Kepa Arbizu •  Cultura •  22/11/2022

“Sin novedad en el frente”, Edward Berger. El hedor de la historia

Basada en la novela homónima de Erich María Remarque, editada en 1929, el film alemán se consagra, gracias a su retrato crudo y realista, como uno de los bastiones contemporáneos del mejor y más impactante cine (anti)bélico.

“Sin novedad en el frente”, Edward Berger. El hedor de la historia

No por casualidad, la mayoría de las producciones auspiciadas bajo la plataforma Netflix responden a una tipología común bastante identificativa. Ofrecidos como artefactos audiovisuales elaborados en masa, sus aspiraciones no albergan mayor pretensión que la de convertirse en meros pasatiempos de una deglución tan rápida como su capacidad para evaporarse de nuestro recuerdo, algo que choca frontalmente con la natural ambición por trascender a la que anhela cualquier creación artística. Más allá sin embargo de ese amplio catálogo de títulos -sea cual sea su formato- prescindibles, podremos disfrutar en ocasiones contadas de obras que , como “Roma”, “Dahmer” o la recién estrenada “Sin novedad en el frente”, reniegan de esa limitada idiosincrasia corporativa con el fin de presentarse como suculentas excepciones.

Aunque no se trate de una cinta original en su sentido estricto, ya que está basada en la novela del mismo nombre escrita por Erich Maria Remarque en 1929, texto que fue adaptado varias veces a la pantalla, siendo especialmente reseñable la realizada por Lewis Milestone un año más tarde, “Sin novedad en el frente”, dirigida por Edward Berger, pese a destacar por su impactante puesta en escena contemporánea, entronca con mayor facilidad con el cine (anti)bélico clásico, representado en “Senderos de Gloria”, “Johnny cogió su fusil” , “Ven y mira” o “La delgada línea roja”, que con otras recreaciones actuales, algunas de laureado currículum, incapaces de trasladar al espectador la única premisa imprescindible cuando se trata de realizaciones de este tipo, que no es otra que generar un rotundo sentimiento de repulsa hacia lo que significa en su propia esencia la guerra.

No hallaremos en las dos horas largas de esta cinta personajes de dientes limpios, alardes heroicos alguno ni subterfugios que mantengan intacta la honorabilidad de los protagonistas. El catálogo humano que puebla las trincheras de ambos bandos en liza durante la Primera Guerra Mundial, aunque la cámara habite con mayor frecuencia el lado germano, no puede ser sino descrito como auténticos desdichados que actúan como meros peones avocados, muy lejos de defender insignias o intereses nacionales, a la única misión de lograr sobrevivir al precio que sea. Rechazando en todo momento plantear ningún atisbo de acercamiento geopolítico ni consideraciones sobre la mayor o menor moral de los contendientes, tanto es así que podríamos intercambiar fechas, colores de uniformes y fronteras qu el resultado permanecería inmutable, la propuesta de esta obra opta por bajar al barro, nunca mejor dicho, y exponer en toda su crudeza lo que supone abatir, o ser abatido, por otro individuo. Con la ineludible obligación ética de mostrarnos, sin ningún tipo de sentimentalismo ni condescendencia, las sanguinolentas y explicitas consecuencias del combate cuerpo a cuerpo, sin embargo será en los detalles más simbólicos, o aparentemente alejados de la pirotecnia bélica, donde descanse su mayor capacidad para configurarse como una angustiosa, pero extraordinaria, reflexión.

Una narración que se desarrollará, durante buena parte del metraje, desde los ojos de Paul Bäumer (interpretado porFelix Kammerer), un joven recluta que junto a otros compañeros deciden, cual boy scouts que intercambian la pasión campestre por eliminar el mayor número de enemigos, alistarse en el frente germano. Una tan insultante como bobalicona euforia, alentada por el pestilente discurso de sus superiores, que un maquiavélico uso del montaje de imágenes se encargará de detonar, haciendo mutar, casi sin solución de continuidad, esa algarabía imberbe en la expresión más furibunda del terror, representada en el alarido con que imploran salir de ese agujero, no solo físico. Tal es el estado de cercanía que teje el director a la hora de compartir escaramuzas, jadeos, lloros o gritos, que serán percibidos por el espectador bajo un acongojante realismo, el mismo con el que asistiremos a la degeneración de su rostros, cada vez más ajados y deshumanizados (mecanismo muy similar al ejercido por otra sobresaliente película como ”Ven y mira”), en un proceso de madurez convertido en una caída en picado al abismo más profundo.

Si impresionante resultan las escabechinas bélicas, entre las que se pueden contar algunas secuencias verdaderamente heladoras y llamadas a dejar su tétrica huella en nuestra mente, valga como ejemplo el descomunal instante donde el joven protagonista personaliza por primera vez, entre ensordecedores estertores, lo que significa arrancar la vida a alguien, con igual rotundidad actúa una escenografía que incluye desde un tratamiento de la naturaleza tan majestuosa como inquietante, modificando ese bello entorno por un paisaje nebuloso que parece compuesto por los espíritus de todos los caídos, al uso mínimo pero de gran trascendencia del sonido, asumiendo un papel de aviso de los peores designios a través de golpes secos de percusión o por medio de un zumbido amorfo, atinada simbología de esa pérdida de humanidad también en la representación musical.

Elementos que no hacen sino exponenciar la extraordinaria valía de una película capaz además de extender un pérfido -pero imprescindible- juego de contrastes, consiguiendo que los pocos momentos que hacen de paréntesis entre la masacre sean solo el prólogo hacia trágicos desenlaces, o la construcción de un entramado de espejos donde reflejar la ominosa disparidad de ambientes, encontrando la podredumbre y la miseria soportada por los combatientes su inmisericorde reverso en unos pudientes y elegantes escenarios por los que transitan unos mandatarios que sus refinados modales solo consiguen subrayar su verdadera condición, aquella que Miguel Hernández tildaba entre sus versos de voraces tiburones que entienden la vida como un botín sangriento.

No existe en “Sin novedad en el frente” ningún tipo de salvación, ni para los soldados rasos ni mucho menos para los gerifaltes. Todos, a su manera, son derrotados, pero mientras que unos desde su salvaje ingenuidad creen, quizás por primera en su vida, estar haciendo algo importante, los altos mandatarios son retratados como auténticos monstruos, participantes de en un tétrico juego de ajedrez en el que su contacto directo con el infierno desatado no va más allá de la macabra contabilidad de las chapas identificativas recogidas de los cuerpos envueltos en sangre. Para el resto, y poco importa el idioma que hablen o la bandera que lleven tejida en su solapa, ni el posible milagro de salir ilesos les podrá -como dice uno de los personajes- desprender el hedor que ya han absorbido. Porque, tanto los que regresen a casa como los que quedarán olvidados en el fango de la historia forman parte de la misma ceniza que cubre los campos de batalla. Eso, y nada más que eso, es el verdadero significado de la guerra.


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