Federico Aguilera Klink •  Opinión •  07/11/2019

Cuando los impuestos subvencionan a los ricos

Cuando los impuestos subvencionan a los ricos

La economía que se enseña en las universidades y la que se transmite a través de los medios de comunicación insiste, fundamentalmente, en una descripción (con apariencia de explicación) en la que destacan de manera positiva, ideal y deseable etiquetas como el mercado, la competencia y la eficiencia y, de manera negativa, la intervención estatal y las subvenciones. Esto ayuda a construir un discurso ideológico falso en el que se asocia mercado y competencia a libertad y a eficiencia y, a la inversa, se asocia intervención estatal (una expresión cargada de un enorme sesgo autoritario e indeseable) y subvenciones a falta de libertad, derroche e ineficiencia.

El libro de Steven Gorelick “Small is beautiful”, publicado originalmente en 1998, y que ha sido traducido por Fuhem, muestra con datos la falsedad de tales ideas dejando claro que el discurso del mercado libre, en el que triunfarían las grandes empresas por su buen hacer y su esfuerzo competitivo, con el resultado final de una elevada eficiencia, no es nada más que pura ideología que sirve para ocultar una realidad en la que el poder de las grandes empresas (corporaciones) les permite configurar (obligando a los diferentes gobiernos a algunos de cuyos miembros designa) de manera intimidatoria las propias reglas de juego con las que van a obligar a “jugar” al resto de las empresas y en diferentes países y que, obviamente, benefician de manera ineficiente y desigual a las corporaciones que elaboran esas reglas. Esto incluye el saqueo de lo público, en términos de presupuestos y de la apropiación de los bienes públicos, es decir, la concesión de inmensas subvenciones públicas y de exenciones fiscales, laborales y ambientales de todo tipo de acuerdo con las necesidades de esas grandes empresas para que puedan seguir ampliando sus áreas de explotación y extracción de beneficios privados.

Es obvio que estoy hablando de todo tipo de violencia, sin la cual nada de lo anterior sería posible, que llega, cuando estas empresas lo consideran necesario, hasta los golpes de Estado y la guerra, tal y como llevamos décadas observando. Sin embargo, y gracias a la manipulación y tergiversación del lenguaje, el resultado final, que no es otro que la destrucción social, cultural, económica y ambiental de países enteros, termina considerándose como una mejora en la libertad y en la eficiencia gracias al “mercado”.

A seguir considerando toda esta violencia como competencia contribuye de manera violenta (es una redundancia deliberada) el sistema educativo, desde la escuela hasta la universidad. Por otro lado, como nos han convertido en consumidores, por mucho que nos llamen de vez en cuando ciudadanos, sin una conciencia mínima de que nuestros hábitos y nuestro nivel de consumo depende del mantenimiento de esa violencia y de esa destrucción, vivimos habitualmente en un estado de enajenación, existencia sin esencia decía Marx, o de cretinización de alto nivel, como señalaba Morin; es decir, sin tener apenas capacidad de relacionar cuestiones, lo que nos impide comprender dónde estamos y entender qué es lo que ocurre.

Así pues, en contra de las creencias insistentemente divulgadas como si fueran conocimiento científico o como una supuesta sabiduría convencional, las grandes empresas no son competitivas, sino que dependen muchísimo más que las pequeñas de las subvenciones públicas y requieren y controlan un sistema basado en la violencia. Como señalaba Stiglitz con ironía y suavidad en “los felices noventa”, los líderes de las grandes corporaciones defendían tres “principios empresariales”, a saber:

  1. La gente de negocios generalmente se opone a las subvenciones para todos menos para sí mismos.
  2. Todo el mundo está a favor de la competencia en todos los sectores de la economía menos en el suyo propio.
  3. Todo el mundo está a favor de la franqueza y la transparencia en todos los sectores de la economía a excepción del suyo.

En definitiva, la conclusión más destacada, para tratar de enfrentar el destructivo proceso globalizador, consiste en empezar a ver que, paradójicamente, las empresas con mayor capacidad de competir de manera eficiente, en un sentido amplio, son las pequeñas empresas locales que utilizan de manera respetuosa recursos naturales y trabajo local y que, en consecuencia, incurren en unos costes (sociales, energéticos y ambientales) mucho más bajos que los de las corporaciones, a pesar de que apenas cuentan con subvenciones y de que a estas pequeñas empresas se les hace creer, gracias al discurso oficial económico y político, que no son competitivas ni eficientes.

