Juanlu González •  Opinión •  31/01/2022

OTAN: ¿ni una pulgada hacia el este?

Ni una pulgada hacia el este. Esta era la frase mágica que pronunciaban los líderes occidentales a principios de los 90 para convencer a la Unión Soviética, liderada entonces por Mihail Gorbachov, para que permitiese la reunificación de Alemania. James Baker, secretario de estado norteamericano la pronunció hasta tres veces, una de ellas frente a su homólogo Edvard Shevernadze, en el sentido de garantizar que la OTAN jamás se ampliaría sobre las fronteras de los países que pertenecieron al Pacto de Varsovia.

Pero no sólo fue cosa de Baker. George Bush padre y varios líderes alemanes —Helmut Kohl, Hans-Dietrich Genscher— y europeos —Margaret Thatcher, Francoise Mitterrand— la utilizaron a modo de promesa, de contrapartida, para garantizar a la URSS que no habría avance militar sobre sus fronteras. Por eso podría decirse que esta promesa no escrita, pero fácilmente verificable en las hemerotecas de todos los medios importantes del mundo, vincula claramente a Estados Unidos, Europa y la OTAN. Decir que esta actual exigencia rusa es una locura, es desconocer profundamente la historia o esconder la verdad con intencionalidad política manifiesta.

Aquella era una época en la que se pretendía, de alguna manera, integrar a Rusia en Europa, tanto a nivel económico, como en materia de seguridad. Se discutía incluso que Moscú podría integrarse algún día en la OTAN. Eran los tiempos del Fin de la Historia en un mundo regido en exclusiva por Estados Unidos, del unilateralismo como sucesor del antiguo mundo bipolar que murió con la guerra fría.

El respeto que se tenía a Rusia en el pasado, pronto se convirtió en desprecio. La integración de Europa con el gigante ruso, pronto pasó a ser vista en Washington como un peligro para el reforzado imperio norteamericano. Aquella estrategia inicial, fue cambiando hacia los intentos de conquista militar de los miembros de la antigua URSS. La nueva y vieja doctrina pasaba por aislar a Rusia de Europa y rodearla de bases militares enemigas por si, algún lejano día, despertaba de su marasmo y pretendía practicar una política soberana e independiente de los centros de decisión del capitalismo mundial.

El resultado es bien palpable. Si durante los años ochenta, San Petersburgo estaba a casi 2.000 km de la OTAN, hoy solo la separan unos 150 km; si Ucrania entra finalmente en la OTAN, Moscú quedaría únicamente a 450 km de las armas estadounidenses. Eso es lo que se juega en estos momentos en la escena internacional mundial: Estados Unidos pretende mantener su dominio unipolar del mundo, frente a un orden multipolar que está surgiendo irremediablemente de la mano principalmente de China y Rusia. El resto de las cosas que hablan políticos y medios de comunicación occidentales no dejan de ser eufemismos, rodeos y circunloquios para obviar la verdadera trama del asunto: un viejo mundo agoniza y uno nuevo se dispone a nacer. Perdido ya el trono económico, EEUU sólo dispone de su inmenso ejército para retrasar lo inevitable. Y muy probablemente, en los próximos años la ventaja militar competitiva de la que dispone, la va a ir perdiendo en múltiples escenarios regionales hasta que, a medio plazo, deje de ser el hegemón mundial.

Lo cierto es que, desde aquella promesa incumplida, la OTAN prácticamente ha duplicado el número de países que la conforman y lo ha hecho a costa de los antiguos aliados de Rusia. Estados Unidos diseñó una estrategia de revoluciones de colores para cambiar el signo de los gobiernos europeos y convertirlos en satélites del imperio. Victoria Nuland, la gran artífice del plan en nombre del estado profundo norteamericano, reconoció que traer “la democracia” a Ucrania le había costado 5.000 millones de dólares, aunque confundiese en sus declaraciones la democracia con el fascismo.

Y así ha ido sucediendo con muchos de los países del Este de Europa, los ha ido conquistando poco a poco y metiéndolos en el seno de la Alianza Atlántica aún a costa de implantar en Europa gobiernos de extrema derecha muy poco respetuosos con los derechos humanos, las minorías o los inmigrantes. Peor aún, cuando sus revoluciones exportadas no funcionaban, tampoco dudó en utilizar la guerra de agresión para conquistar gobiernos independientes de la estrategia del imperio. El caso yugoslavo es el crudo ejemplo de lo que son capaces de hacer para lograr sus objetivos. La guerra ilegal —sin la aprobación de la ONU— de la OTAN contra Yugoslavia, acuñó un término que descubre a las claras la estrategia usada por las relaciones exteriores norteamericanas: “balcanizar” un país, fragmentarlo en trozos pequeños que sean más manejables, comprables, amenazables o, si llega el caso, conquistables.

