Luciano Canfora •  Opinión •  01/10/2024

El comunista sin partido

Historiador de la Antigüedad reconvertido pronto en historiador de la infeliz República, Rosenberg sería en los años de Weimar, y en palabras de Victor Serge, el «intelectual de gran calado» del comunismo alemán. El hilo conductor de la opción de Rosenberg es su reflexión sobre la historia del mundo antiguo. Es la democracia antigua la que le revela los engaños de la del Occidente moderno, y ni siquiera la tormenta del estalinismo hará añicos en él esta certidumbre.    

I

Rosenberg, uno y dos

El público italiano conoció a Arthur Rosenberg (Berlín, 1889 – Nueva York, 1943) en 1933, cuando la editorial Sansoni, bajo la dirección cultural de Giovanni Gentile [filósofo principal del fascismo, colaborador de Mussolini y ministro de Educacion] publicó con gran celeridad la Storia del Bolscevismo, da Marx ai nostri giorni (Historia del bolchevismo, de Marx a nuestros días), que el historiador berlinés había publicado justo el año anterior en la editorial Rowohlt. “Nos pareció”, escribía el editor en un breve Prólogo, “que una traducción al italiano debiera serle útil a nuestro público, sobre todo a los interesados en ver la luz en un movimiento político en las antípodas del fascismo, y presentado a menudo junto a éste como una de las únicas palabras nuevas manifestadas por la guerra en la crisis universal de todos los valores políticos y morales”. Fue Delio Cantimori -que le había dedicado nada menos que dos reseñas a Storia del Bolscevismo, una en Leonardo, la otra en La Nuova Italia, ambas en 1933- quien llamó la atención sobre tan notable libro: cuando aún estaba por llegar el emparejamiento con la Alemania nazi, y la ambición de representar del mejor modo posible lo que era o quería ser el bolchevismo en un mundo más atrasado y bárbaro flotaba en una parte al menos de la cultura y la política fascistas. La Historia del bolchevismo -que en Alemania acababa de servir de pretexto para la persecución nazi del autor- aparecía, en cambio, por lo tanto, a los ojos de algunos de los artífices de la política cultural del fascismo, como una lectura recomendable: precisamente por ser crítica, pero no difamatoria, del fenómeno bolchevique, y pretendía en todo caso mostrar la transformación del bolchevismo, convertido ahora en una forma sui generis de nacionalismo.

En los años posteriores a la II Guerra Mundial, fue la cultura socialista-revisionista la que recurrió nuevamente a Rosenberg y promovió otras traducciones. Así aparecieron en Roma la Storia della Repubblica Tedesca [Historia de la República alemana] (Ediciones Leonardo) en 1945 y Origini della Repubblica Tedesca [Orígenes de la República alemana] en 1947, ambas con prólogo de Wolf Giusti. Estas traducciones tenían también un objetivo de «actualidad»: acabada la «unidad antifascista», o en todo caso cuando entraba ya en crisis, no estaba de más volver a poner en circulación libros que también atribuían al «sectarismo» comunista su parte no pequeña de responsabilidad en el ascenso de Hitler.

Cuando, en años más recientes, el movimiento comunista inició un replanteamiento crítico de su relación con la tradición socialdemócrata europea, especialmente la alemana, una vez más -por iniciativa de Ernesto Ragionieri- se reeditaron los tres ensayos de Rosenberg en traducciones algo renovadas (Sansoni, Florencia 1968-1971). Y finalmente en 1971 apareció, editado por Gian Enrico Rusconi, el último y más «revisionista» de los libros de Rosenberg, Democrazia e Socialismo [Democracia y socialismo], publicado en su momento (1938) en Ámsterdam, y al año siguiente en Nueva York, el más abierto a las novedades que surgieron, en la ciudadela del capitalismo, con el «New Deal» rooseveltiano. De este modo, Rosenberg, el ex comunista utilizado en varias ocasiones y desde diversos ámbitos con un propósito hostil al movimiento comunista, y por ello duramente censurado por éste (baste pensar en los raros y duros juicios sobre él en la historiografía germano-oriental de principios de los años 60) volvía a formar parte, de algún modo, de la tradición comunista. Mientras tanto, en Alemania, la renovación del socialismo a mediados de la década de 1960 había devuelto a Rosenberg a la atención de una generación en gran medida ignorante del pasado reciente.

Sin embargo, que el autor de las famosas historias de Weimar y del bolchevismo fuera también el autor de la extensa y exigente entrada Res Publica (pero también RexImperator, Romulus y otras) para la enciclopedia suprema de las antigüedades clásicas, la Realencyclopädie der classischen Altertumswissenschaft, es decir, del manual sistemático Introducción y metodología de las fuentes para la historia romana, era algo que había quedado en la obscuridad. Análogamente, los estudiosos del mundo antiguo no parecen haberse dado cuenta de que el historiador de Weimar era también «su» Rosenberg. Además, después de 1921, la producción clasicista de Rosenberg cesó prácticamente, aparte de un ensayo sobre la Política de Aristóteles que vio la luz en el verano de 1933, cuando Rosenberg se encontraba ya exiliado en Zúrich: y en los diez años de exilio colaboró en revistas en su mayoría desconocidas para el clasicista profesional, como la Zeitschrift für Sozialforschung de los frankfurtianos transplantados a Norteamérica. Aquí intervino generalmente como reseñista de publicaciones sobre historia contemporánea o metodología de la Historia. Sólo en un caso, en la recensión del volumen colectivo sobre el conflicto entre la Iglesia y el Estado desde la Antigüedad tardía hasta la lucha de las investiduras (Geistige Grundlagen römischer Kirchenpolitik, 1937), abordaba un tema importante de la historia romana y bizantina, pero esencialmente para denunciar la degeneración racista de los estudios alemanes de Historia antigua, sobre la que ya se había detenido en un transparente artículo de 1938, destinado al volumen sobre la emigración alemana Freie Wissenschaft, con el desafiante título de La tarea del historiador alemán en la emigración.

II

El prometedor clasicista

Rosenberg empezó como clasicista: alumno predilecto del mayor historiador de la Antigüedad de la Alemania guillermina y posteriormente weimariana, Eduard Meyer (1855-1930), uno de los maestros de la Universidad de Berlín, a quien incluso estudiosos que más tarde tomaron caminos propios e independientes, como el filósofo Otto Neurath, debieron su iniciación científica. El joven Rosenberg, sin embargo, sintió también la influencia de Otto Hirschfeld, que continuó la enseñanza de Mommsen en Berlín, y bajo la dirección de Hirschfeld escribió su disertación (Investigaciones sobre el ordenamiento institucional de las centurias, 1911). Tres años más tarde llegó la tesis de habilitación, sobre El Estado de los antiguos itálicos, que despertó grandes expectativas por la novedad de la tesis central (la analogía substancial de las estructuras estatales entre los mundos romano e itálico) y el entusiasmo de filólogos sensibles a los problemas históricos, como Pasquali en Italia. (Pasquali -que debió de conocer a Rosenberg en Berlín en los años anteriores a la guerra, y que tal vez recibió de él, en la inmediata postguerra, la sugerencia del más extravagante de sus libros, Socialistas alemanes– anunció en 1924, en el prefacio a La ciudad antigua, de Fustel de Coulanges, que Rosenberg tenía pendiente otro estudio comparativo sobre las instituciones romanas y etruscas, que sin embargo nunca vio la luz).

