Fernando Dorado •  Opinión •  07/06/2024

¿Para qué aprobar leyes si no somos capaces de hacerlas cumplir?

Poder y proceso constituyente, y Asamblea Nacional Constituyente.

Cali, 6 de junio de 2024.

Después de diversas intervenciones públicas en las que el presidente Petro ha planteado la necesidad de reformar el Estado colombiano para superar el bloqueo y el saboteo institucional a sus reformas, hemos llegado al momento y a la necesidad de clarificar una serie de conceptos y categorías políticas y jurídicas que hacen parte del debate actual (“poder constituyente”, “proceso constituyente”, Asamblea Nacional Constituyente ANC).

Se hace necesario ese ejercicio por cuanto ‒en verdad‒ el primer mandatario ha utilizado esos términos, incluyendo lo del “poder constituyente” en forma indiscriminada y algo desordenada, y además, sus contradictores y los medios de comunicación “prepagos”, se han encargado de “enredar el asunto” para centrarse sólo en el asunto jurídico y procedimental de una posible convocatoria a una Asamblea Nacional Constituyente ANC.

Para contribuir con la tarea de clarificar ese tema, es pertinente y útil referirnos ‒breve y puntualmente‒a los procesos constituyentes que se han realizado en nuestro país (Colombia) y en los países vecinos como Venezuela, Ecuador, Bolivia y Chile, a fin, no sólo de entender los términos, conceptos y categorías, sino para elaborar lecciones importantes que esos procesos constituyentes nos han dejado a lo largo de las últimas tres (3) décadas.

Para llegar al momento de convocar una ANC es necesario recorrer un camino anterior. A ese recorrido se le puede llamar “proceso”. Es importante entender, antes que todo, que existen diversos “procesos constituyentes” que se corresponden con la historia de los países, con la naturaleza de las diferentes clases y sectores sociales que impulsan cambios constitucionales, y, sobre todo, con la correlación real entre las fuerzas sociales y políticas enfrentadas.

El proceso constituyente colombiano de 1991

En el caso de Colombia en 1991, el “proceso constituyente” venía en desarrollo desde hacía varias décadas. Por un lado, las luchas por la tierra de campesinos e indígenas que tomaron fuerza entre los años 60s y 70s del siglo XX, y que, de alguna manera tuvieron continuidad con las movilizaciones locales de los años 80s que se centraban en servicios públicos pero exigían, en el fondo, la democratización y descentralización política, administrativa y fiscal.    

Por otro lado, en paralelo con el desarrollo de esas luchas estaba presente la lucha insurgente de las diversas guerrillas y movimientos armados que surgieron durante ese período, que aspiraban canalizar el esfuerzo e interés de los movimientos sociales para realizar una revolución social similar a la cubana (o a la rusa, china, etc.), y que, aunque no tenían en la mira una ANC, con su accionar político-militar hacían parte de ese “proceso constituyente” (que de alguna manera asumía una forma “destituyente”).

Además, estaban los sectores más avanzados y lúcidos de las clases dominantes, que cómo los primos Lleras (Alberto y Carlos) y otros políticos en los años 60s, habían intentado reformas parciales en diversos temas para canalizar esas luchas sociales hacia la llamada “institucionalidad democrática” u otros, como Alfonso López Michelsen, que desde su gobierno (1974-78) ya había propuesto una “pequeña constituyente” para impulsar políticas neoliberales que estaban en construcción y desarrollo en el mundo occidental y capitalista[1].

De igual forma, dentro de ese “proceso constituyente” anterior a 1991, se puede ubicar el Acto Legislativo 1 de 1986 que aprobó la elección popular de alcaldes y se inició un tímido proceso de descentralización política, administrativa y fiscal (Decreto 77 de 1987), que como se demostró posteriormente, requería de cambios estructurales en el funcionamiento del Estado, que fue lo que se hizo a partir de 1991 pero no con visión democrática sino neoliberal.

Es decir, el “proceso constituyente” estaba en desarrollo en Colombia pero el “pueblo” y los sectores más avanzados de ese pueblo, no eran conscientes de su propio “poder constituyente”, mientras que la oligarquía necesitaba con cierta urgencia implementar los cambios estructurales que habían sido aprobados en el “Consenso de Washington”, para impulsar la “apertura económica” y la modernización del Estado con todo su paquete neoliberal.

