El extravío de la escuela y la educación como mercancía y no como derecho
No solo las universidades se encuentran desfasadas de los grandes problemas mundiales y del ejercicio pleno del pensamiento crítico para construir posibles soluciones ante los mismos, sino que la escuela como organización orientada a procesos de socialización y de formación del individuo se encuentra invadida por una esclerosis que se explica, en buena medida, por la entronización del fundamentalismo de mercado y la ideología productivista que le es consustancial.
Carcomida por el mantra de la eficiencia económica y por la racionalidad tecnocrática, la educación no se piensa más como un derecho sino como un servicio mercantilizado a ser proveído con el fin último de que los «clientes o usuarios» se tornen funcionales a los procesos de acumulación de capital piloteados por la empresa privada y su complejo militar/industrial/digital. De ahí que más que la liberación de los ciudadanos, la escuela apueste a una supeditación del individuo y de la sociedad respecto a los designios del mercado y las estructuras de poder.
La instauración de un ideario propio de la empresa y de la cultura de negocios privados se dio a través del lenguaje y de términos como «educación por competencias», “medición de competencias”, «formación de recursos humanos», «calidad y excelencia educativa», «capital humano», «capacitación para el trabajo», «competitividad», «innovación educativa», “estímulos a la productividad”, “carrera magisterial”, entre otros, que redundan en una colonización de los imaginarios y en la imposición de la pericia técnica por encima del saber y el conocimiento orientado a la formación de ciudadanía y a responder las preguntas fundamentales que desafían a la humanidad. Es la manera sutil e imperceptible en que se fraguó la privatización de la escuela y se instalaron –entre directivos, docentes y estudiantes– dispositivos de disciplinamiento de las mentes y las conciencias.
Si el terreno de la construcción de significaciones en la escuela fue colonizado con este lenguaje empresarial, el colapso de la educación como proceso de socialización se fusiona con fenómenos como los siguientes: la incapacidad de las escuelas para formar y nutrir identidades y apegos; el distanciamiento de los aprendizajes con relación a los problemas inmediatos del educando; el desvanecimiento del compromiso del Estado respecto al disfrute pleno del derecho a la educación; el clientelismo y las nuevas prácticas corporativas que se acompañan de actos relacionados con la corrupción; la austeridad fiscal y las insuficiencias presupuestarias que castigan los ingresos de los docentes y obligan a los padres de familia a “pagar por segunda vez impuestos” a través de sistemas de cobro de cuotas; la precariedad laboral; y la misma devaluación de la profesión docente y de la pasión por el conocimiento.
Quizás la muestra más imperceptible de esta crisis estructural de la educación se sitúa en el hecho de que hoy día la escuela no se encuentra vinculada al proyecto de nación y a la vocación de cambio social que el ciudadano podía encontrar en los Estados. Vaciada de esa sustancia, la escuela se redujo a un apéndice subordinado de las estructuras de poder, riqueza y dominación. Si en algo avanzó la educación con la hegemonía del fundamentalismo de mercado fue en la despolitización y desciudadanización de las sociedades contemporáneas, al extremo de no contener la entronización del individualismo hedonista y del social-conformismo. En suma, la pérdida de fe en el Estado marchó paralela al socavamiento de la fe en la escuela como organización que abona a la transformación de la realidad social.
La mercantilización de la educación como servicio es observable hasta en las mismas escuelas públicas. De ahí la erosión de la educación como un derecho emancipador de las colectividades y el privilegio de una subcultura del consumismo que enfatiza en el cliente y en el ramplón pragmatismo y no en el ciudadano y en la complejidad de los problemas públicos. Entonces la educación es vista como una mercancía intercambiable y no como un bien público. Entonces la educación con esa orientación se erige en parte de procesos más amplios de acumulación por desposesión y del mismo colapso civilizatorio que se experimenta con la crisis de la praxis política.
Si el estudiante se hunde en una angustia y ansiedad permanentes y en un distanciamiento respecto a la escuela, es porque ésta se le torna ajena a sus necesidades y urgencias inmediatas y porque acude a ella más por obligación que por genuino interés y gusto. Invadido por una falaz meritocracia de corte cuantitativista, el estudiante es asfixiado en su creatividad, imaginación y en su curiosidad innata por descubrir y conocer. Ante los aprendizajes que el niño y el joven asimila en la calle, en los mass media, en las redes sociodigitales, o en otras organizaciones, la escuela poco puede hacer al perder influencia en el proceso de enseñanza/aprendizaje y en la formación de cultura ciudadana. De ahí que la escuela se instale en un mundo de ambigüedad y de vaciamiento de sus funciones esenciales y de sus contribuciones a la formación del compromiso cívico. Si a un niño o a un joven les resulta «aburrida» la escuela no es porque aquellos carezcan de interés por aprender, sino porque esta organización no brinda las respuestas puntuales a las vulnerabilidades y exclusiones propias de la niñez y las juventudes y porque dicha entidad se encuentra desapegada de los entornos específicos en que se desenvuelven los educandos. Las mismas estructuras autoritarias, sectarias y coercitivas de la escuela nutren estas tendencias hasta diezmar en el estudiante toda pasión y gusto por el conocimiento. No es casual que multitud de organizaciones educativas funjan más como guarderías infantiles que como dispositivos efectivos de socialización y aprendizaje creativo
Si el pensamiento crítico y la formación cívica fueron suplantados por la transmisión de habilidades y técnicas para el desempeño laboral, entonces la educación fue sustraída de su vocación para imaginar el futuro, comprender la complejidad de los problemas sociales y para construir soluciones reales y de fondo ante ellos. Además, si el humanismo y el pensamiento filosófico están ausentes del proceso de enseñanza/aprendizaje, con ello se vacío de sustancia la dimensión cualitativa y humanística de la educación. Al estudiante, desde niño, se le despoja de su historia, de su territorialidad, de sus derechos colectivos, y de su vocación innata por cuestionar su entorno. Se le torna un individuo funcional a la cultura del descarte y ávido de ejercer la competencia voraz en el mercado. Para ello es relevante perpetuar una educación segmentada o compartimentalizada, descontextualizada de todo referente histórico/geográfico/ético. En este tenor, la racionalidad empresarial con su ideología del eficientismo se extrapola acríticamente a la escuela a través de las celebradas «reformas educativas».
La privatización de un bien público como la educación no se gesta con la traslación de las escuelas a manos privadas, sino con la falta de compromiso del Estado respecto a este derecho y con la cesión de espacios a la iniciativa privada conforme se incentiva el abandono, la negligencia y la desatención en la escuela pública. Tal como ocurre en materia de servicios sanitarios con los cuales no se garantiza una cobertura oportuna y universal, en la misma educación se experimenta una privatización de facto, principalmente en las sociedades subdesarrolladas. Sin embargo, los criterios mercantilizadores se presentan de manera más acabada en la referida colonización del lenguaje y en la entronización de mecanismos carentes de pedagogía que abren la posibilidad a que los niños y jóvenes se muestren dóciles ante la sobrexplotación, el consumismo, el individualismo y la desigualdad.
Sin el retorno del pensamiento crítico al proceso de enseñanza/aprendizaje y sin el compromiso ciudadano introyectado en docentes y estudiantes, la educación y la escuela naufragarán en el mar de la intrascendencia. Supeditada la educación al mantra del mercado tenderá a socavar definitivamente sus funciones históricas y a extraviarse en el cerco de la eficiencia económica y de la desigualdad social. Voltear la mirada a las pedagogías críticas y a las condiciones y entornos específicos del niño y el joven sería solo el primer paso para reposicionar a la educación como bien público y como derecho fundamental.