Ya en 1911-1914, Rosenberg tuvo su primera experiencia política y periodística en el Frankfurter Zeitung, y se comprometió con la divulgación cultural en la redacción de la Historia Universal de la editorial Ullstein. De la misma época datan las citadas entradas para la Realencyclopädie.

En vano, como se ha hecho a veces -Ragionieri en Italia, Haupt en Francia, Schachenmayer en Alemania- se buscará ya en el Rosenberg de estos años los incunables de una educación marxista o influida por el marxismo. Este malentendido proviene del interés típicamente meyeriano que Rosenberg muestra, desde sus primeros escritos, por los hechos sociales en el estudio de la Historia antigua. El giro hacia el marxismo se producirá algo más tarde, al término de la experiencia decisiva, que ahora comentaremos, de la guerra mundial. Por el momento, las ideas políticas de Rosenberg son aquellas declaradamente antidemocráticas que se encuentran en el excursus sobre Servio y Solón al final de su disertación (1911), o en su primer artículo sobre la historia ateniense, el de 1915 sobre los partidos políticos en la época de Pericles. Menos significativa es, en cierto sentido, la circunstancia de que su firma aparezca, junto a otras cuatro mil de profesores universitarios y «superiores» del Reich, al pie de la Declaración escrita por Wilamowitz en octubre de 1914 en apoyo de las razones del militarismo alemán: muy pocos -y entre ellos Albert Einstein- habían sido capaces, en aquellos primeros meses, de mantenerse al margen del delirio chovinista.

III

En la oficina de prensa de Ludendorff

Rosenberg no dejó escrito prácticamente nada sobre este periodo de su vida, y siempre presentó como insignificantes desde el punto de vista político sus años anteriores a la actividad desarrollada como militante de izquierdas. Se observa esto tanto en la autobiografía que escribió para Freie Wissenschaft, como en las rápidas referencias del prefacio a Origen de la República alemana. Lo que sí sabemos, y es de sumo interés, se debe en una pequeña parte a un esquelético «expediente personal» conservado en los archivos de la Universidad Humboldt de Berlín, y en una parte más significativa al testimonio de su hermana Jenny y del historiador Hans Rosenberg, que fue su compañero fraternal en el exilio en Estados Unidos desde 1936 hasta su muerte.

Al recordar aquellos años de asociación con Arthur Rosenberg, Hans Rosenberg recuerda la extrema reserva de Arthur, su silencio casi hermético sobre su experiencia personal en la Primera Guerra Mundial: siempre evitó cuidadosamente hablar de sus actividades durante la I Guerra Mundial, salvo de su trabajo como asesor del Estado Mayor prusiano, actividad de la que se sentía muy orgulloso. Por lo demás, evitó estrictamente hablar de sus acciones tanto políticas como militares: evidentemente, le molestaba hablar de ellas, ya que hacia finales de 1918 se había completado su evolución radical hacia el Partido Comunista (carta de Hans Rosenberg del 3 de noviembre de 1983).

De ahí la escasez de noticias sobre ese periodo. Además, una gran parte de los archivos militares alemanes quedó destruida al final de la II Guerra Mundial, por lo que, hasta por vía oficial, es muy poco lo que se puede saber sobre el organigrama de las oficinas de la cúpula militar, en las que, durante varios años cruciales, estuvo activo Rosenberg.

El expediente personal, conservado en la universidad donde hasta 1933 Rosenberg fue profesor independiente y luego catedrático extraordinario de Historia antigua, se limita a mencionar que en 1916-1918 fue alistado primero con las clases menos jóvenes en la milicia territorial (Landsturmmann), y luego «encargado de tareas burocráticas» (Beamtenvertreter). La reconstrucción más precisa, basada en los dos testimonios que he recordado antes, sitúa a Rosenberg ya activo en 1915 en la «oficina de prensa de guerra» (Kriegspresseamt), luego en el servicio militar obligatorio con las tropas alemanas de ocupación en Francia (donde participó en los «Cursos detrás del frente», joya de la máquina de guerra alemana), y luego de vuelta a la Kriegspresseamt, donde permaneció hasta el final del conflicto.

El punto más delicado, y políticamente más relevante, es la naturaleza de la Kriegspresseamt y sus cometidos. Manipulación y censura de la prensa «civil», confección a gran escala de la prensa «militar», servicio de información y espionaje, tanto respecto al enemigo como de control del frente interno, eran las principales funciones de todo un sector (las Pressestellen) del aparato ideado por el general Ludendorff y realizado concretamente por su hábil mano derecha, el coronel Walther Nicolai. El propio Ludendorff es muy explícito a este respecto en sus Memorias de guerra, escritas durante su breve exilio sueco entre noviembre de 1918 y febrero de 1919:

“Mi tercer colaborador fue el teniente coronel Nicolai (…). Múltiples eran sus funciones, quizás demasiadas. Tenía la dirección militar de la prensa y, como consecuencia directa, en la medida en que lo permitían las exigencias militares, el control del estado de ánimo de la población y del ejército, y los medios para sostenerlo. En este sentido, la colaboración del gobierno habría sido indispensable. Se pidió. No se consiguió nada. [Aquí Ludendorff tiende a insinuar, sin decirlo abiertamente, que la ausencia de poder civil había terminado por hacer recaer tareas impropias sobre las oficinas dirigidas por Nicolai, es decir, por el propio Ludendorff]. También la censura de prensa militar estaba dirigida por el teniente coronel Nicolai y los órganos dependientes de él. La censura es una de las molestias desgraciadamente necesarias de la guerra. No es de extrañar que no pudiera satisfacer a nadie. Y desgraciadamente, el mando supremo tuvo que ejercerla, ya que se le negó cualquier cargo. Otro grave cometido del teniente coronel Nicolai era el servicio secreto de información secreta y la defensa contra el espionaje mediante el control postal, telegráfico y telefónico en el interior, y en los puestos fronterizos y contra el sabotaje”. Es bien sabido que sobre la cuestión de los servicios secretos que operaron durante la guerra, la tesis alemana siempre ha sido que los anglo-franceses (especialmente los británicos, a través del eficacísimo Lord Northcliffe) habían empezado mucho antes y se habían equipado mucho mejor, de modo que el alemán era simplemente una respuesta. Esta es la tesis -claramente apologética- expuesta por Nicolai en sus diversos escritos de postguerra: Secret Service, Press and Public Opinion in the World War (1920) y Secret Powers (1924). En el lado francés, se argumentaba una teoría similar pero obviamente opuesta. Es el famoso Hansi, el alsaciano que había pasado al servicio de Francia, más conocido quizá como dibujante satírico que como organizador del espionaje, quien explicó -en los mismos años en que Nicolai tomaba la pluma para contar su verdad- que se trataba esencialmente de una respuesta necesaria al eficaz servicio secreto alemán (À travers les lignes ennemies, 1922). Emblemático de la reticencia con que los protagonistas recordaban aquellos intrincados acontecimientos es el escrito de Elsbeth Schragmüller, más conocida como «Fräulein Doktor», para su obra colectiva Lo que sabemos de la guerra mundial (1930). Aquí, al rememorar su propio trabajo en el servicio secreto alemán, Schragmüller apenas menciona nombres, ni siquiera el del ya famoso Walther Nicolai, a quien se refiere simplemente como «jefe de la Sección III b». Sin embargo, precisamente la devota admiración de Schragmüller por Nicolai es lo que le hace revelar una valiosa información: los criterios que Nicolai utilizaba para reclutar colaboradores para el Nachrichtendienst. Así aprendemos que recurría sobre todo a oficiales de reserva que no eran militares de carrera, sino que procedían de las más variadas profesiones de la vida civil: juristas, banqueros, hombres de ciencia, incluso artistas; «favorecía», observa, «a personalidades que, por su profesión en la vida civil, tenían cultura, conocimiento de países e idiomas extranjeros, que poseían una amplia experiencia humana». Y comprendemos mejor cómo se determinó de manera casi natural el alistamiento de Rosenberg, llamado a filas en 1915, como parte de la «sección III b».

