Ben Tarnoff •  Opinión •  15/09/2019

Cómo ser anticapitalista en el siglo XXI

Ben Tarnoff reseña el libro póstumo de Erik Olin Wright, How to Be an Anticapitalist in the Twenty-First Century (Verso Books, Londres, 2019).

Mientras ha habido gente que se llamaba socialista, ha habido gente que discutía acerca de lo que es el socialismo. El socialismo constituye una familia grande y díscola. Muchos de sus miembros no se hablan o tienen un historial de matarse los unos a los otros. Los derrumbamientos son corrientes. Diferencias de opinión que pueden parecer microscópicas vistas desde fuera sirven a menudo de base a peleas a gritos que duran siglos. Pero hasta en las familias más disfuncionales hay ciertos parecidos.

Sean fabianos o maoístas, eurocomunistas o anarcosindicalistas, los socialistas comparten el deseo de crear un mundo sin capitalismo.

¿A qué se parecería un mundo así? ¿Y cómo podríamos llegar a él desde donde estamos? Hasta no hace mucho, muy poca gente estaba interesada en los EE.UU. o en el Reino Unido en debatir estas preguntas. Los movimientos socialistas se encontraban en franco retroceso. La posibilidad de un mundo sin capitalismo parecía absurda. En años recientes, esta posibilidad ha empezado a parecer menos absurda. Un nuevo impulso por la izquierda en ambos países, propulsado por agitaciones populares, así como las campañas de políticos como Bernie Sanders y Jeremy Corbyn, han puesto las ideas socialistas de nuevo en circulación. Una encuesta tras otra demuestra la creciente popularidad del término. El 40% de los norteamericanos dice hoy que preferiría vivir en en un país socialista, en vez de en un país capitalista.

Se podría preguntar qué entienden por socialismo los que así responden, pero esta es siempre la cuestión. Se debaten en la actualidad respuestas que compiten entre sí en espacios grandes y pequeños: discursos de campañas presidenciales, hilos de Twitter, grandes diarios, pequeñas revistas. Llega ahora una importante aportación a este diálogo que toma la forma de un libro novedoso de Erik Olin Wright, recientemente desaparecido, uno de los intelectuales marxistas más conocidos y queridos de Norteamérica.

How to Be an Anticapitalist in the 21st Century merece que se lea ampliamente. En sus 150 páginas, más o menos, Wright presenta una defensa de lo que está mal en el capitalismo, lo que sería preferible y cómo llegar a lograrlo. Se trata de ese raro libro que puede hablar tanto a los fieles como a los no convertidos. Se los puedes regalar lo mismo a un tío escéptico que a un primo activista: hay en él algo para el lector que necesita persuadirse de que otro mundo es posible y para el lector que quiere ideas para dar vida a ese mundo.

Wright escribe con una combinación inusual de claridad, profundidad y calidez. Se enzarza con largueza con los argumentos contrarios. Reconoce la dificultad y la complejidad. Rezuma un respeto democrático por su lector. La democracia es, de hecho, la esencia del socialismo. Para él, una sociedad justa promulgaría la democracia en su sentido más profundo. Desea un mundo en el que tengan todos acceso a los “medios sociales y materiales necesarios para llevar una vida próspera”, así como la oportunidad de “participar significativamente en las decisiones sobre aquellas cosas que afectan a su vida”. El capitalismo, sostiene, nos impide crear ese mundo. De modo que propone un plan dual para “erosionarlo”, recurriendo al Estado para achicar el capitalismo desde arriba, a la vez que se cultivan las estructuras democráticas de propiedad social desde abajo.

Algunos de los detalles son más persuasivos que otros –  yo no comparto su entusiasmo por la renta básica universal –, pero la estrategia de conjunto resulta atractiva. Se trata de un enfoque ecuménico de transformación social, en el que todo el mundo tiene su papel. Quienes poseen una sensibilidad más socialdemócrata pueden hacer campaña por candidatos y votar iniciativas en referéndum, la gente de orientación laboralista puede crear sindicatos y cooperativas de trabajadores, los anarquistas pueden gestionar clínicas gratuitas y comedores colectivos.

Wright reúne así a las facciones beligerantes de la familia socialista y las pone a trabajar encaminadas a una misma meta. Recalca que esta meta no se puede conocer con precisión por adelantado: los contornos concretos de una sociedad socialista han de surgir de la experimentación democrática. El  “problema estratégico fundamental”, escribe, estriba en “cómo crear las condiciones en las que resulte posible un experimentalismo democrático sostenido”. Su pluralismo está destinado a fomentar esas condiciones, sembrando nuevos espacios de toma de decisiones colectiva en las grietas de la sociedad capitalista.

