban en un contexto más global a la hora de recuperar la olvidada mirada de la mujer.

Si es cierto que la historia se empeña en mostrarnos con su discurrir todo aquello que no debemos repetir, al mismo tiempo en ocasiones ejerce como espejo de episodios que son dignos de recordar y acumular sus enseñanzas. Porque más allá del gran valor enciclopédico que contiene el libro “Vietnamitas contra Franco”, sus páginas funcionan como un ejercicio por rescatar a todos aquellos que desde el anonimato optaron por poner en riesgo sus vidas antes que permanecer impávidos ante la expansión del terror. Un homenaje a la persona física pero también al valor que la letra escrita tiene como herramienta subversiva, porque cada octavilla, cada pintada en la pared o cada panfleto repartido esconde un modesto pero estruendoso grito de rebeldía que nos recuerda a quienes entregan su presente con el fin de construir un futuro común más justo.


Francisco Franco /