Así, el “poder constituyente” fue manipulado desde las clases dominantes para convocar la ANC, canalizar el espíritu de cambio que había surgido con la desmovilización del M19 en 1990, aprobar una Constitución Política “garantista” con el espíritu de un “Estado social de Derecho”, reconocer numerosos derechos fundamentales, pero, a la vez, implementar todas las transformaciones neoliberales que venían construyendo en Chile bajo el poder de Pinochet.

Claro, la apuesta de los principales dirigentes del M19 era interesante y viable. Se trataba de aprovechar el “proceso constituyente” protagonizado por el pueblo colombiano durante varias décadas para incrustarse en las instituciones estatales y, desde allí, continuar acumulando fuerza popular para poder conseguir los cambios estructurales que los trabajadores y las comunidades rurales venían trabajando e impulsando desde los años 50s y 60s. Sin embargo, eso no sucedió.

Por una parte, el grueso de las más importantes fuerzas insurgentes (Farc, Eln) no hicieron parte de esa iniciativa. Algunos grupos pequeños (PRT, MAQL, CRS[2]) se desmovilizaron y participaron en la ANC, pero el conflicto armado era usado por la oligarquía para chantajear a las fuerzas democráticas con la amenaza del golpe militar. La derecha extremista y súper-conservadora estaba alterada y a la defensiva, y al igual que con el “proceso de paz” de Santos, planteaban que se le estaba entregando el país a las guerrillas.

Y, por otra parte, se presentaron graves errores puntuales por parte de la dirigencia del M19. Antonio Navarro se dejó presionar por López Michelsen para aceptar que los Constituyentes no podrían ser elegidos en forma inmediata como parlamentarios, lo que le quitó fuerza electoral a la bancada “progresista” de la época. Pero, lo más grave fue la participación del M19 en el gobierno neoliberal de Gaviria, dado que a la sombra de esa “cooperación” se legitimaron las normas y leyes privatizadoras de los servicios públicos, entre ellas, la Ley 100/93 de salud.

¿Qué pasó? Que en vez de fortalecer el “poder constituyente”, se lo debilitó. La ilusión legalista de creer que la “fuerza de la ley” (Constitución) por sí misma cambiaba la realidad, le sirvió a la oligarquía para acabar con lo que quedaba de burguesía industrial, aplastar a los trabajadores tanto privados como oficiales, apoderarse de la riqueza nacional creada por los caficultores (Avianca, Flota Grancolombiana, Banco Cafetero, etc.), y apropiarse, con los bancos y dineros canalizados del narcotráfico, de todos los sectores estratégicos de la economía colombiana.

Luego del gobierno de César Gaviria (1990-94), las fuerzas democráticas intentaron recuperarse con el “liberal progresista” Ernesto Samper (1994-98). Sin embargo, el gran capital financiero y las mafias estaban a la ofensiva, montaron el “proceso 8.000” (lo mismo que ahora intentan hacer con Petro) y siguieron de largo con Andrés Pastrana (1998-2002) quien con el Plan Colombia le preparó el camino a Álvaro Uribe (2002-10). El “proceso constituyente” que tenía un carácter democrático-popular, 10 años después fue sellado y lacrado con paramilitarismo y muerte.

Conclusión parcial: El “proceso constituyente” es el camino recorrido por sectores de la sociedad para acumular poder constituyente; el “poder constituyente” es la fuerza transformadora de esos sectores sociales pero si no cuentan con organización y conciencia política puede ser manipulada y desviada hacia objetivos diferentes a los propuestos; y la Asamblea Nacional Constituyente, el referendo, la consulta, el plebiscito, etc., son instrumentos o medios jurídicos que se pueden utilizar para cambiar o modificar la Constitución Política.

Breve repaso a los procesos constituyentes en Venezuela, Ecuador, Bolivia y Chile

Los “procesos constituyentes” de Venezuela, Ecuador y Bolivia fueron muy diferentes al de Colombia. Fueron “gobiernos populares” los que convocaron las Asambleas Constituyentes, obtuvieron amplias mayorías electorales y cambiaron las Constituciones políticas de esos países. En el caso de Venezuela se acumuló fuerza popular durante la década de los años 90s luego del “Caracazo” de 1989; dicha fuerza fue canalizada políticamente por el comandante Hugo Rafael Chávez para llegar a la presidencia y así convocar desde el gobierno la ANC en 1999.

