Estados Unidos y la OTAN, derrotadas en Afganistán
Biden acaba de anunciar que, el 11 de septiembre de 2021, tras casi 20 años de ocupación, retirará sus tropas (y las de la OTAN) de Afganistán. La fecha elegida, obviamente, no es casual. Responde a la necesidad de recordar a la opinión pública los supuestos motivos por los que se entró en guerra en 2001. Llamarla «Operación Libertad Duradera», ya parecía presagiar la eternización de un conflicto que se convirtió en la guerra más larga de la historia de Estados Unidos.
La excusa para invadir Afganistán fueron, cómo no, los atentados contra las Torres Gemelas y el Pentágono. Y digo excusa, porque los planes para atacar Afganistán se prepararon varios meses antes del 11S; aunque no se pusieron en marcha porque fue difícil encontrar un pretexto lo suficientemente creíble, como para convencer a la opinión publica de asumir los costes humanos y económicos de una nueva guerra imperial.
Biden adujo que el objetivo de la ocupación era acabar con Bin Laden y que, desde que fue ejecutado hace ya como 10 años, los motivos para mantenerla no estaban tan claros. Y es que, una vez —supuestamente— eliminado el espantajo creado por los laboratorios de propaganda norteamericanos, era obvio que el argumentario usado para mantener activa una costosísima guerra se venía abajo. Si se continuó con ella hasta hoy, es justamente porque obedece a razones mucho más inconfesables y alejadas de la grandilocuencia oficial. Desde luego, nada tenía que ver con la libertad, ni la democracia, los derechos humanos, la justicia… En realidad siempre se trató, simple y llanamente, del robo de los recursos naturales ajenos, de geopolítica de los hidrocarburos y sus redes de distribución, y de batallas soterradas contra sus enemigos estratégicos en la región.
Curiosamente, Bin Laden, el agente estrella de la CIA, ni si quiera se encontraba escondido en Agfganistán, sino en la vecina Pakistán. El otro objetivo público verbalizado por Bush para lanzar la operación, era acabar con el talibán y apartarlo del poder. ¿Lo lograron? Obviamente no. El Emirato Islámico de Afganistán —como gustan de llamarse ahora—, fue desalojado del poder oficial, pero está muy lejos de estar sumido en la irrelevancia. Todo lo contrario, dominan grandes extensiones del país y son más fuertes que el propio estado construido por los invasores. De hecho no sería extraño que, en unos pocos años, gobernaran la totalidad del territorio y revivieran su Emirato.
En 20 años, Estados Unidos y la OTAN, con hasta 130.000 soldados sobre el terreno y todo el poder destructivo de los mejores ejércitos del mundo, han sido incapaces de derrotar a milicias tribales muy inferiores en número y, sobre todo, en capacidad ofensiva. Un ridículo espantoso que intentan tapar como buenamente pueden, aún contando con la inestimable ayuda de las brigadas mediáticas multinacionales.
El objetivo de instaurar la democracia en el país asiático, largamente aireado durante los inicios de la contienda, fue desechado prontamente, como reconoció el mismísimo Robert Gates —secretario de defensa de George Bush— que dijo literalmente que no tenían tiempo, ni dinero, ni paciencia para traer la democracia y la prosperidad a Afganistán.
Entonces, si estamos ante una derrota militar y política indiscutibles, ¿de qué otros logros estamos hablando? Mucho se habló también de la lucha contra el narcotráfico. Sin embargo, bajo el dominio norteamericano, el cultivo de la amapola para la producción de opio y heroína se multiplicó hasta lo indecible. De hecho, las drogas han sido la principal fuente de financiación de los señores de la guerra, del estado… y de la soldadesca invasora. Cabe decir que, durante el régimen talibán, los cultivos de adormidera habían desaparecido casi por completo. Otro éxito que atribuir a los Estados Unidos y sus aliados…
¿Y qué hay de los derechos humanos, especialmente los de las mujeres? Pues, poco ha cambiado en los últimos tiempos como para poder vanagloriarse de algo. Primero, porque el talibán domina buena parte del país y ellos siguen siendo ultraconservadores; pero también porque las costumbres tribales o la sharía están por encima de las leyes dictadas por los gobiernos, sobre todo por uno tan débil como el que se atrinchera en Kabul.
Así que, al final, el Pentágono no ha tenido mas remedio que rendirse a la evidencia y asumir la derrota, después de haberse gastado alrededor de dos billones de dólares y haber perdido casi 2.500 soldados. Hace poco más de un año, el Estados Unidos de Trump y el talibán firmaron un acuerdo en Doha por el que asumían la retirada total de las tropas de Afganistán, el intercambio de prisioneros con el gobierno —a razón de 5 milicianos por un militar o policía—, con la única contrapartida reseñable para los milicianos de cortar lazos con al Qaeda. El trato no ha podido ser más humillante para Washington, pero también para el presidente Ghani, que únicamente lo ha admitido, a regañadientes, por ser un mero títere norteamericano sin capacidad decisoria alguna. Teniendo en cuenta que actualmente el problema terrorista de Afganistán se llama Daesh más que al Qaeda, la renuncia de los talibanes a sus viajes amistades, es sólo simbólica y más parece un gesto para la opinión pública estadounidense, que una decisión con repercusiones reales sobre el territorio.
Si, además, tenemos en cuenta que la ONU considera a los talibanes como grupo terrorista, tenemos al todopoderoso hegemón mundial negociando con terroristas y, lo que es peor, rindiéndose de facto ante ellos. ¡Qué diferente del relato oficial con el que nos martillean estos días! ¿verdad?
Definitivamente, todo indica que Biden va a asumir los acuerdos de Doha, aunque haya retrasado la fecha de la retirada definitiva unos pocos meses para cerrar los flecos pendientes. Mientras, llegan reportes de la prensa corporativa que reconocen que el Pentágono está ayudando a las milicias sunitas del Emirato Islámico Afgano en su lucha contra Daesh, y actuando coordinadamente como su fuerza aérea. Es probable que deseen afianzar su relación con el talibán antes de marcharse definitivamente del país y jueguen a futuro —y en su interés— con dos barajas, tanto con las cartas oficiales, como las oficiosas. Es algo que suelen hacer muy a menudo.
Pero no nos olvidemos de que la invasión de Afganistán tuvo más que ver con las guerras energéticas contra China y Rusia, que con los «atentados» del 11 de septiembre de 2001. Por cierto, las «pruebas» que vinculan a Bin Laden con el 11S siguen siendo secretas y ni siquiera el lamebotas de Aznar pudo verlas por aquel entonces. Más aún, tampoco debemos olvidar que, tanto el talibán como al Qaeda son creaciones de Estados Unidos para luchar como mercenarios contra la Unión Soviética y que su paternidad ha sido reconocida por dirigentes de primera fila del imperio, empezando por la propia Hillary Clinton. Solo así podremos tener suficiente contexto como para analizar lo que sucede en el país de las amapolas al margen de las patrañas que cuentan los grandes medios corporativos.