Paco Campos •  Opinión •  09/11/2018

Por qué la filosofía desconcierta

Al menos produce expectación, pero sobre todo tiende en el expectante a resolver líos de comprensión o interpretación entre humanos. Por encima, previo a todo lo anterior, la filosofía produce en el hombre un anhelo consistente en quedar instalado en la convicción, en el territorio de la plenitud y en el rigor intelectual, ese que lleva consigo la suficiencia e incluso la felicidad, como si de un  Sócrates, Platón o Aristóteles se tratara. Ese es el ideal kantiano que todavía emblandece conciencias tan especiales como las del mismísimo Habermas.

Los españoles hemos estado durante siglos adormilados por ese clima racionalista, colgados, tan colocados como los hippies de los sesenta en sus furgonetas, o sentados en una peña contemplando un valle idílico, esto es, felices sin más. Por eso cuando en la Facultad hablaban de filosofía, no pasaba de ser una recreación que a ninguno de nosotros producía inquietud alguna, un discurso de gabinete que sólo necesitaba documentación bibliotecaria y poco más, a excepción de los hacían de la filosofía y la religión un elixir tan atractivo en el que casi siempre buscaban la levitación.

En fin, historias. Muchos de nosotros, entre los que me incluyo, quedamos pasmados para mucho tiempo. No dejo fuera eso que se decía de la transformación de la realidad, de lo que nunca pude ser testigo. Tuvo que ser al final del final cuando, me incluyo aquí también, pudimos comprobar en el engaño que habíamos caído y en el error que habíamos cometido. Afortunadamente, aunque tarde, constatamos que la filosofía nos alejaba de los problemas prácticos de la democracia, y que el ideal de la culminación moral era más un deseo que una creencia con base real. Dejamos de mirar con ojos platónicos el mundo perdido de la teoría.      


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