En Ecuador, los movimientos populares y los alzamientos indígenas derrocaron consecutivamente a tres (3) gobiernos en ese mismo período. Luego aparece Rafael Correa para realizar un ejercicio similar al de Venezuela, en donde el gobierno convoca la ANC. Y lo mismo ocurrió en Bolivia, después de que el pueblo boliviano en grandes y poderosas movilizaciones (“la guerra del agua”, 2000) derrocara al presidente neoliberal Gonzalo Sánchez de Lozada. En ese proceso surge Evo Morales para emular en su país lo realizado por Chávez y Correa.

No obstante, a pesar de los importantes cambios que se aprobaron en esas Constituciones (el Sumak Kawsay o Buen Vivir) que favorecían a los trabajadores, a los campesinos y a los pueblos indígenas, tales cambios no han sido garantía para darle continuidad a esos procesos de cambio. El gran capital (“nacional” y transnacional) sigue determinando la economía en esas naciones y los “procesos constituyentes” en cierto sentido han sido abortados. El “camino al socialismo” quedó aplazado y los vientos de cambio ya no soplan con la intensidad de esos tiempos. ¡Algo ocurrió!  

El caso de Chile es muy diferente a los anteriores y tiene similitudes con la actualidad colombiana. Se produce el “estallido social” de 2019 que pone en jaque al gobierno de Sebastián Piñera. Se desencadena un “proceso constituyente” concertado “por arriba” por los partidos políticos tradicionales y una fracción de las fuerzas socio-políticas emergentes. Las fuerzas que podríamos denominar “progresistas” logran elegir a Gabriel Boric como presidente y con base en una lectura equivocada del “estallido social”, que en la parte final había sido empujado hacia prácticas violentas por la política represiva y criminal del gobierno y había perdido apoyo social y político, cometen varios errores que los conducen a la derrota.

Esa lectura “triunfalista” lleva a esas fuerzas a diseñar una propuesta de cambios constitucionales basada en temas de identidad étnica y cultural (autonomía indígena, dinámicas de género y juventudes, reforma de la policía o “carabineros”, y otras) que no fue respaldada por la mayoría de la población en las elecciones correspondientes. Las derechas extremas también sobredimensionan ese triunfo y se lanzan a imponer sus propuestas “pinochetistas” en una nueva jornada constituyente que igualmente pierden. Como resultado la sociedad chilena está dividida y polarizada, y el gobierno de Boric no logra retomar la iniciativa política ni aprobar sus principales iniciativas reformistas. La derecha extrema gana fuerza.     

La coyuntura actual en Colombia

En Colombia ocurrió un “estallido social” que se inició en octubre de 2019 y su momento de mayor desarrollo y fuerza social ocurrió en mayo y junio de 2021. Esa dinámica social puso en aprietos al gobierno de Duque y debilitó el liderazgo de Uribe, pero no pudo ser canalizado con suficiencia por las fuerzas progresistas para lograr un triunfo electoral contundente en 2022. Gustavo Petro accede a la presidencia con una ventaja de 3,2% frente a su rival de turno y su alianza política que aglutinó diversos partidos y grupos no consiguió mayorías en el Congreso.

Para salvar esa situación y contar con mayorías en el Legislativo (Senado y Cámara de Representantes) y aprobar las “reformas sociales” (salud, laboral, pensional y otras) que había propuesto en campaña, el presidente Petro diseñó e impulsó una serie de alianzas con políticos tradicionales que, en un principio, le aprobaron una reforma tributaria progresista y el Plan Nacional de Desarrollo que recoge los programas y proyectos que el gobierno aspiraba ejecutar en los cuatro (4) años de su gestión político-administrativa.

Sin embargo, los cálculos del gobierno no se han concretado en la práctica. A medida que se conoció el contenido de las reformas legislativas, la oligarquía financiera (dueña de los bancos y sectores económicos estratégicos) impulsó una política de bloqueo y saboteo al gobierno, usando a la Fiscalía, Procuraduría, sectores de las Cortes Judiciales y medios de comunicación y, obligó ‒paulatina y estratégicamente‒ a sus políticos de confianza a modificar su actitud. No sólo han bloqueado las iniciativas legislativas, sino que importantes acciones administrativas (decretos, resoluciones) han sido reprobadas por la Corte Constitucional o el Consejo de Estado.