Por otra parte, es precisamente el conocimiento de cerca y desde dentro de esta estructura, construida por Ludendorff y utilizada por él para substituir al poder político, lo que le permitió a Rosenberg situar en el centro de su historia política de la guerra mundial (tal es el contenido del volumen sobre el Origen de la República alemana) justamente lo que denominó como «la dictadura del general Ludendorff». Es la idea central de ese libro, y es justo que se mencione aquí al menos de pasada. La dictadura de Ludendorff es, en el análisis de Rosenberg, el principal e irreversible cambio político-constitucional producido durante el conflicto. Después del mismo, en caso de victoria, Alemania se habría convertido en una dictadura militar apoyada por un fuerte partido de masas del tipo del Partido de la Patria, reaccionario e interclasista, a cuya organización Ludendorff y Nicolai habían dado de hecho un impulso decisivo; en caso de derrota, la dictadura del mariscal de campo habría tenido -como en efecto tuvo- un resultado perturbador: el de preparar el camino, habiendo demolido de hecho el viejo orden político de la Alemania de preguerra, a un nuevo ordenamiento, dominado por los tradicionales partidos de oposición.

Es bastante singular de qué manera Rosenberg, pese a haber vivido como protagonista toda esta experiencia, resta importancia -casi como si quisiera aumentar el valor objetivo de su análisis- a su propio papel en aquellos años: un papel del que -como sabemos por el testimonio de Hans Rosenberg- estaba en cambio «muy orgulloso», hasta en los años del exilio norteamericano. Donde su relato es incluso engañoso es en la presentación reductora y descolorida del Partido de la Patria. Frente al mayor grupo de presión ideado por el Alto Mando (cuya responsabilidad directa en el nacimiento de este partido ha vuelto a demostrar recientemente el historiador norteamericano Gerald Feldman) en apoyo de la dictadura ‘rastrera’, frente al primer experimento claro de un partido de derechas subversivo y anticonstitucional, artífice de la caída del moderado Bethmann, ante un movimiento que fue objeto de duras y alarmadas críticas por parte de liberales ilustrados como Delbrück y Meinecke (el cual no dudará, años más tarde, en calificarlo de anticipación del nazismo), ante un movimiento así, Rosenberg no puede irse de rositas diciendo que «no era más que la coalición de 1887 adaptada a la situación de la guerra mundial» (Origen de la República alemana, p. 80) o incluso «un intento de hacer renacer el bloque bismarckiano». (p. 162). En este tema es como si hubiera una laguna en el análisis de Rosenberg, a pesar de estar tan orientado al estudio de las implicaciones entre la guerra y la política interior. En particular, quedan en la sombra las conexiones directas entre la Kriegspresseamt y el Partido de la Patria en la organización de la llamada «instrucción patriótica» y, sobre todo, el hecho de que el Alto Mando pusiera a disposición del Partido de la Patria toda su impresionante maquinaria propagandística; no se menciona el agrio debate parlamentario de los días 6 y 9 de octubre de 1917, apenas un mes después de la fundación del Partido de la Patria, en el que el diputado socialdemócrata Otto Landsberg denunció la continua compra de periódicos por parte del recién nacido partido con el objetivo de conseguir un verdadero monopolio de la prensa (Verhandlungen des Reichstags, tomo 310, p. 3715) y Haas, liberal progresista, denunció una de las injerencias más graves del Alto Mando: la distribución de formularios de afiliación al partido entre las filas del ejército (p. 3744). Y resulta un tanto sorprendente que todavía en 1929, recordando la figura del historiador militar Hans Delbrück en la revista Die Gesellschaft, Rosenberg no recuerde en absoluto la valerosa campaña que el historiador berlinés había emprendido contra la agitación deletérea y exasperantemente anexionista del Partido de la Patria.

Aquí entra en juego una elección personal, si es cierto que – tal como atestigua Hans Rosenberg- además de «consejero» de la Kriegspresseamt, Arthur Rosenberg debió de figurar, en el último año de la guerra, en las filas del Partido de la Patria. He aquí porque, cuando, diez años más tarde, abandonó el Partido Comunista, el órgano del partido, Rote Fahne (29 de abril de 1927), al dedicarle un duro ataque, no dejó de mencionar que «hasta 1917 Rosenberg había sido un imperialista y monárquico convencido». Acusación a la que Rosenberg replica indirectamente en el prefacio al Origen de la República alemana declarando «no haber pertenecido a ningún partido político» hasta el día de la Revolución de noviembre de 1918. Acusación la cual, por lo demás, de forma un tanto tortuosa, ya le había lanzado unos años antes en el Parlamento el diputado socialdemócrata Braun, el cual -en una polémica directa y personal con Rosenberg- se había referido al prefacio del Alejandro de Droysen (escrito por Rosenberg en 1917) como indicio de la «veneración» que en esa época sentía el entonces diputado comunista por los grandes monarcas del pasado y del presente (Verhandlungen des Reichstags, tomo 385, p. 3906: 3 de agosto de 1925).