Es la estrategia intentada sin éxito en Siria en Irak, Yemen… incluso la que desean aplicar en Rusia una vez conquistado todo su hinterland. Y aquí se vislumbra otro curioso paralelismo entre las revoluciones de colores y las primaveras árabes, aunque los peones mercenarios que trabajan en favor de EEUU durante los golpes de estado cambian de yihadistas a neonazis, el modus operandi y sus objetivos son exactamente los mismos.

Ya tenemos perfilado el contexto pero ¿cómo se ha desatado la actual crisis en Ucrania? En resumidas cuentas, el golpe de estado de Maidan, implementado por grupos neonazis y francotiradores entrenados por la OTAN en Bulgaria, situó a extremistas tanto en el gobierno, como en el ejército surgido de la asonada. Los habitantes de las regiones de mayoría rusa se sintieron amenazados por las medidas represivas anunciadas contra su población y decidieron desconocer la legitimidad del ordenamiento surgido de las cloacas de Washington. La tensión desembocó en una guerra civil y en la proclamación de la independencia de las provincias orientales del Donbáss: Donetsk y Lugansk.

Tras miles de muertos a sus espaldas, la mediación internacional propició un alto el fuego verificado por la OSCE, un acuerdo que incluía la retirada de las armas pesadas a ambos lados de la frontera, la creación de una franja de seguridad y, sobre todo, el respeto a la población de las repúblicas amenazadas, dotándolas de autonomía política y el respeto a su cultura, lengua, etc.

Los golpistas neonazis sabían muy bien quienes eran sus patrocinadores. En la foto, los terroristas del batallón Azov luciendo orgullosamente la bandera de la OTAN.

Pero, a pesar de su rúbrica inicial, Ucrania viene incumpliendo sistemáticamente los términos pactados en la cumbre celebrada en Minsk (Bielorrusia) en febrero de 2015. Además, desde finales de 2021, no cesa de acumular tropas en las fronteras de Donetsk y Lugansk, preparándose para una más que probable invasión. Algunas fuentes han cifrado en alrededor de 150.000 los soldados ucranianos que se han desplazado a la zona, respaldados por armas, tropas y mercenarios de Estados Unidos, Reino Unido y Canadá. Rusia ha manifestado en numerosas ocasiones que no va permitir una matanza de civiles en las repúblicas secesionistas del oriente ucraniano y que va a proteger a la población, de mayoría rusófona, rusófila y en no pocas ocasiones, poseedoras incluso de doble nacionalidad. Esa, como la incorporación a la OTAN, es la otra línea roja que Moscú no está dispuesta a que se franquee.

Y no, no se trata de respetar la voluntad soberana de los estados que deciden integrarse libremente en una organización militar. Cuando la voluntad de esos mismos países era contraria al juego de la OTAN, simplemente se los ha invadido o derrocado a sus gobiernos para cambiarla. La cuestión es que las tropas que están colocando alrededor de Rusia desde 1990 son para acabar con el equilibrio estratégico de la Guerra Fría que impedía una guerra nuclear entre ambas potencias basada en la disuasión mutua o, dicho más crudamente, en la destrucción mutua asegurada. En el acortamiento de la distancia entre misiles y objetivos puede residir el hecho que no haya posibilidad de una respuesta similar del otro lado. Por eso, estos despliegues son una amenaza existencial para Rusia y por eso no pueden permitirlo de ninguna de las maneras.

Creo que, se esté de uno u otro lado, es fácil entender lo que está sucediendo. Sin embargo, los medios de comunicación de masas occidentales, no sólo no están informando, sino que están intoxicando con propaganda de guerra muy posiblemente escrita directamente en las oficinas del Pentágono. No, no me he vuelto loco, cuando ves que desde Público a ABC, pasando por El País o El Mundo, se repite la misma sarta de sandeces, es para sospechar. Y ya el desaparecido Udo Ulfkotte nos enseñó cómo, en política internacional, las informaciones sensibles las dictan, pero con puntos y comas, desde EEUU a los principales periódicos y medios de comunicación europeos.

Es muy difícil prever qué va a suceder en el eterno conflicto entre la OTAN y Rusia, que ahora se desarrolla sobre el escenario ucraniano. En su momento, con más perspectiva, habrá tiempo de dilucidar quién ha ganado y quién ha perdido esta batalla. Pero, incluso a estas alturas del partido, ya sí que tenemos un verdadero perdedor. Y no es otro que Europa. La todopoderosa Unión Europea se convierte en ridículamente irrelevante cuando se trata de su propia seguridad o de política internacional. Está siendo patético ver cómo la depositaria de buena parte de la soberanía de los 27, la tiene a su vez cedida a los Estados Unidos y se comporta como una colonia sin capacidad de decisión alguna sobre su propio territorio o sus relaciones internacionales. Tardaremos mucho en recuperarnos de esa patética visión de inutilidad e inoperancia que la Unión Europea ha mostrado ante su ciudadanía.

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