Desde el invierno
No se distingue el sonido del agua entre la piel rugosa del cielo que se abre.
Yo he oído muchas veces estos gritos que ahora son gemidos, silenciosos, en las calles de los barrios.
Pero aún así, creí comprender, sin aceptar, cierta algarabía de triunfo, y una euforia de rencor acumulado que enrojeció los ojos en la mirada del pueblo.
Ahora sé, porque también lo he visto muchas veces, que las almas gimen ante la desesperanza y buscan un atajo, aún a costa de perderlo todo, o casi todo.
Y en la urgencia del desamor y el maltrato, o en el hambre de las fieras imaginarias, es el más débil al que se devoran.
He vivido de cerca ciertos golpes del destino, y he creído, tontamente, que nada se repetiría.
Pero he vuelto a equivocarme.
Mis deseos son apenas unas hojas que se caen y que el viento lleva, y los sueños en el bosque deambulan con la niebla de un diciembre de esforzada alegría.
Sin embargo, ahora reverdecen otros bosques y otros campos en la lejanía del sur; allí, en el sur, donde la memoria es un crepitar y casi un rezo que traen los tiempos acumulados en fotos, pies y pañuelos blancos.
El río moja, levemente, la tierra agrietada por la sequía.
Habrá, seguramente y para el regocijo, algunos frutos.
Habrá, tal vez, un pan, unas guirnaldas, y cada cual buscará su dios donde lo encuentre.
Hay quienes no tendrán dios, ni nada que se le parezca. Tampoco pan.
Desconozco adónde irán las palabras que ahora mismo algunos vacían de contenido, pero tenemos un enorme diccionario para encontrarnos, también, en alguna esquina cualquiera.
Es cierto, a veces uno está tan solo que no hay esquina posible y siente que todo se desvanece, que todo se escurre como los años, como la arena, como los campos incendiados.
Releo lo que escribo y veo que voy del singular al plural como quien se asoma a un muelle y contempla las estrellas.
Siento que soy una partícula en la inmensidad, pero también parte de un todo y entonces me pregunto sobre los misteriosos nombres que nombran a ese todo.
¿De qué manera podemos quitarnos la intemperie?
Algo me dice que no siempre terminan bien los atajos y es una pena el tiempo que se pierde en levantar nuevamente las casas arrasadas por la tormenta.
Soñar los sueños ajenos es un dolor que se eterniza, y hemos deseado tanto ser distintos que nos hemos perdido en nuestras propias derivas.
Nos hemos preguntado tantas veces las mismas preguntas que ya no recordamos adónde escondimos las respuestas.
Sólo me permito la agradable ternura de las fotos, o escuchar un buen deseo de los seres que quiero, o leer que las distancias son espejos empañados y que hay quienes, estando lejos, están más cerca que quienes andan por aquí.
Y es en el misterio de una noche estrellada que algo me dice que debo preservar mi pequeño mundo, aquel que traigo de lejos, entre músicas, poemas y caricias.
Allí, creo que estaré a salvo de todo simulacro, de toda la algarabía salvaje, de toda la falsedad del mundo que se empeña en matar la alegría con sábanas de extermino y desamor.
Lo que no sé es si volveré a ver, o mejor dicho, a aceptar, que reparten migajas en las mesas sin mantel.
Néstor Tenaglia Álvarez
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