IV

La propaganda difícil

Figura de primer plano de la principal universidad del Reich, alumno de Eduard Meyer –el cual figuraba entre los fundadores y máximos dirigentes del Partido de la Patria-, Rosenberg estaba en contacto con agentes de altísimo rango de la propaganda de guerra alemana, como Sven Hedin (1865-1952), conocido explorador sueco y torrencial autor de «libros de guerra» filogermanos traducidos a todos los idiomas. Una nueva reimpresión de Alejandro Magno, de Droysen, con prefacio de Rosenberg y un agudo prólogo político de Hedin, data de 1917. Esta relación con Hedin es un buen indicador del alto nivel que Rosenberg alcanzó dentro de la Kriegspresseamt. Por lo demás, Hedin tiene interés en mencionar en uno de sus escritos de guerra su relación con Walther Nicolai (Ein Volk in Waffen, 1915, p. 135). Y Rosenberg aparece totalmente en sintonía, en el prefacio a Droysen, con los acentos de su ilustre compañero, allí donde habla, por ejemplo, de los éxitos de la «ciencia alemana» en los años de guerra (p. XXVII).

Por otro lado, es difícil considerar a Rosenberg ajeno a la redacción de los Deutsche Kriegsnachrichten, el boletín de información y propaganda preparado para el Estado Mayor precisamente por el Kriegspresseamt: «bearbeitet im Kriegspresseamt». Los Deutsche Kriegsnachrichten (=DK) los editaba la «sección IV a», y probablemente muy pocas personas se encargaban de ello. El boletín nació a principios de noviembre de 1916 (Nicolai, Nachrichtendienst, p. 116), más o menos cuando Rosenberg volvió a trabajar en la Kriegspresseamt tras el periodo de actividad en Francia. Ya en los años inmediatamente anteriores a la guerra, por lo demás, Rosenberg había hecho su noviciado periodístico en un importante diario como el Frankfurter Zeitung. Tampoco hay que pasar por alto que, ya como comunista, inmediatamente después de la guerra, desarrollará una intensa actividad como organizador de prensa hasta su salida del Partido en 1927.

Hay también algunas coincidencias textuales entre los escritos de Rosenberg de aquellos años y los artículos sin firma de los Deutsche Kriegsnachrichten. Por ejemplo, el Bismarck de la «encarnación» de la esencia alemana, celebrado en el vigésimo aniversario de la muerte del Canciller de Hierro, se parece mucho al Bismarck «en el que se vuelven carne y sangre» las grandes concepciones políticas de su pueblo, del que habla Rosenberg en el prefacio a Droysen (1917):

“Las grandes concepciones políticas de los pueblos se vuelven carne y sangre en los individuos, son plenamente comprendidas y traducidas a la realidad por ellos. Basta pensar aquí en la idea de la unidad alemana y en Bismarck. Y, sin embargo, por grandes y poderosas que fueran la capacidad y la voluntad de Bismarck, no habría alcanzado su objetivo si el destino no hubiera puesto a su lado a un monarca que le comprendiera y comprendiera sus ideas y le hiciera posible realizar su obra” (Introducción a Droysen, p. XIV).

“Bismarck condujo a las fuerzas monárquico-aristocráticas de la historia prusiana a su pleno resurgimiento y realización. Como vasallo leal y libre se situó junto a su rey como un gran poder junto a un gran poder. Era expresión de la esencia alemana: en toda su altura, dureza, genialidad plenamente comprensible para sus contemporáneos. Era ciertamente consciente de sí mismo como ser físico, con sus dotes naturales de pensamiento lógico y voluntad de acción, pero era, sin embargo, al mismo tiempo, la encarnación de una concepción del mundo” (Bismarck, en DK, 22 de julio de 1918, p. 5).

Llama luego la atención, en un ensayo sobre los recursos económicos de México (“Mexiko und seine wirtschaftliche Bedeutung”, 17 de julio de 1918), la comparación que el anónimo columnista hace al principio con el excepcional papel de Egipto como proveedor de materias primas en el ámbito del imperio romano, de acuerdo con un concepto caro a la Historia de la República romana de Rosenberg, escrita en esos mismos meses (pp. 107 y 116).

Pero igualmente y quizá más llamativo es el hecho de que ya en la postguerra Rosenberg, convertido en colaborador responsable y activo de la prensa comunista, retomara puntualmente conceptos y fórmulas ya ampliamente presentes en los DK. Uno piensa en el juicio sobre el primer ministro australiano Hughes (23 de septiembre de 1918, p. 4), que se encuentra casi idéntico en un artículo de Rosenberg para la Internationale Presse Korrespondenz (= Inprekorr) del 18 de octubre de 1921 (p. 99); o a la insistencia de Rosenberg -generalmente en la excelente columna de política exterior «Die auswärtige Politik der Woche»- en el inevitable conflicto comercial que, a la larga, surgiría entre los EE.UU. e Inglaterra (4 de septiembre de 1918: “Inglaterra y América en liza por el dominio comercial”) y las intervenciones de Rosenberg sobre el mismo tema en el Inprekorr del 11 y 18 de octubre de 1921 (“El conflicto USA – Inglaterra sale a la luz en la carrera por poseer la mayor flota comercial”). Durante años será el propio Rosenberg quien edite las columnas de política exterior para Die Internationale, así como para el Inprekorr. Gran atención dedicaron los DK, casi a diario, a los Estados Unidos: como colaborador del Inprekorr, Rosenberg dedicaría todas sus colaboraciones de 1921 (ocho en total) a la política norteamericana. La significativa afinidad temática y la substancial consonancia de ciertas orientaciones no evidentes (incluso sobre un tema tan embarazoso como la guerra submarina, que Alemania había exasperado en su momento: Inprekorr, 2 de marzo de 1922, p. 190) hacen pensar realmente que el comentarista de política exterior de los DK no era otro que Arthur Rosenberg, activo colaborador en 1917-1918 en esa misma sección del Alto Mando.

El boletín, que contaba, cuando era necesario, con grandes firmas -por ejemplo, de grandes figuras académicas de la Universidad de Berlín (entre ellas Wilamowitz), – estaba hábilmente construido y pretendía suplantar gradualmente a la propia prensa tradicional: como ha señalado Walther Nicolai, se preocupaba de no oprimir al lector con noticias militares, sino más bien de apuntar a su educación política (Nachrichtendienst, p. 117). Por supuesto, contaba con todo el apoyo financiero y organizativo necesarios, en una época en la cual hasta los grandes editores de periódicos, como Mosse y Ullstein, se quedaban de vez en cuando sin papel: para hacerse una idea de su tirada, basta considerar que su filial semanal -el Deutsche Kriegswochenschau– alcanzó pronto las dieciséis páginas por número y una tirada de 175.000 ejemplares.

