Un día en Siem Reap
Me despierto en estado de alerta, salto de la cama y busco el fuego por el piso, el olor a humo es intenso. No hay ningún incendio. Vuelvo a acostarme todavía asustado. Un vecino ha empezado a quemar su basura, compuesta en buena parte por plásticos, a las cinco de la mañana. Su basura arde temprano.
No logro volver a dormir, después del susto, un poco antes de las seis, la pagoda más cercana entra en actividad, es época de bodas y estará dos días ininterrumpidos con música. El sonido es metálico, recuerda a la música de los juguetes. Empezaré el día con mal cuerpo. Cuando suena el despertador estoy cansado del país.
Desayuno zumo y tostadas con mi pareja, me visto para ir al gimnasio y salgo de casa. Bajo las escaleras de las tres plantas que hay desde el pequeño piso donde vivo hasta la planta baja. Cojo la bicicleta, el calor se hace notar, no son ni las ocho de la mañana y estamos a unos treinta grados, cuando el sol apriete más llegaremos a los treinta siete.
Abro la reja, dejo la bici en el suelo para volver a cerrarla, saludo a los conductores de tuk tuk que esperan delante del hotel que hay enfrente de mi piso, ellos me saludan y siempre me hacen la misma pregunta: ¿tuk tuk? Les digo que sí y se destornillan. Ríen por todo.
Doy un pequeño impulso y la bicicleta empieza a rodar, entro a la circulación con precaución, primero por el arcén, luego en dirección contraria y después por mi carril, aunque todas estas consideraciones son relativas en Camboya. Uno va por donde va para llegar a su destino, hay que estar alerta, pero las leyes del caos funcionan casi a la perfección y eso evita que choquen todos contra todos cada día varias veces.
Pedaleo y llego a un cruce, giro a mano derecha mientras evito un bache, freno para dejar pasar una moto con un padre al volante y tres niños repartidos uno delante y dos detrás. Al principio llama mucho la atención la habilidad que tienen para conducir motos de 49cc. He visto a niños menores de diez años conducirlas por las calles de la ciudad con otros niños en el asiento de atrás. Niños con el uniforme del colegio que las usan para ir a clase.
En las motos he visto transportar de todo, desde animales en jaulas, a perros muy sensatos sentados como señoritos, bombonas de butano gigantes cogidas por un acompañante, llevar bicicletas como si fueran un sidecar, familias enteras de hasta seis individuos, remolques estilo tuk tuk o puestos ambulantes, materiales para la construcción, etc.
Pero lo que más me llamó la atención fue ver dos hombres en una moto transportando un marco de metal de unos tres metros de largo por medio metro de ancho envuelto en una nube de hierro al estilo de la concertina. Esa locura pasó a escasos milímetros de mi mejilla, fue una particular bienvenida.
Sigo avanzando por una calle que acompaña el rio, hay más verde, pero la gente evita pasear por la hierba que hay al lado de la carretera por miedo a que les muerda alguna serpiente. En una zona más clara se pueden ver vacas atadas pastando. Veré perros callejeros con rastas y con los muslos despellejados de los mordiscos que se dan ellos mismos para quitarse las pulgas. Veré manadas de perros callejeros que mejor evitar.
Llego a otro cruce complejo y giro a la izquierda, paso por encima de una pequeña presa, de un lado el rio ancho verde y luminoso, del otro cemento y varias compuertas, allí se juntan los niños para jugar, unos metros más abajo es la zona de los pescadores. Por el color del agua me cuesta creer que pueda haber vida en ese rio.
Pedaleo un poco más y llego al gimnasio, bajo de la bicicleta, la aparco, pago un dólar, me dan una toalla y me dirijo a hacer mi rutina. El lugar tiene su encanto, es un gimnasio viejo donde van los camboyanos y algunos pocos barangs (extranjeros occidentales), se encuentra dentro de tres paredes y un techo de metal, igual que los restaurantes y talleres camboyanos. Los espacios comerciales son así.
Realizar una rutina deportiva cuesta mucho más que en Europa, el calor deja mella, se suda mucho y la fatiga llega mucho antes. Es curioso que el ambiente de gimnasio es el mismo en todas partes, las mismas bromas, los mismos papeles a repartir, el que sabe de todo, los que gritan cuando hacen fuerza, los que solo hablan, etc.
En ese gimnasio hay algo que lo convierte en distinto: los luchadores de artes marciales. Hombres curtidos en dar y recibir golpes. Un día entrené con ellos la fuerza, quedé exhausto antes de llegar a la primera hora, ellos siguieron cuando me fui.
Terminado el entrenamiento cojo la bicicleta y voy a casa a ducharme, tomo un camino que me hará pasar por la otra orilla del rio donde veré más vacas atadas al margen. Paso por delante de un mercadillo únicamente para turistas, tomo una rotonda, cruzo el puente más famoso de Siem Reap, paso por el Old Market, sigo recto, veo como unos operarios instalan pequeños contenedores para reciclar en la acera de enfrente del mercado, llego a la gran rotonda y encaro la calle del piso.
Hay dos baches gigantes en el inicio de la calle, tienen peligro, son hondos y se encuentran en un punto en el que hay que maniobrar, es difícil sortearlos. En la calle hay hoteles y comercios, me intrigará una especie de cine-bar-restaurante con jardín que únicamente abre cuando se va el sol. Varias mujeres esperan sentadas en la entrada a la espera de clientes. Se diría que es una whiskería.
