El perro de Gaza
Nunca he comulgado con las historias minimalistas de buenos y malos, donde los primeros despliegan su papel de ángeles melosos y a los segundos se les reserva el de villanos sanguinarios. Supongo que, al menos en el caso de los humanos, las cosas vienen a ser bastante más complejas de lo que ofrece un guion como el descrito. A poco que se observe con ojos críticos, la vida cotidiana nos ofrece ejemplos diáfanos de lo que digo, y creo sin atisbo de duda que uno de los más claros lo estamos viendo día tras día como quien dice live, cuando el ejército israelí toma la decisión de atacar las poblaciones de la Franja de Gaza. El mundo comprueba indignado cómo la población civil sufre la ira de su poderoso vecino, cuyas víctimas imputables acaso acaben siendo como en anteriores ocasiones, en un ratio tan exacto como grosero: uno a cien.
Asumiendo la trágica desproporción de la [comprensible] respuesta al ataque primario perpetrado durante aquel sábado infernal ―y aquí comienza de súbito mi incorrección política―, soy de los que prefieren evaluar las cosas desde una perspectiva más general, retroceder unos pasos, un par de kilómetros si es menester, alejarse del cuajarón y de la víscera hasta alcanzar a ver el panorama desde una óptica holística.
No me consta que los palestinos, en su condición de tales, sean un ápice mejores que los israelíes. La fatalidad (y seguro que unos cuantos factores más, por supuesto) les ha llevado a representar el papel de parias en esta historia, pero no manejo yo elemento sustancial alguno que me haga pensar en que el ahora sometido se comportara de manera muy diferente con todo a su favor, en una suerte de «intercambio experimental de papeles». Por lo que al proceloso apartado de la condición humana concierne, hay pocas cosas nuevas bajo el sol. Es ciertamente raro el caso del que, siendo primero víctima, no se convierte en verdugo a la que se le presenta la ocasión. La lista de ejemplos se hace interminable y repugna hasta el vómito. Los judíos, perseguidos por las más variopintas razones a lo largo de su milenaria historia como Pueblo, se erigen ahora en perseguidores, desarrollando su trabajo con tal contundencia y meticulosidad que han merecido el calificativo de nazis por parte de no pocos analistas políticos, de niñatos militantes occidentales hiperventilados, e incluso por el sector más ortodoxo de su propia comunidad religiosa, piedra angular esta de su identidad comunitaria. Por su parte, los dirigentes mesiánicos de Hamas prometen el cielo para quien se calce un chaleco de explosivos y active el detonador dentro de un centro comercial en hora punta, o reviente un autobús escolar (“Lo más práctico con los judíos es matarlos siendo niños”).
Escuché a alguien una reflexión demoledora, según la cual el conflicto árabe-israelí comenzaría a vislumbrar una salida cuando el grado de amor de los palestinos hacia los suyos superara al odio que sienten hacia el enemigo. Yo no lo sé, ni sé si tal hipótesis es merecedora hasta de una cierta comprensión. De lo que no tengo duda es de que un pueblo que asume y ejecuta el degüello de miles de inocentes como una celebración ―no me refiero ya a lo del siete de octubre― tiene muy atenuada su autoridad moral para condenar los bombardeos, e idéntica reflexión me asalta para con los israelíes que ven amenazada su seguridad cuando un militante yihadista se inmola en el metro ligero de Tel Aviv, teniendo en cuenta que la religión judía preceptúa el estado de consciencia de los animales sacrificados para alimento. El holocausto se vive cada día tanto en Haifa como en Ramala, y los responsables son los ciudadanos israelíes, los palestinos, con sus respectivas clases políticas al frente. Unos y otros aceptan el dolor y la muerte masiva de inocentes para invocar a renglón seguido justicia a la que oyen sobrevolar los aviones sobre sus casas, o a la atisban un tipo sospechoso subiendo al tranvía.
Las imágenes captadas por los aguerridos reporteros que se recreaban en los escombros de Gaza City apenas se detuvieron unos segundos en la cabeza de un perro muerto entre los cascotes. Peluche por un momento, se veía su carita dulce, cubierta de polvo por el derrumbe del edificio. Con toda probabilidad se trataba de un perro abandonado a su suerte, o quizá fuera uno de esos desdichados a los que se amarra de cachorro y se le condena a una vida de sufrimiento perpetuo. Para mí, la imagen del perro de Gaza encierra todo lo que de perverso hay en el ser humano, palestino o israelí, americano o vietnamita, católico o protestante, qué más dará. El perro de Gaza, apenas un elemento de atrezzo en el reportaje del informativo, era tan inocente como pudieran serlo los niños aterrorizados que protagonizan las portadas de los periódicos, quién sabe si los mismos que se olvidaron de él cuando acabaron por aburrirse de sus juegos.
Leía hace no demasiado que uno de los primeros objetivos militares del ejército israelí en uno de los pasados episodios bélicos fue el zoológico de la capital, a cuyos inquilinos forzados mataron en su mayoría para evitar al parecer que la gente recurriera a ellos como alimento llegado el caso. Si el concepto de inocencia puede adquirir en determinados momentos diferentes niveles, sin duda la merecen en su grado máximo los leones y camellos allí encerrados primero por unos, bombardeados por otros después. También los monos y las llamas que compartían ―convenientemente anestesiados― el siniestro viaje desde Egipto por los túneles de Rafah junto con sacos de maíz y palés de armas para una resistencia seguro que en cierto grado justa, pero seguro también que criminal. Es así como surtían los palestinos de reclusos al zoológico local, y es más que probable que volvieran a hacerlo apenas superada la pesadilla.
Los bombardeos acabaron, la gente volvió a sus casas, o a lo que quedó de ellas en muchos casos. Las levantaron de nuevo, rehicieron sus maltrechas vidas, lloraron a sus muertos, algunos apenas bebés, nacieron otros que quizá ataron perros condenándolos (¿qué delito cometieron?) al confinamiento de dos metros de cadena, niños que chapotearon alegres sobre la sangre de los corderos recién degollados, aún vivos, jovencitos que visitaron de la mano de sus progenitores en una mañana luminosa de domingo el nuevo zoo, mejor incluso que el anterior (quién sabe si tal vez se destine a ello parte de la ayuda humanitaria que reciben desde Occidente).
Al otro lado del muro los operarios del matadero, imbuidos en pulcras casacas blancas, preparan los cuchillos para asegurarse un corte limpio en la garganta de los terneros huérfanos, de tal suerte que los rabinos acepten la comida como verdaderamente kosher.
El perro de Gaza tiene ya los ojos comidos por las moscas. La vida continúa…
Kepa Tamames.
ATEA (Asociación para un Trato Ético con los Animales).