A través de este boletín casi diario se puede seguir el desarrollo de la propaganda alemana en los años decisivos (1917-1918) mejor que a través de cualquier reconstrucción póstuma, historiográfica o memorialista. Los hechos cruciales que saltan a la vista en este periodo son, por un lado, la progresiva implicación de los Estados Unidos hasta su abierta entrada en la guerra y, por otro, las dos revoluciones rusas. En segundo plano está el constante desgaste del «frente interno». La escalada de tensión con los Estados Unidos -a pesar de los esfuerzos emprendidos por diversos grupos de presión de la época destinados a hacer prevalecer las corrientes neutralistas en los Estados Unidos- empujó cada vez más a la propaganda alemana hacia el terreno del desenmascaramiento de la «libertad» norteamericana (26 de agosto de 1918: “La falsa libertad norteamericana”), de la «democracia» y las duras condiciones de los trabajadores en los Estados Unidos (19 de julio de 1918: “La condición social del trabajador norteamericano”; 21 de agosto y 6 de septiembre: sobre la condición de los trabajadores emigrados a los EE.UU.), de la inexistencia de un mínimo sistema siquiera de bienestar social, de la sumisión del sindicato al gran capital así como a los objetivos imperialistas de Wilson (18 de agosto de 1918: Wilson como instrumento de los multimillonarios de Wall Street; sobre todo es el «jingoísta» Sam Gompers uno de los blancos favoritos: 12 de agosto de 1918, р. 1; 23 de septiembre, p. 4; 30 de septiembre, p. 6, etc.). A la inversa -mientras que la revolución rusa de febrero parece decepcionante, debido a la decisión de Kerenski de continuar la guerra del lado de la Entente-, la decisión de los bolcheviques de poner término a la guerra fue claramente bien acogida, sobre todo tras la conclusión de la fructífera (para el Reich) paz de Brest-Litovsk. Sucede entonces que los bandos se invierten en cierto modo: la Rusia soviética, que ha salido de la gran carnicería a duras penas y con dolorosas mutilaciones, se convierte en objetivo de la Entente, empeñada ahora en asfixiar al gobierno soviético, mientras que a la propaganda alemana le toca cada vez más exponer las calumnias de la Entente contra el gobierno soviético (9 de septiembre de 1918, p. 5; 30 de septiembre, p. 6). 5; 30 de septiembre, p. 6, de nuevo en polémica con Gompers), y al mismo tiempo avanza la propuesta de colaboración económica entre Alemania y Rusia, ahora pacificadas, cualesquiera que sean sus respectivos regímenes políticos (2 de septiembre, p. 5; 9 de septiembre, p. 4: propuesta incluso de nuevos tratados más allá del tratado de Brest, que establezcan la colaboración económica ruso-alemana).

Después de Brest-Litovsk, la Alemania de Ludendorff no tiene intención de sumarse al cordón sanitario que estrechan la Entente y el Japón, con la bendición de Wilson, en torno a la Unión Soviética. El reportero de DK -que observa con satisfacción: «Los rusos ya no pretenden que su política la regule Inglaterra» (26 de agosto de 1918, р. 1)- no duda en adoptar la tesis soviética de la responsabilidad anglofrancesa en el atentado contra Lenin: y a Lenin, que había escapado del peligro, le dedica el boletín en esta ocasión un cálido elogio, como «firme partidario de la línea del acuerdo pacífico con el Reich sobre la base del Tratado de Brest». Se acumulan las citas llenas de consenso de la Pravda, la Novaja Gazeta, la Biednota, siempre con propósito polémico en contra de las potencias occidentales. Y del mismo modo, se presta mucha atención a la izquierda socialista de los distintos países, cuando toma posición contra los gobiernos «democráticos» dispuestos a estrangular en la cuna a la república soviética (30 de septiembre de 1918, p. 5: citas de la prensa socialista sueca que ataca a Wilson en este punto).Todo cambiará, como es evidente, a medida que en el interior del Reich el peligro «bolchevique» se intensifique. Los DK tienden a ocultarlo, pero se intuye que está presente desde el recrudecimiento mismo de los sermones al obrero alemán al que se le recuerda continuamente, en los últimos meses desesperados, su patriotismo, mientras se reanudan los tonos polémicos hacia la URSS (4 de noviembre de 1918, p. 4: “Trabajos forzados bolcheviques”; 6 de noviembre, p. 2: “El bolchevismo enemigo de la paz”, etc.). A principios de noviembre los números de este boletín aparecen todavía regularmente, pero para entonces ya no tienen ninguna relación con el desarrollo de los acontecimientos: el 8 de noviembre, el Káiser se da a la fuga. Serán Hindenburg y Ludendorff quienes rueguen a Scheidemann, líder de la oposición socialista, que asuma la dirección formal del Estado, mientras sobre el Reichstag ondea la bandera roja y la Revolución rebasa a los propios dirigentes socialistas, poco preparados para el tan esperado acontecimiento.

V

La elección

En este contexto se comprende mejor la radical evolución política de Rosenberg del Partido de la Patria al socialismo revolucionario. Rosenberg había asistido al fracaso de la experiencia autoritaria en torno a Ludendorff, pero al mismo tiempo ha apreciado (y coadyuvado, también gracias a las enseñanzas de Eduard Meyer, coadyuvado) su lúcido análisis de las «democracias occidentales»; al mismo tiempo aprendió, precisamente en el ambiente que forjaba la propaganda alemana, a evaluar con realismo y contracorriente la experiencia bolchevique frente a la demonización occidental.

Su crisis política, causada por el hundimiento del mundo en el que se había formado y en el que había creído, encontró así una salida natural no en su adhesión al mundo de valores engañoso, pseudodemocrático y pseudoigualitario de Occidente, sino en el mundo nuevo, radicalmente innovador y prometedor que estaba surgiendo en Rusia. Ambos -el mundo del que rompía y al que se acercaba- tenían un rasgo común no desdeñable, que constituía, incluso en el gran cambio, un elemento de continuidad: el rechazo de la llamada «democracia occidental», de esa falsa democracia dominada por el gran capital, de los manipuladores de la gran prensa y del mandarinato sindical y político, de la que los EE.UU. eran perfecto ejemplo y a cuya crítica se había aplicado, durante todo el conflicto, su maestro Eduard Meyer. La actitud anticapitalista implícita en el organicismo prusiano llegó a veces a combinar un firme diseño conservador y una clarividente apertura a Rusia (Brockdorff-Rantzau, Kahrstedt, por citar sólo algunos). En Rosenberg tomaba el camino del anticapitalismo más consecuente y radical, el de la revolución comunista: ya no una fábula utópica de minorías que no cuentan para nada, sino, a estas alturas, una construcción estatal. De ahí el fenómeno aparentemente paradójico que he mencionado antes, según el cual el Rosenberg colaborador en la prensa comunista de la inmediata posguerra parece muy a menudo continuar sin rupturas un discurso ya iniciado por la propaganda de Ludendorff y Nicolai en el último año de la guerra.

Y comenzaba así un periodo de diez años de compromiso político continuo y apasionante, primero en el Partido Socialista Independiente (USPD), formación en cuya ala izquierda militaban quienes nunca habían cedido al «espíritu de los tiempos»: Karl Liebknecht, Rosa Luxemburg y Franz Mehring; después, a partir de diciembre de 1920, en el Partido Comunista Alemán, con el que se fusionó la mayor parte del USPD. La orientación cada vez más izquierdista de Rosenberg se produjo paso a paso en los dos densos años que transcurrieron desde la revolución de noviembre hasta la fusión entre el USPD y los comunistas: cuando, a finales de 1918, Liebknecht, Mehring y Luxemburg, el grupo «espartaquista», crearon el Partido Comunista Alemán (duramente golpeado, al poco tiempo, por el fracaso de la revolución de Berlín en enero de 1919), Rosenberg no les siguió, sino que permaneció en el USPD hasta finales de 1920.