Esa situación ha impedido que el gobierno pueda presentar resultados importantes ante la sociedad colombiana. No se puede desconocer que en algunas áreas de la administración pública se han realizado acciones de beneficio dirigidas a territorios y sectores sociales marginados y vulnerables, pero, la percepción general es relativamente negativa. La ejecución presupuestal ha sido lenta, y se han mantenido dentro de la estructura del Estado a sectores políticos que representan el pasado de corrupción y politiquería. Además, algunos escándalos ocurridos en el entorno presidencial (su hijo Nicolás, su amigo Benedetti, otros) han sido explotados por sus enemigos y contradictores con la ayuda permanente y sistemática de los medios de comunicación “prepagos”.

Todo ese acumulado de bloqueo y saboteo institucional y mediático ha exasperado al presidente Petro y lo ha llevado a plantear lo que ha denominado “proceso constituyente” para poder superar ese estado de cosas que limita y desgasta su ejercicio de gobierno. Pero además, lo presiona el hecho de que desde el Consejo Nacional Electoral y otras instancias judiciales, se están llevando a cabo investigaciones sobre supuestas irregularidades que comprometen su campaña electoral (dineros de dudosa procedencia y posible superación de los topes electorales), que indudablemente tienen un sesgo de “guerra jurídica” (lawfare) que pone en guardia al presidente Petro y lo lleva a denunciar lo que sería un “golpe blando”.

Igualmente, existen otros frentes menos visibles en donde la presión del gran capital se hace sentir. La Corte Constitucional desaprobó los impuestos a empresas petroleras y mineras que hacían parte de la reforma tributaria, situación que ha golpeado fuertemente las finanzas del Estado. Y, por otro lado, cada vez que el gobierno toma una iniciativa reformista que afecta los intereses de la oligarquía financiera, la reacción de los inversionistas (grandes capitalistas) se hace sentir de inmediato. La decisión de los dueños de algunas EPS como Sura y Salud Bolívar de “salirse del negocio de la salud” pareciera estar en la dinámica de una “guerra económica” y de tratar de generar pánico entre los usuarios del sistema de salud y en el ámbito económico.

Esa es la tensión política que se vive en el país y en ese marco el presidente Petro y su gobierno intentan ampliar y fortalecer su base social y política con la propuesta “constituyente”. Incluso, en las últimas semanas el presidente Petro y algunos de sus asesores han recurrido a argumentos jurídicos relacionados con el Acuerdo de Paz entre el Estado y las Farc-Ep en 2016, para justificar la posibilidad legal de convocar una ANC sin pasar por el filtro y la aprobación del Congreso, dejándose llevar a un terreno “fangoso y engorroso” que para nada contribuye en la tarea de fortalecer el “poder constituyente” del pueblo colombiano.

El problema de fondo

Aunque estamos de acuerdo que se hace necesario impulsar un “verdadero proceso constituyente”, ojalá de nuevo tipo, tanto “desde arriba” (gobierno y partidos políticos) como “desde abajo” (movimientos y organizaciones sociales), no observamos condiciones reales entre el pueblo colombiano para que en el corto plazo se apoye en forma contundente un cambio o reforma constitucional, ya sea a través de caminos institucionales o extrainstitucionales.

Además, hace falta un debate serio y profundo al interior de las fuerzas progresistas y de izquierda sobre dichos ejercicios “democráticos” que como podemos comprobar con nuestra propia experiencia y la de los pueblos vecinos, no son garantía de un proceso de cambio sostenido y permanente que involucre y comprometa de verdad a la población (pueblos y comunidades), y que signifique un efectivo proceso de transformación de nuestras sociedades.

Desde los inicios del gobierno de Petro hemos planteado que existen otras formas de fortalecer y ampliar la base social del “proceso de cambio”, con medidas más prácticas y oportunas, diferentes a centrar la iniciativa en las reformas legislativas, y que para hacerlo sólo se necesita darle un enfoque diferente a las alianzas políticas, romper con las prácticas del “compromiso y la componenda” (dixit Gómez Hurtado), y generar la participación de la sociedad en la ejecución de programas y proyectos gubernamentales a todo nivel.

Así mismo, se hace necesario revisar, debatir y corregir la estrategia en cuanto a las prioridades sociales y económicas del gobierno progresista. En todos los “procesos de cambio” de América Latina se ha hecho evidente que las políticas asistencialistas y paternalistas (que son herencia de las políticas del Banco Mundial) basadas en “subsidios improductivos” o “transferencias monetarias condicionadas” para beneficiar a los sectores más marginados de la sociedad, por un lado, no son sostenibles económica y fiscalmente, y por el otro, tampoco son eficaces para fortalecer las dinámicas políticas transformadoras. “La gente recibe, pero no reconoce” decía torpemente el expresidente Correa, justificando la falsa teoría del “síndrome de Doña Florinda”.