El problema es que la mayoría de las personas, incluyendo los economistas, no se hace casi nunca la pregunta clave: ¿Cuál es la noción de coste con la que estamos trabajando y cómo la medimos? O ¿cuáles son los costes que se tienen en cuenta y quién decide que sean esos costes y no otros? Al no hacerlo pasamos directamente y de manera automática a comparar precios, mercancías o situaciones que, habitualmente, no son comparables. Por eso, muchas personas se quejan, por ejemplo, de que los productos de la agricultura ecológica son caros, comparados con los de la agricultura convencional, sugiriendo que se está comprando un producto similar y que los pequeños agricultores ecológicos locales no son “competitivos”, pero ignoran que esta agricultura no contamina el suelo ni el agua ni deteriora la salud, es decir, sus costes reales totales son muy bajos, mientras que lo contrario ocurre con la agricultura convencional, cuyos productos se venden a un precio bajo mientas sus costes reales totales, por los que no paga ni compensa, son muy elevados en términos ambientales y sociales, además de recibir un volumen muy elevado de subvenciones.

Dicho de otra manera, las grandes empresas no son competitivas, sino que están muy subvencionadas. Hay todo un programa de investigación por desarrollar para actualizar cómo se generan estas subvenciones públicas, pero se pueden señalar los siguientes ámbitos, a modo de ejemplo:

  • Subvenciones Monetarias a la banca; Artículo 104 del Tratado de Maastricht (1992) y Artículo 123 del Tratado de Lisboa (2007), impiden a los gobiernos endeudarse directamente con el BCE obligándoles a hacerlo a través de los bancos privados, proporcionando a estos bancos unos beneficios desmesurados (aunque realmente son una extorsión legalizada) por no hacer nada, excepto multiplicar los intereses de la deuda pública. Como señala Juan Torres, “todo el crecimiento de la deuda pública en la UE desde 1995, corresponde a intereses” (6,4 billones de euros); rescate a la banca con fondos públicos de miles de millones. Art. 135 Constitución Española. Leyes Montoro.
  • Subvenciones fiscales. Impuestos reales mucho más bajos que las pequeñas empresas y los trabajadores, paraísos fiscales no penalizados, planes fiscales realizados por la pareja Juncker-Dijsselbloem. Según una investigación realizada por Begoña P. Ramírez (InfoLibre), los principales bancos y cajas llevan años sin pagar el impuesto sobre beneficio de sociedades, pues, a pesar de las ayudas públicas y los elevados beneficios, las desgravaciones fiscales son tan elevadas que el resultado fiscal es “a devolver”.
  • Laborales. Reformas laborales que solo perjudican a los trabajadores y aumentan los beneficios empresariales, aunque a ese se le llame mejorar la competitividad gracias a una precariedad estructural. Disminución de cotizaciones a la Seguridad Social.
  • Ambientales. Apenas se “ven” impactos ambientales “relevantes” ni se asume responsabilidad por los costes sociales generados, pero el cambio climático es galopante.
  • Agricultura. La Política Agraria Común (PAC) sigue siendo una fuente de desigualdad que beneficia a “empresarios” que no compiten realmente.
  • Financiación de la investigación. La financiación de la investigación de alto nivel que habitualmente se nos “vende” como ejemplo de comportamiento “emprendedor” e “innovador” típico de las buenas empresas privadas que hay que imitar resulta que está financiada con fondos públicos. Seguir pensando, o mejor, seguir repitiendo de manera desinformada y sesgada que la innovación es independiente de la financiación pública muestra, según Randall Wray, “la incapacidad ideológica para reconocer el papel jugado por el Estado para impulsar la innovación”
  • Sector eléctrico. Sobre el sector eléctrico en España, el informe titulado “El coste real de la energía”, que cuantifica el sobrecoste que pagamos los usuarios entre 1998 y 2013 en unos 80.000 millones de euros. Por su parte, Jesús Mota, en “El yugo de la tarifa eléctrica”, explica con toda claridad cómo los diferentes gobiernos han ido configurando un marco legal muy favorable a las eléctricas de manera que entre los pagos públicos por los mal llamados Costes de Transición a la Competencia (CTC), competencia que nunca existió pero sí los pagos públicos, y la definición gubernamental de coste favorable a las eléctricas, distinguiendo entre “costes incurridos” y “costes reconocidos”, siendo siempre los costes reconocidos por ley mayores que los incurridos, lo que genera el tan famoso como falso déficit tarifario.

Por si fuera poco, el informe realizado por la Comisión Nacional del Mercado y de la Competencia sobre el análisis de la contratación pública en España, estima que “en ausencia de presión concurrencial se pueden originar desviaciones medias, al alza, del 25% del presupuesto de la contratación pública. En España, a nivel agregado, esto podría implicar hasta un 4,6% del PIB anual, aproximadamente 47.500 millones de euros/año” (en 2014). Lo que se puede ver como una inmensa subvención pública anual a las grandes empresas.

Sabiendo que en España no hay precisamente mucha competencia ni transparencia y que los modificados en los presupuestos finales de las obras públicas son habituales con sobrecostes elevadísimos y que habitualmente se contrata a la baja, sería interesante comprobar en qué medida estos casi 48.000 millones anuales de euros de posibles sobrecostes representan, o no, una auténtica subvención a las diferentes empresas contratantes a los que habría que añadir todas las subvenciones anteriores.


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