No es un fenómeno aislado -en la intelectualidad académica de aquellos años- una implicación tan apasionada en la política. De hecho, es característico de los primeros y fervorosos tiempos de la República: Eduard Meyer intervino en los congresos del partido, Ulrich Kahrstedt -historiador de la antigüedad en Gotinga- se convirtió en columnista político semanal en el Eiserne Blätter, Harnack colaboró en el borrador de la Constitución de Weimar. Lo que es específico de Rosenberg, y lo que le aísla de un paisaje tan turbulento, es su opción comunista: una opción radical, que en aquellos años significaba una ruptura con su propio entorno; y también significaba la exclusión definitiva de los rangos superiores del mundo académico: Rosenberg seguiría siendo «Privatdozent» hasta 1930.

VI

Continuidad

Continuidad, pues, decíamos, a pesar de la radicalidad de la nueva opción política. Esta continuidad se observa también en ciertas posturas historiográficas sobre momentos esenciales del pasado reciente: sobre todo en la cuestión de la responsabilidad alemana en el desencadenamiento de la Primera Guerra Mundial (la Schuldfrage).

Entre 1924 y 1928, Rosenberg fue diputado del Partido Comunista Alemán. Durante sus dos legislaturas en el Parlamento fue un influyente miembro de la Comisión de Investigación del Reichstag sobre las «Causas de la Derrota»; y en ese contexto también tuvo la oportunidad de intervenir en profundidad sobre el tema -inextricable del de la derrota- de la responsabilidad en el estallido de la guerra. El balance de esta labor se encuentra en el ensayo, escrito en 1928, al final de su experiencia parlamentaria, sobre el Origen de la República alemana. Aquí el juicio de Rosenberg es claro: Alemania se vio obligada a entrar en guerra; Guillermo II había sido un defensor de la paz europea:

“La guerra sorprendió a la nación alemana en una situación interna insostenible (…). Bismarck creía que la autoridad imperial de los Hohenzollern podría mantener a raya a sus adversarios internos, siempre y cuando se mantuviera la paz. Guillermo II también intentó mantener la paz, y aunque hacia 1890 había juzgado inevitable la guerra franco-rusa, siempre estuvo después convencido de que podía mantener la paz. Para mantener la paz, sin embargo, no basta con tener un talante pacífico, sino que es indispensable sobre todo una adecuada habilidad política. Guillermo II, su propio entorno y sus cancilleres, desde Caprivi hasta Bethmann-Hollweg, nunca quisieron la guerra, pero con sus inmensos errores empujaron a Alemania a la situación que desembocó en julio de 1914 (…)”.

“Guillermo II se esforzó honestamente por mejorar las relaciones de Alemania con Rusia e Inglaterra, mientras que hacia Francia no tenía intenciones hostiles (…). En los primeros años del nuevo siglo, la política inglesa tendía hacia una alianza con Alemania, porque, aunque se sentía muy desagradablemente la creciente competencia del comerciante alemán, el mayor peligro era siempre que el zar lograra conquistar China y la India, asestando así el golpe de muerte al prestigio mundial de Inglaterra (…). La derrota de Rusia en la guerra contra Japón eliminó el peligro de que Inglaterra fuera desbancada en Asia por Rusia, mientras que, por otro lado, la crisis de Marruecos substituyó la disputa colonial Francia-Inglaterra por la disputa colonial Alemania-Francia y ofreció a la política inglesa la oportunidad de volver inofensivo al competidor alemán. Cuando Eduardo VII formó la Entente, la táctica de Inglaterra estaba bastante clara. No atacaría primero a Alemania, pero si Rusia y Francia entraban en guerra con ésta, tomaría parte en ella de su lado. En esta decisión de la política inglesa se encuentra la verdadera raíz (die eigentliche Wurzel) de la guerra mundial, pues si Francia y Rusia no hubieran estado absolutamente seguras de la ayuda de Inglaterra, nunca se habrían atrevido a una agresión contra Alemania y Austria” (pp. 53-57).

Todavía más relevante es el hecho de que, ya como diputado comunista, y en el órgano de la Internacional, Rosenberg haya argumentado esta tesis. Revisando, por ejemplo, las memorias del general zarista Sujomlinoff, había reafirmado, encontrando confirmación en el texto de las conferencias franco-rusas de 1911-1913, la justeza de ciertos ejes de la apologética alemana: en primer lugar, que existía, por parte anglo-francesa, la intención de atacar a Alemania en cualquier caso (para lograr -como lo expresó Joffre- «su aniquilación»); la hipocresía de la sorpresa ante el ataque alemán a Bélgica, ya que la Entente era perfectamente consciente de que, en cualquier caso, se libraría en suelo belga; la certeza, por último, de que Inglaterra intervendría en cualquier caso, en un conflicto europeo, contra Alemania (Die Internationale, 1924, pp. 671-672). Rosenberg sintonizaba así singularmente, por un lado, con la propaganda en la que había colaborado durante la guerra, destinada precisamente a denunciar la responsabilidad de las potencias llamadas «democráticas» en el estallido del conflicto; y, por otro, con la evaluación leninista, según la cual todas las potencias beligerantes, en pie de igualdad, habían librado una guerra de rapiña (El socialismo y la guerra, 1915). Por el contrario, su posición está, incluso en esto, muy alejada de Liebknecht y Luxemburg, los cuales veían, por el contrario, a los imperialismos en lucha todos en el mismo plano, y sin embargo reconocían al imperialismo alemán una mayor agresividad y peligro. “Desde hace dos décadas”, – declarará Liebknecht ante el Tribunal Militar de Berlín (1 de julio de 1916) – “el imperialismo alemán es el más agresivo del mundo”, y ofrecerá -en el mismo contexto- una breve y sabrosa antología de los espasmódicos llamamientos a la guerra, a una guerra en cualquier caso, provenientes del entorno de Guillermo II.

Esta es la razón por la cual, en la tradición de los estudios de la izquierda alemana sobre el preponderante papel agresivo del imperialismo alemán en las dos guerras mundiales, Rosenberg no tiene cabida, y en la disputa historiográfica de más de 20 años ya que comenzó en Alemania en 1961 con la publicación de Asalto al poder mundial, de Fritz Fischer, –y que se ha reavivado una vez más recientemente con su nuevo pamphlet, de elocuente título, Julio de 1914: No nos deslizamos (hacia la guerra) – los libros de Rosenberg no los ha sacado a colación ninguna de las partes contendientes. La historia de la guerra mundial escrita por Rosenberg en 1928 sigue siendo en cierto sentido, a pesar de todos los enriquecimientos de la experiencia posterior y de la maduración del juicio, la historia vista desde dentro del Estado Mayor de Ludendorff.

