Libardo García Gallego •  Opinión •  27/09/2018

Otra reflexión sobre la vida

Casi la tercera parte de la vida se invierte en preparación para la vida: es la época del estudio, hoy desde los 2 años hasta los 30, porque para poder competir por un empleo se debe tener ya título de doctorado o posdoctorado, pues si carece de él le   tocará resignarse con un empleo informal o de última categoría, mal remunerado, o montar su propia empresa sin capital, una odisea que muy pocas personas logran superar. La segunda parte de la vida se invierte en trabajar (de empleado, independiente, vagando o en el rebusque), si tiene suerte y pudo cotizar para la pensión entonces alcanza a pensionarse a los 65 años, edad en que empieza la última parte de la vida, cuando surgen los años dorados, la tercera edad, la vejez; si pudo ahorrar quizás pueda sobrevivir con la pensión, de lo contrario arrímese a los hijos o familiares, mendigue, consiga un cajón y venda dulces o intérnese en un ancianato donde aprenderá a sufrir si aún no ha sufrido.

Esta es la vida para la mayoría de las personas. Unos pocos disfrutan de la vida desde niños porque han nacido en lecho de algodón, en hogares donde todo sobra, donde papi y mami poseen en abundancia y ni siquiera tienen que prepararse para gozar de todos los almíbares y placeres que encuentran a su paso, no tienen que ahorrar porque ahí están los capitales de los papás más las herencias. Cada nuevo día son menos los individuos que pueden gozar de estos privilegios.

Es el origen de la guerra interminable entre los dos bandos. Los carentes de recursos luchan por la vida recurriendo a todas los opciones posibles, legales e ilegales, legítimas o no: roban, atracan, matan, extorsionan y todos los delitos. La minoría excluyente, los boyantes, mandan, dirigen, fabrican leyes que los ayuden a acaparar más de lo que ya les sobra, inventan modelos de vida, asesinan a sus contradictores, se alían con sus iguales del resto del mundo y justifican sus fechorías con teorías arbitrarias.

Por eso, quienes pertenecemos al común de la gente consideramos injusta esta situación, pues si todos los seres humanos nacemos iguales ¿por qué tenemos que vivir tan desiguales? La desigualdad social no es una decisión divina sino un invento de algunas personas ventajistas, las más inhumanas, a quienes se les ocurrió crear e imponer una pirámide social donde los más astutos vivieran en la cúpula parados sobre los hombros de los demás congéneres, pirámide que se desplomará algún día, si no por la fuerza de la razón sí por la unidad y lucha de quienes nos sentimos menospreciados, esclavizados.

Los que no nos resignamos ante tal humillación y nos hemos acogido a un código universal de valores, mediante el cual todos los humanos debemos ser tratados con dignidad y respeto, hemos empezado a exigir que dicho código sea cumplido por todos los humanos, hombres y mujeres del planeta, sin discriminaciones de ninguna clase.

La vida es demasiado corta para que algunos congéneres nos la reduzcan a una migaja o a la nada, mientras ellos se la gozan de principio a fin, engañándonos con el cuento que si sufrimos necesidades en esta vida terrenal, tendremos ganada la felicidad celestial, premio eterno que nos vendrá con la muerte.

Si seguimos tragándonos esos cuentos fantásticos, ilusos, nunca vamos a conocer la felicidad real, la terrenal, la visible, con paz e igualdad social. La minoría que se quede con la vida celestial, la utópica, al lado de los dioses a cuyo lado siempre han estado.

Ante este oscuro panorama, en el mundo actual necesitamos retomar las ideas de Tomás Moro, de los socialistas utópicos, de Marx, Engels, Lenin, Fidel, el Ché, y de todos los maestros humanistas de ayer y de hoy para que nos ayuden a desmontar este desorden social impuesto por la minoría y a construir un auténtico sistema social opuesto, donde todos los seres humanos tengan la oportunidad de ser felices.

Armenia, Septiembre 25 de 2018

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