Kepa Arbizu •  Cultura •  27/01/2025

«Transformar no es cancelar», de Antonio Gómez Villar. Luchas por la hegemonía

Intelectualmente denso pero fascinante en sus planteamientos, con esta obra el autor trenza todo un mapa alrededor de la llamada cultura de la cancelación a la que deslegitima como aparato restrictivo pero también como elemento emancipador.

«Transformar no es cancelar», de Antonio Gómez Villar. Luchas por la hegemonía

El lenguaje, en cuanto a su significado simbólico y sobre todo por su capacidad para enunciar la realidad, es un campo de batalla prioritario para cualquier ideología que pretenda instalarse como dominante. Por eso conseguir apropiarse de los conceptos que actualmente circulan por el imaginario colectivo se ha convertido en toda una prioridad. Una determinación que incluye, aunque pueda parecer paradójico, aislarlos de cualquier tipo de contexto y presentarlos desde una perspectiva lo más escuálida posible, facilitando de esa manera, desprovistos de las múltiples interpretaciones a los que podían ser sometidos, una simplista definición. Uno de esos términos que en la actualidad ocupan la atención mediática y social es el de la cultura de la cancelación, manifestada especialmente en campañas y actos que pretenden silenciar o desprestigiar ciertas actitudes, objeto de estudio de Antonio Gómez Villar, profesor de Filosofía en la Universitat de Barcelona, a través de su libro, «Transformar no es cancelar» (Verso Libros).

Estamos ante una obra que significa una enmienda a la totalidad contra un fenómeno, por otra parte, existente, aunque visibilizado bajo diversas nomenclaturas, desde siempre en la historia. Un envite literario que trata de desmontar argumentos tanto relacionados con los segmentos de pensamiento más conservadores como de aquellos que persiguen un objetivo emancipador y/o transformador. El camino escogido por el autor es en sí mismo también una declaración de intenciones, porque su erudito y profundo trazo, repleto de referencias y discusiones con otros pensadores, aboga por la hondura y la pelea dialéctica como vehículo más seguro para alcanzar su meta. Ajeno al tan en boga ensayo de laxitud intelectual armado con un diccionario hecho de “hashtags” y reflexiones de usar y tirar, lo suyo sin embargo es la recreación de un marco teórico denso pero rocoso que, si bien apartará de su lectura a quien solo aspire al beneplácito propio bajo el sustento de endebles soflamas, pretende alumbrar de la mejor manera todo lo concerniente al tema escogido.

Es a través de los postulados liberales donde se escenifica con mayor virulencia el enfrentamiento con el hecho cancelador, al que señalan como una inquisición digital o consecuencia de un paternalismo moral, definiendo a sus instigadores como “ofendiditos” u otros adjetivos con afán de ridiculizar. Tras dicho discurso lo que se esconde no es otra cosa que la plasmación de ese “final de la historia” donde el papel de los actores ya viene preconcebido y no existe alternativa posible a ellos. De ahí que lo que aluden como tiranía de las minorías es un intento por mantener las posiciones de dominio, trasladadas a esos medios de comunicación clásicos convertidos en únicos garantes de la opinión pública, y como tales, su puesta en duda supone una quiebra en el statu quo. Para ellos, la falta de estridencias, las voces sumisas frente a unos valores impuestos como intocables son la única opción de estabilidad existente, la conversión del individuo en un ente autónomo y autosuficiente al margen de cualquier consideración o influencia de su contexto como tesis troncal de su ideario.