VII

Divulgación

También el Rosenberg clasicista se transformó en los años de la guerra y la revolución: pero también aquí la continuidad es mucho más tenaz de lo que parece. El más tradicional de sus numerosos escritos de este período es la sistemática e impresionante Introducción y metodología de las fuentes para la historia romana, escrita en 1917, pero publicada a principios de 1921, a la que críticos poco benévolos, como Tenney Frank, reprocharon cierto chovinismo bibliográfico. Un grupo de artículos, sobre los que volveremos, se refiere a la historia política de Atenas. Los otros tres volúmenes que se remontan a esta época intentan todos ellos la vía de la divulgación rigurosa: divulgación que parece ser uno de los impulsos vitales de los estudios clásicos weimarianos, desde el Platón «sin notas» de Wilamowitz hasta la Historia de los pueblos-guía (Geschichte der führenden Volker), del editor Herder, con el que unos años más tarde se publicarían la República romana de Vogt y la Historia griega de Berve. Este propósito de llegar a un amplio círculo de lectores está presente tanto en el Subsidiario de Livio (Hilfsheft zu Livius: los capítulos III, 2 y X-XIII son de Rosenberg) como en la Historia de la República Romana (que datan de 1917 y 1918, pero esta última no se publicó hasta 1921), así como en el breve ensayo, íntegramente concebido y escrito después de la revolución, Democracia y lucha de clases en la Antigüedad (1921).

El Subsidiario de Livio está destinada a las escuelas; pero el tono y el propósito divulgativos surgen también de aspectos intrínsecos como la comparación implícita entre la Segunda Guerra Púnica y la guerra actual, en un singular esfuerzo por vincular pasado y presente (las consecuencias de la Segunda Guerra Púnica serían aún perceptibles en el mundo contemporáneo: nada más que ¡Hannibals´s Legacy! [herencia de Anibal]). En ciertas insinuaciones (las «provocaciones» romanas en Sagunto) parece captarse la sugerencia, frecuente durante la guerra, de un paralelismo entre Cartago como víctima de los mercaderes romanos y Alemania como víctima de los mercaderes ingleses.

La dura y eficaz reseña que Rosenberg le dedica en septiembre de 1916 a Roman Imperialism de Tenney Frank (1914) es ya una anticipación del intento de sintetizar el conjunto de la historia republicana representado por la Geschichte. El hilo conductor de esta notable reseña (Berliner Philologische Wochenschrift, 1916, columnas 1099-1109) está en el rechazo de las explicaciones pseudopsicológicas o vagamente «culturales» que Frank intentó dar de un fenómeno estrictamente demográfico y militar como el expansionismo de la república romana y su política de conquista. La insistencia de Rosenberg en el uso despreocupadamente instrumental por parte de Roma, en sus comparaciones con el mundo griego, de la pantalla ideológica encerrada en el lema «libertad de los griegos» en relación con el mundo griego vuelve plausible la hipótesis de que, también aquí, se habla de Roma y de sus adversarios con la vista puesta en el conflicto que nos ocupa: no hay que olvidar que el libro de Frank -que se toma muy en serio el filohelenismo de Flaminino- procede del país en el que el presidente Wilson esgrimió su «cruzada» de «libertad», que nada arbitrariamente se juzgaba en Alemania modelo de hipocresía.

La Historia de la República Romana plantea un problema singular. La introducción está fechada en «marzo de 1921». Aquí, Rosenberg nos informa de que el manuscrito se remonta a 1918, pero que las «circunstancias conocidas» han hecho posible que sólo ahora se dé a la imprenta; añade que sólo ha introducido dos ligeras modificaciones, relativas a dos personajes populares: Saturnino y Clodio. Bastante extrañamente entonces, en su autobiografía de 1938, datará sin lugar a dudas la Historia de la República romana en 1921, añadiendo que había nacido de la misma inspiración y de la misma problemática que había dictado el otro opúsculo aparecido -y efectivamente escrito- en 1921, Democracia y lucha de clases en la antigüedad. Más extraño aún es que Rosenberg no haya desmentido la existencia – revelada por uno de sus polémicos contradictores – de una primera edición de este librito, que al principio «concluía con una apoteosis del emperador Augusto, presentado como la figura más grande de la Historia universal, el portador de una paz y bienestar duraderas para el imperio». Es el diputado socialista Braun quien cita estas palabras en el debate parlamentario del 3 de agosto de 1925, mostrándose muy bien informado sobre la producción del Rosenberg historiador de la Antigüedad (ya hemos visto que, en el mismo contexto, como prueba de la deferencia que Rosenberg mostró en su día hacia los soberanos, cita también el prefacio del Alejandro de Droysen). Aunque contesta larga y duramente, Rosenberg deja sin respuesta la acusación de su contradictor de que la Historia de la República romana se había adaptado en algún momento a las sobrevenidas opiniones marxistas del autor. El caso es que, en las páginas finales, el librito parece presentar dos conclusiones casi yuxtapuestas: una primera la cual que, aun reconociendo la ausencia, en Augusto, de las «dämonische Züge» [“rasgos demoníacos”] de su padre, juzga al primer emperador romano «la figura más poderosa que ha producido la Antigüedad»; la otra, inmediatamente posterior, casi en oposición, o mejor en rectificación, de la anterior, destaca que, «por muy relevante que hubiera sido la personalidad de Augusto», no habría podido alcanzar ningún éxito «si no hubiera tenido debidamente en cuenta las relaciones de poder entre las dos clases»; y concluye que, por tanto, el régimen de Augusto, al no haber podido adoptar la forma de una dictadura militar, había representado al final «un compromiso entre los optimates y el ejército».

La Historia de la República romana es el único escrito clasicista de Rosenberg que ha tenido la suerte de ser traducido a otros idiomas. Lo tradujo en 1926, para las ediciones de la revista de Ortega у Gasset, Revista de Occidente, Margarita Nelken у Mausberger, una izquierdista española que murió en el exilio tras la victoria franquista. Pero la frecuencia de términos como «Sozialismus» [«socialismo»], «Grosskapital» [«gran capital»], «rote Internationale» [«Internacional roja»], etcétera, no debe engañar: se trata de categorías ya frecuentes en los libros de Pöhlmann o Eduard Meyer, simplificaciones acentuadas por el carácter divulgativo del volumen y de la serie. Sobre todo, la gran Historia del socialismo y el comunismo en la Antigüedad, de Pöhlmann, parece derivar de la visión del «socialismo griego», que habría influido en el pensamiento y la acción de Tiberio Graco (pp. 58-60). Aquí y allá afloran también actitudes del viejo Rosenberg, como cuando, por ejemplo, ve la causa de las numerosas derrotas romanas entre la invasión gala y Espartaco en el hecho de que los cónsules, jefes supremos del ejército, eran a menudo «abogados, para quienes el arte militar era un libro con siete sellos» (p. 58). 58): se recuerda la imagen de Francia como «república de letrados» y, por tanto, equiparada a la locuaz e impotente Atenas demosténica, retratada por la propaganda alemana en tiempos de guerra.