Llego a la entrada del edificio, saludo a las costureras de la tienda de al lado, abro y cierro la reja, aparco la bici sin atarle la cadena. Subo las tres plantas cansado, dejo las zapatillas fuera del piso junto con las demás chanclas.
Tiendo la ropa y me ducho, la ducha es el suelo del baño, cuesta secar y limpiar. Me visto y desayuno de nuevo. Conecto el teléfono al wiffi, leo y contesto los mensajes. Me preparo para salir, esta vez con gorra y gafas de sol. Pienso en lo que prepararé para comer, en la comida que hay en la nevera y en lo que debo comprar.
Me doy cuenta que vuelvo a estar pedaleando, recto, luego a la izquierda y unos minutos después llego al aparcamiento del mercado. Paso el candado a la bicicleta, cruzo los puestos que venden ropa y comida preparada (peces a la brasa y algo parecido a pollo a l’ast que no voy a probar en todo el tiempo). Cruzo la calle con cuidado de no ser arrollado por motos, coches y camiones.
Entro en el mercado, paseo por el pasillo central, ya me conocen, soy uno de los pocos barang que van allí varias veces por semana. Cruzo una pasarela de madera de menos de un metro de largo. Giro a la derecha, sentadas en el suelo estan las vendedoras de huevos, peces y pollo, todos con moscas. Giro a la izquierda y llego a la parada en la que suelo comprar. Por menos de dos dólares compro la fruta y verdura que necesito.
Vuelvo al piso, son casi las once, limpio y pongo las cosas en orden. Empiezo a cocinar. Todavía faltan unos minutos para tener la comida lista y mi compañera entra por la puerta. Nos contamos la mañana y cuando terminamos descansamos un rato, ella vuelve a trabajar. Arreglo la cocina, recojo la ropa sucia y se la llevo a mi amigo tendero de enfrente.
Normalmente cuando vuelvo del mercado voy a ver a mi amigo tendero, le enseño la compra y le digo el precio, él me dice si he pagado un buen precio o no. Sé unas diez palabras en khemer que me permiten comunicarme mejor con los camboyanos que no hablan inglés, o sea la mayoría. A los camboyanos suele gustarles que los extranjeros hablen su lengua, en Tailandia sucede lo contrario.
Gracias a mi nuevo amigo he dejado de ir al Old Market, las primeras semanas iba allí a comprar la comida, hasta que me dijo que ese mercado era extremadamente caro y para barangs, así que me indicó otro mercado mucho más barato y auténtico.
Otro lugar para comprar “cosas” para extranjeros como yogurts, pan, cereales, carne envasada, zumos, o repelentes para mosquitos es un supermercado que está en una avenida principal que surge de la gran rotonda, aunque está bastante alejado resulta ser el mejor lugar que conozco para comprar estas “cosas”. Los precios son altos, pero aseguran que la comida está en buen estado y no enfermaré.
Por la tarde voy a dar un paseo por el centro de la ciudad, pedaleo hasta el palacio real y alrededores. Últimamente mis paseos tienen un motivo, ver los nuevos hoteles de lujo que se levantan por toda la ciudad, sin planificación o control. También me llama la atención ver hoteles prácticamente nuevos pero abandonados.
Cada día veo como trabajan sin medidas de seguridad, paletas con chanclas, sin cascos ni arnés, haciendo equilibrios para desplazarse por un andamiaje totalmente precario. Sigo paseando y veo el gran contraste entre mi vida y la de los camboyanos, da igual a donde vaya.
Si voy río abajo en menos de media hora en bici puedo tomar un camino de tierra y barro y ver aldeas con niños medio desnudos y abuelos con la espalda totalmente encorvada, si voy río arriba puedo ver las chabolas de las gentes que vinieron de otras regiones a la ciudad y viven entre plásticos y canales con el agua completamente gris.
Miro la hora y decido ir a buscar a mi chica a la salida del curro. Pedaleo deprisa. Cruzo un puente, vigilo y avanzo, vigilo y avanzo, sigo la filosofía de los locales, avanzo hasta que tenga que frenar. Recto, luego derecha y luego izquierda. Llego a la sede de la ONG, “susdai” saludo a todos, subo al primer piso, espero un par de minutos y nos vamos.
Vamos circulando, paramos en un bar espléndido que tiene dos plantas y terraza. Ese rato nos sirve para descomprimir su tensión del trabajo y para que yo asimile éste país. Al cabo de un rato volvemos a casa.
Me ducho dos veces al día, una por la mañana y otra antes de cenar, con lo que se llega a sudar y la cantidad de polvo que hay en el ambiente es necesario asearse a menudo. Descansamos media hora y salimos a cenar.
Se come por poco dinero, por unos diez dólares pueden cenar dos personas en un restaurante de comida occidental. Cada semana abren nuevos establecimientos, la mayoría regidos por ONG o por empresarios extranjeros. Los empresarios camboyanos se centran en la construcción y en estar próximos al gobierno.
El motor económico de Siem Reap es el turismo, la prioridad del gobierno no son sus ciudadanos, sino captar divisas. No existe ni un servicio de salud ni de educación públicos, ni siquiera hay alumbrado público, o servicio de recogida de basura, o zonas verdes. Es un neoliberalismo extremo.
Antes de las diez de la noche ya estoy en la cama, cansado y con ganas de dormir. Se sigue oyendo la música de la pagoda, además hay que añadir los motores del aire acondicionado del edificio que suenan como si estuvieran dentro de la habitación. Vemos un par de capítulos de alguna serie y damos el día por terminado.