Dado que en la actualidad es irrevocable la existencia de nuevos canales desde los que verter opiniones, se hace más necesario que nunca dilucidar de qué manera se desenvuelven en ellos sus actores. Para esa labor, el autor trae hasta sus páginas la teoría de Habermas en la que preconizaba como natural el consenso racional, un debate entre iguales priorizando la recepción del mensaje emitido por el prójimo como destino a un mutuo entendimiento. Sin embargo, el filósofo alemán obviaba, aunque hacía referencia tangencial a las posibles interferencias del poder en ese hilo comunicativo, la posición adjudicada a cada hablante, la consideración (propia y ajena) a la que está encadenado cada uno de ellos. Todo un constructo simbólico que sin necesidad de una represión directa y tangible sin embargo limita de forma trascendental el papel del orador. Porque, por mucho que se quiera enarbolar un derecho inalienable a expresarse, que suele esconder el refugio de los privilegios inherentes a cada clase, existe la propia conciencia de saberse restringido, siendo totalmente imposible que un peón pueda sostener una conversación equitativa con su capataz. Sobre ellos existe una configuración de fuerzas latentes que conduce a cada uno hasta espacios muy distintos. Intentar aislar esos condicionantes es abogar por una fantasía de seguridad e igualdad que el “discurso plebeyo”, que así define el profesor Gómez Villar al adoptado por los estratos desposeídos, debe reconfigurar.

Posiblemente la parte más interesante, por todo lo que tiene de quirúrgica y reveladora, del libro recaiga sobre las reflexiones entorno a este tema achacadas a las fuerzas progresistas o transformadoras. Las mismas que en no pocas ocasiones han censurado que la dialéctica clásica de oprimidos y opresores se haya difuminado entre una lucha cultural e identitaria. Una posición que bajo ningún concepto puede sostenerse, ya que, por ejemplo, ni el feminismo, que ha enfrentado su clamor contra un orden global, ni las reivindicaciones raciales,a las que históricamente Rosa Parks o Malcolm X ofrecieron un contorno expansivo, constriñen sus aspiraciones entorno a un campo restringido, al contrario espolean líneas de acción en múltiples direcciones. Su cometido no persigue buscar acomodo ni reconocimiento en las categorías ya preestablecidas, sino entonar su disolución y generar nuevos espacios.

Pero incluso quienes, desde una óptica emancipadora, aceptan la “prohibición” del contrincante encuentran la oposición del autor. Al igual que el proletariado, originalmente un término dedicado a quienes solo tenían el derecho de procrear, y su banda sonora, La Internacional, aspiran a la universalidad y a extinguir su propia condición bajo un común entendimiento, todo posicionamiento rebelde debe albergar la esperanza última de alterar la base y no focalizar su empeño en reparar el daño concreto. En ese sentido, la cancelación, aunque esconda un supuesto uso legítimo de responder a un hecho de la misma naturaleza realizado por las estructuras de poder, persigue sanar una herida culpabilizando en exclusividad al individuo, desviando de su ruta cualquier lectura que no sea coyuntural. Los hechos, las acciones, nunca hablan exclusivamente por sí mismas, siempre son el reflejo de unos códigos culturales, y por lo tanto para combatirlas y erradicarlas hay que actuar sobre ellos, erosionarlos hasta construir un marco donde esas conductas reprochables no puedan arraigar, o por lo menos de manera común, en su seno. Aceptar el campo de batalla impuesto por el sistema, donde moran buenos y malos, significa indirectamente ceder el dominio de las reglas a nuestro opositor.

Dado que «Transformar no es cancelar» es un libro que recoge la visión dinámica y en constante evolución de la historia, también la de dirimir el concepto de hegemonía, su primera aspiración probablemente no sea buscar el asentimiento irreflexivo del lector, y sí la de hacer brotar planteamientos o consideraciones, incluso desde la discordancia. Es bajo ese papel de agitador cultural cuando esta obra alcanza todo su esplendor, resultando un excelente incentivo para observar la realidad desde un posicionamiento nada acomodaticio. Sus páginas son pequeños mapas que nos dirigen hacia la esencia del cambio social, no uno que priorice nuestro pensamiento sobre el ajeno, sino aquel que nos dirija a desvestir todos aquellos relatos impuestos con los que cargamos en nuestra vida diaria, solo sin ese peso, el camino podrá tener un destino mucho más digno.

Kepa Arbizu.


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