Pero hay un método que Wright excluye señaladamente: la revolución, o lo que él denomina “transformación rupturista”. Prevé una transición gradual, no un rompimiento brusco. La ruptura resulta demasiado arriesgada, advierte; nunca da como resultado “la creación de una alternativa democrática, igualitaria, emancipatoria alternativa”. Como prueba, apunta a las revoluciones del pasado. El pasado es un lugar que enseña humildad a los marxistas. Aunque algunas de las revoluciones que se hicieron en nombre de Marx tuvieron como consecuencia auténticos logros, otras llevaron a totalitarismos y atrocidades. Ninguna consiguió “producir el género de mundo nuevo imaginado por la ideología revolucionaria”, tal como lo expresa Wright.

La crisis del marxismo del siglo XX no se produjo sólo en el plano de la práctica, sin embargo, sino en el de la teoría. En los años posteriores a la muerte de Marx, se hizo dominante una presentación particular de sus ideas bajo la influencia de Friedrich Engels y otros. Adoptaba una visión mecanicista de la dinámica social y un punto de vista determinista de la histórica. Este grosero engranaje se hizo sinónimo del marxismo a finales del siglo XIX, para desfondarse luego bajo el peso del XX, conforme la historia se desarrollaba siguiendo rumbos que no podían explicar los viejos dogmas. Y a medida que el marxismo se convertía en ideología oficial de los estados comunistas, se fue deteriorando todavía más, convirtiéndose en una reliquia devota en un mausoleo, como el cuerpo embalsamado de Lenin.

Diferentes pensadores han tratado de resolver esta crisis de distintos modos.  Algunos volvieron a los textos de Marx para desarrollar nuevas lecturas de su obra. Hubo otros que tomaran técnicas prestadas de las ciencias sociales convencionales y la filosofía analítica para reconstruir el marxismo sobre lo que creían constituía una base más empírica. Eran estos los marxistas analíticos y esta era la tradición a la que pertenecía Wright.

Los marxistas analíticos se hicieron célebres por descartar grandes porciones de marxismo que no satisfacían su rigor científico: “marxismo sin sandeces” llamaban a su enfoque. El filósofo G.A. Cohen, fundador de la escuela, sostenía que el marxismo resurgiría más sólido tras “haber pasado por el ácido corrosivo del análisis”. Pero el ácido de los marxistas analíticos resultaba tan corrosivo que no quedaba luego mucho marxismo.

La influencia del marxismo analítico se percibe a lo largo del libro de Wright. Y al igual que sus colegas, llega a algunas conclusiones muy poco ortodoxas y, de manera absolutamente crucial, en la cuestión de clase. La clase es un asunto que conocía extremadamente bien: dedicó buena parte de su carrera a analizar sus complejidades. En esto concluye que esas complejidades hacen de la clase un edificio inadecuado sobre el que construir un movimiento socialista. De acuerdo con él, la clase trabajadora ha quedado demasiado fragmentada como para desempeñar el papel histórico que le asigna tradicionalmente el marxismo. El socialismo debe ser, antes bien, un proyecto ético. La clase es menos importante que el compromiso compartido con valores morales.

Se trata de un asunto discutible, sobre todo en el momento de nuestro presente. La clase constituye ciertamente un fenómeno complicado y la propia erudición académica de Wright resulta indispensable para interpretarla. Sin embargo, esto no ha impedido que se haya ido configurando una nueva política de clase en los últimos años. 2018 fue el año en el que los trabajadores norteamericanos participaron en más paros laborales desde 1986. Las huelgas de profesores en diversos estados [norteamericanos] han ayudado a nutrir un nuevo espíritu de militancia, mientras que dirigentes de la clase trabajadora, como Alexandria Ocasio-Cortez, hablan en la escena nacional con un lenguaje de clase.

Esto no basta para hacer socialismo, pero sugiere que la lucha de clases dista de ser una fuerza agotada. La cuestión crucial en los próximos años consistirá en cómo intensificar esa lucha antes de que el capitalismo nos arroje al abismo. La crisis climática se debate sólo brevemente en el libro de Wright, pero presenta por sí sola el obstáculo mayor para proseguir ese lento camino hacia el socialismo…y puede que no tengamos tiempo. Si bien Wright dirige correctamente nuestra atención hacia los peligros de la ruptura, puede que algo parecido a la ruptura sea la opción menos peligrosa para el planeta y la mayoría de la gente que en él vive.

El reto consistirá en evitar repetir las pesadillas del siglo XX a la vez que afrontamos las pesadillas del XXI. El libro último de Wright incorpora aquellas cualidades que vamos a precisar para superarlo dejando intactos nuestro hábitat y nuestra humanidad: mente clara, espíritu generoso y fe en la capacidad de la gente para gobernarse a sí misma.

Ben Tarnoff columnista del diario The Guardian, escribe habitualmente sobre tecnología y política. Licenciado en Harvard y radicado en Nueva York, es autor de libros como The Bohemians y The Counterfeiter´s Paradise, y fundador y director de la revista Logic.

Fuente:

The Guardian, 29 de agosto de 2019

Traducción:

Lucas Antón
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
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