Nos roban
Menuda la que se ha liado a raíz de la propuesta de Yolanda Díaz relativa a establecer un tope a una serie de alimentos que integren una cesta básica de la compra. La cúpula empresarial, en declaraciones muy ideologizadas, ha abierto la caja de los truenos calificando la idea de ‘soviética’ y ‘propia de Cuba y Venezuela’. Por su parte, la derecha política la ha calificado de ‘disparate’ y ‘ocurrencia’. Y el PSOE, en un primer momento, habla de ‘ilegalidad’ y ‘contraria a las normas de Bruselas’, aunque progresivamente ha ido suavizando su posición conforme quedaba de manifiesto la cálida acogida popular, sobre todo entre el electorado de izquierda y las clases trabajadoras, que el movimiento de la vicepresidenta segunda habría tenido. No obstante, se insiste en el perjuicio que supondría para el pequeño comercio.
La mayoría de los medios caminan en la misma dirección, quizá enfatizando la condición de ‘populista’ que tendría ese límite al coste de un grupo de unos 30 alimentos. Y es que estamos en un país un tanto peculiar, caracterizado por la existencia de una élites que consideran sus privilegios como sagrados e intocables y por una clase política y periodística(con las amplias excepciones a que hubiere lugar) que han hecho del servicio a aquéllas la razón última de su existencia. Nuestra burguesía gana bastante más, en sus negocios, que las del entorno. Las energéticas españolas tienen una cotización en bolsa que supera en un 50% la de sus pares europeas, reflejo de los mayores dividendos que proporcionan a sus accionistas. Al respecto, el CEO de Repsol se despachaba hace un tiempo con un artículo de prensa en el que afirmaba, sin despeinarse, que los enormes beneficios de su compañía suponían una garantía para la inversión y el empleo industrial. Seguramente no había oído a los transportistas y ganaderos, hace unos meses, quejarse de los precios del combustible como causa de su ruina. O a todos los consumidores censurar agriamente cómo la bonificación del gobierno era absorbida por la especulación de las petroleras. No, las ganancias excesivas de determinadas empresas no crean empleo: lo destruyen, no sólo porque la inflación que generan lesiona el aparato productivo de manera directa, sino también porque una parte muy sustancial de esos rendimientos desproporcionados se dedican a retribuir a sus dueños y directivos. Prueba de lo cual es que en los últimos años, los dividendos pagados por las empresas habían crecido 7 veces más que los salarios.
Y si nos vamos a las compañías eléctricas, otro tanto de lo mismo. El presidente de la asociación de empresas electrointensivas, respecto de aquéllas, aseguraba hace unas semanas que ‘no pedimos regalos, sólo que ganen un poco menos’. Retomando lo de la cesta de la compra, es un escándalo sobre el que no se actúa el hecho de que los productos agrícolas y ganaderos experimentan, en su camino desde el campo hasta el supermercado, un incremento medio del 500%. O sea, que un kilo de limones genera mucho más valor añadido en su transporte y almacenamiento que en su laborioso, largo y costoso proceso de producción. No hay quien se lo crea.
Es muy fácil deducir, a partir de los datos con los que nos desenvolvemos, que en España hay una serie de oligopolios en banca, energía y distribución que, en base a su dominio del mercado, imponen unos precios a familias y empresas que limitan la renta de quienes consumen y producen, estrechando tanto la oferta como la demanda y, por consiguiente, destruyendo empleo. Una buena parte del diferencial que, en lo tocante al paro, sostenemos con la eurozona se debe precisamente a ello.
Frente a este escenario, absolutamente insufrible, se ponen sobre la mesa una serie de soluciones. La que ha expuesto Yolanda Díaz incide sobre la necesaria reducción de los márgenes empresariales de la gran distribución, desmesurados como hemos visto. Es un camino que no ha gustado al sector que, en colusión con la derecha, proponen que baje el IVA de los productos. Esta no es solución por dos razones. Primero, porque el Estado pierde recaudación, con lo que quedan mermados sus recursos para atender los servicios públicos y, en estos momentos, las ayudas a los sectores más vulnerables. Y segundo, porque las empresas, como se ha visto en los combustibles, tienden a absorber esa reducción impositiva mediante nuevas subidas especulativas.
En lo que respecta a la energía, los expertos son muy claros: hay que cambiar el sistema marginalista de producción, de manera que la factura refleje de manera ponderada el peso de cada una de las formas energéticas que han entrado en la formación del precio de la luz. Una vez adoptado este sistema más racional, si el gas se sigue disparando(lo cual está más que garantizado mientras se mantengan las sanciones a Rusia), habría que topar su valor, de modo que la producción a pérdidas en que pudieran incurrir las empresas que manejan esta materia prima se compensara a través del presupuesto público(no de los consumidores, como ahora ocurre), acrecentado por una subida de impuestos a las rentas y patrimonios más elevados.
En todo caso, como se aprecia, la lucha contra la inflación pasa por gravar los márgenes excesivos de las grandes empresas, bien por contención(como se sugiere para la cesta de la compra), bien por vía impositiva para subvencionar los precios topados. Es el único modo de que la inflación no devenga recesión y de que lo que viene no lo paguemos los de siempre.
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