Pero lo que es evidente es que dichas políticas asistencialistas no permiten que el gobierno rompa el cerco “ideológico” que se ha construido históricamente con los pequeños y medianos productores y empresarios (rurales y urbanos) que rechazan ese tipo de subsidios improductivos. Y, lo más grave, es que los cambios sociodemográficos que han ocurrido en las últimas décadas en nuestras sociedades nos indican que el grueso de la juventud que logra títulos técnicos, tecnológicos y universitarios (“precariado profesional”) entra a hacer parte ‒en su gran mayoría‒ de esos sectores sociales que las izquierdas denominan peyorativamente como “clases medias”, y, que por consiguiente, se las dejan servidas a las “nuevas derechas libertarias y anti-sistémicas” que están en auge en el mundo (Trump, Bolsonaro, Milei, etc.).

Es más, Gustavo Petro, durante sus debates realizados en años anteriores con otros sectores de la izquierda y de la dirigencia sindical, había planteado muchas de estas situaciones e ideas, y había mostrado bastantes distancias frente a los caminos tradicionales que habían asumido los gobiernos de izquierda de Latinoamérica. No obstante, tal vez por necesidades políticas inmediatas parece haber olvidado una serie de planteamientos que mostraban que estaba dispuesto a romper con los caminos trillados y poco eficaces desarrollados por los gobiernos de izquierda y “socialistas” de países vecinos.

Por todo lo anterior se hace necesario abrir el debate y repensar las estrategias. Ya sabemos que de nada vale aprobar leyes, por muy bonitas que sean, si no tenemos la suficiente fuerza para hacerlas cumplir. Y dentro de ese debate es necesario ser absolutamente conscientes de que, en este instante, la oligarquía financiera le está haciendo saber a Petro que ella es la que manda. Que no está interesada en “tumbarlo” pero que todos los días “le mide el aceite” y tratan de “moderarlo”. No le juegan al “golpismo uribista” porque ellos (Santos) acaban de apoyar un “proceso de paz” a su medida y gusto, y saben que si actúan como el exprocurador Ordoñez en 2014, lo que harían sería “crecer” a Petro y generar un conflicto mayor. Le apuntan al desgaste lento y ponderado, y aspiran a que en 2026 el pueblo colombiano elija a alguien de “centro” que defienda y le dé continuidad a su falsa y manipulada democracia.

En eso estamos y eso es lo que hay que enfrentar. Sin ilusiones legalistas y sin afanes infantiles.

E-mail: luisdoradog55@gmail.com


[1] Es importante recordar en este momento que Alfonso López Michelsen fue el primer gobernante de América Latina en abolir los subsidios al transporte público que fue uno de los motivos del Paro Cívico Nacional de 1977. Esa medida era un mandato del “Consenso de Washington” que ordenaba básicamente lo siguiente: 1. Disciplina fiscal de los Estados y gobiernos; 2. Reducción del gasto público; 3. Ampliación de la base tributaria; 4. Tasas de interés determinadas por el mercado; 5. Tipos de cambio competitivos; 6. Liberalización del comercio; 7. Suspender barreras a la inversión extranjera directa; 8. Privatización de las empresas estatales; 9. Desregulación estatal a todo nivel, especialmente de las relaciones laborales; 10. Garantizar la seguridad jurídica para los derechos de propiedad. (Nota del Autor).

[2] PRT: El Partido Revolucionario de Trabajadores de Colombia fue un partido político y guerrilla de Colombia, fundada en 1982. Surgió de la facción Marxista-Leninista-Maoísta, un grupo que se había desgajado del Partido Comunista de Colombia (Marxista-leninista) a mediados de la década de 1975. MAQL: El Movimiento Armado Quintín Lame fue una guerrilla indígena colombiana activa desde 1984 hasta su desmovilización en 1991. Fue la primera de este tipo en América Latina. CRS: La Corriente de Renovación Socialista (CRS) fue un movimiento político surgido en Colombia a través de una escisión dentro del ELN. Este grupo disidente del ELN que deseaba abandonar la lucha armada, y participar en la vida política de ese país.


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