El virus liberal
Llevamos un año asfixiados por un virus persistente que nos asalta en oleadas sucesivas provocando muertes, desazón y ruina. Para hacer frente a esta desgracia colectiva, hemos recurrido a instrumentos de salud pública, como la distancia social, mascarillas y vacunas, así como a políticas que se soportan en dos pilares: el gasto público para salvar el aparato productivo y la atención preferente hacia los sectores más vulnerables. Podríamos decir que las teorías liberales han sucumbido al terrible huracán que nos azota, y ya no es el mercado quien asigna eficientemente los recursos, sino la colaboración público-privada con el Estado al timón. Tal es así que el mismísimo vicepresidente primero de la Comisión Europea, Frans Timmermans, declaró el pasado 9 de diciembre que ‘el liberalismo ha dejado en la cuneta a demasiada gente en los últimos 20 años’. Palabras en consonancia con los llamamientos que organismos internacionales como la OCDE y el FMI hacen a gastar como si no hubiera un mañana y a no preocuparse por la deuda hasta que no salgamos de ésta.
Pareciera, pues, que el liberalismo estuviera bien muerto y enterrado. Pero no es así. Como ocurre con el Covid19, esa corriente de pensamiento se resiste a desaparecer de nuestras vidas, permaneciendo firmemente asentada en una buena parte de la clase política y empresarial. Se trata de un virus reincidente, cronificado, que como el biológico, genera zozobra social. Y lo hace por cuanto pone palos en la rueda de las medidas que resultan imprescindibles para hacer frente a la hecatombe y encarrilar el país por la senda del crecimiento sostenible.
La infección ha hecho mella, como no podía ser de otra manera, en una derecha y ultraderecha cuyo sistema inmune es cómplice del patógeno agresor. Por ello, PP, Vox y Ciudadanos, a pesar de la dramática coyuntura en la que vivimos, sólo ofrecen una solución para superarla: bajar los impuestos. Tan escasa convicción tienen en su propia propuesta, que atizan al gobierno de la nación desde una perspectiva ideológico-cultural, sin entrar en detalle sobre alternativas socioeconómicas. El problema está en que parte de la carga vírica que afecta a las derechas ha alcanzado a un sector del gobierno, concretamente al que pivota alrededor de los Ministerios de Economía y Hacienda. Este contagio ha determinado que España sea, según datos de la propia Comisión Europea, el país que menos transferencias no reembolsables ha inyectado en la economía productiva. Ciertamente, los ERTES y los créditos ICO han funcionado bien, pero la persistencia del problema sanitario y económico obliga a un mayor dispendio, a fin de que el gobierno considerado el más progresista de la historia se acerque, al menos, a los niveles que han alcanzado países europeos gobernados por la derecha. El ejecutivo de Sánchez propone un fondo de 11 mil millones que se califica como de ayudas directas. La realidad, primero, es que es muy exiguo respecto del objetivo de impedir la caída de muchos autónomos y pymes. Diversas fuentes han calculado que su importe no debería bajar de los 20 mil millones. Por otra parte, unos 4 mil millones no van a fondo perdido para las empresas, sino a quitas de deuda ICO y recapitalizaciones. Como señala el propio BCE, los riesgos de quedarse cortos en las ayudas superan con creces los riesgos de excederse.
Una parte del PSOE ha entrado en pánico liberal. Huyen del gasto público como de la peste, pese al aval que para acometerlo con intensidad tienen desde las instancias europeas e internacionales. Y a pesar, sobre todo, del plus de inversión estatal que este país requiere para homologarse a los de su entorno. En este sentido, se estaría desaprovechando una ocasión histórica para cerrar la brecha en sanidad, educación, investigación, cuidados e infraestructuras que nos separa de la media de la eurozona.
Esa cicatería para tirar de chequera cuando el país está al borde del colapso tiene su correlato en la tacañería con que se está tratando a los más desfavorecidos. Cuando Roosvelt articula el New Deal en los EEUU de los Gran Depresión, no sólo libra ingentes fondos para obras públicas, sino que refuerza el poder de negociación de la clase trabajadora a través de los sindicatos, adopta medidas firmes contra los desahucios y eleva el salario mínimo. Y es que el presidente norteamericano, que no era un rojo peligroso precisamente, intuía algo de lo que en estos tiempos se habla profusamente: de esta crisis de demanda no sólo se sale gastando mucho, sino abordando la desigualdad. Sin reducirla, no hay salida sana del pozo. Pues bien, cuando desde la mayoría gubernamental se congela el salario mínimo, se paga con cuentagotas un ingreso mínimo vital que llega a muy poca gente, se esquiva la pactada limitación de los alquileres, se aplaza sine die la derogación de la reforma laboral y se buscan tortuosos caminos para rebajar las pensiones futuras, no vamos precisamente en el camino de corregir las desigualdades. Si el gobierno progresista no cumple su programa, fracasará. Aunque quizá es lo que algunos, a tenor del cambio de pareja que protagonizan estos días, buscan realmente.
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