Divulgación, por tanto, pero divulgación vieja, como vieja era la serie popular (‘Aus Natur und Geisteswelt’ [‘ De la naturaleza y el mundo espiritual’] de la editorial Teubner) en la que aparecía la Historia. Muy distinta, y totalmente nueva, es en cambio la serie popular en la que aparece Democracia y lucha de clases en la Antigüedad: la ‘Bibliothek der Volkshochschule’, [«Biblioteca del Centro de Educación de Adultos»], la colección ideada por la editorial Velhagen und Clasing, de Bielefeld, para los cursos de las ‘Universidades Populares’, promovidas a gran escala por los gobiernos socialistas y, en primer lugar, por el ministro Haenisch. Que Democracia y lucha de clases en la Antigüedad estaba «destinada a los cursos de las universidades populares» lo afirma el propio Rosenberg en su autobiografía (Freie Wissenschaft, p. 277). 277); y con alguna ironía, Hans Philipp, al reseñar en la Berliner Philologische Wochenschrift en 1922 el librito; y añadió, de hecho, que el conocido historiador, por entonces concejal comunista en Berlín, tenía más éxito en las «Volkshochschulen» que en la universidad (p. 422).

VIII

Escuelas para trabajadores

Democracia y lucha de clases en la Antigüedad apareció a principios de 1921, justo después de un durísimo ataque lanzado por Rosenberg en la revista del USPD Die Internationale contra la estafa de las ‘Universidades para los trabajadores’: “¡Arbeiterschulen im kapitalistischen Staat! [¡Escuelas obreras en el Estado capitalista!] La crítica que formula es tan radical que no deja lugar a compromisos ni distinciones: la iniciativa socialdemócrata de crear «Universidades para los trabajadores» al margen de las tradicionales no ofrece a los trabajadores más que un producto de pacotilla; «la verdadera Arbeiterschule alemana sólo podrá surgir en una Alemania soviética»; en un Estado que sigue siendo Estado capitalista no puede tratarse más que de una operación engañosa.

Hay que pensar, por tanto, que la concepción de este opúsculo se remonta a un momento intermedio de la evolución de Rosenberg: es decir, que fuera  concebido y escrito cuando su orientación, si bien crítica con la reforma escolar de Haenisch (contra la que de hecho se pronunció varias veces en 1919 en la revista Freiheit), no había asumido aún el tono radical y frontalmente hostil al compromiso «reformista» que se desprende del artículo de Die Internationale de diciembre de 1920. Se comprende mejor, por tanto, que en 1938, habiendo vuelto para entonces a posiciones próximas a las de la socialdemocracia, reivindicara el destino «reformista» de su opúsculo a título de mérito. Sobre esos momentos de transición y rápida evolución política, Rosenberg no dice, de todos modos, casi nada: en el prefacio de 1935 a la Historia de la República alemana afirma lacónicamente que fue «de 1919 a 1928 funcionario responsable del USPD y del Partido Comunista». Lo que queda en la sombra en una notica tan escueta es precisamente la evolución que debió de experimentar Rosenberg en los dos años transcurridos entre la Revolución y su ingreso en el Partido Comunista. La única constatación que puede hacerse es que no ha compartido las opciones de Liebknecht y Luxemburg; no los siguió cuando rompieron con el USPD; así pues, concibió, a finales de 1918, un juicio negativo sobre el ‘extremismo’ espartaquista que resurgiría en 1928, cuando en Origen de la República Alemana tachó el programa de Rosa y Karl de ‘radicalismo utópico’, llegando a decir que su consigna “¡Abajo la guerra!” «era como si las infelices víctimas de una catástrofe natural gritaran “¡Abajo el terremoto!”» (p.107).

Como militante comunista, Rosenberg había fustigado al excomunista Curt Geyer por su opúsculo sobre el radicalismo en el movimiento obrero alemán (Inprekorr, 7 de mayo de 1923, p. 619) objetándole que, si acaso, Noske, el ministro socialista bajo cuya responsabilidad tuvo lugar la masacre de los dirigentes espartaquistas, había sido un «radical» a su manera. En cambio, en la Historia de la República Alemana escribió Rosenberg: ‘No existe la menor prueba de que los comisarios del pueblo de mayoría socialista desearan o aprobaran el asesinato de Liebknecht o Rosa Luxemburg, ya que [!] los sucesos del 15 de enero también tuvieron repercusiones negativas para el gobierno’ (p. 66). Suena a auténtica palinodia la adopción por parte de Rosenberg, recién salido del Partido Comunista, de la fórmula «romanticismo utópico» para designar la política de los comunistas alemanes (intervención en el Reichstag el 2 de julio de 1927, p. 11.181), si se tiene en cuenta el sarcasmo con el que había rechazado tal definición cuando fue utilizada por Geyer. También en este punto, en suma, parece justo reconocer una cierta afinidad entre las posiciones del Rosenberg militante del USPD y del ex comunista Rosenberg.

Es concebible, por tanto, que la elección de participar en las actividades de las «Volkshochschulen», una elección «moderada», se remonte precisamente a ese primer periodo de militancia en el USPD, cuando mayor es su distancia respecto a las posiciones radicales. Es característico de la rapidez con la que los acontecimientos y las elecciones individuales se suceden en esta época que el libro saliera a la luz cuando Rosenberg ya no creía en la función para la que se había pensado.

Sin embargo, todavía en los años 1921-1922, Rosenberg es también profesor en la «Volkshochschule» de Berlín, como confirman, además, las palabras -que he citado antes- de Hans Philipp. Probablemente, en esta elección hay también un propósito de «entrismo», como suele decirse en la jerga del movimiento comunista. En Berlín, es el único profesor de la «Universidad Popular» que es también militante comunista. Todos los demás colaboradores están en posiciones liberales o socialdemócratas: los cursos de economía política se confían incluso a Werner Sombart, que ya está en el camino que le llevará a ser «profeta» del nazismo. Por lo demás, basta con echar un vistazo a la «Bibliothek der Volkshochschule» para darse cuenta de que la orientación es moderada. Ninguno de los sesenta y cuatro manuales confeccionados entre 1920 y 1932 se refiere, por ejemplo, al pensamiento de Marx o Engels, y el moderado Vorländer, conocido autor de un ensayo revisionista sobre Marx, escribe aquí sobre Kant y su influencia en el pensamiento alemán.

Conviene también precisar que instituciones de este tipo no eran necesariamente homogéneas. Por ejemplo, la «Volkshochschule» berlinesa estaba en una posición política por así decir «neutral»; de orientación marxista fue durante mucho tiempo la de Leipzig (el «Arbeiterbildungsinstitut» [«Instituto de educación de los trabajadores»]); en Baviera, donde hasta un historiador de extracción altoburguesa como Helmut Berve colaboró con la «Volkshochschule» de Múnich (1920-21), el clima que siguió al fracaso revolucionario de 1919 condujo a una situación más retrógrada. Llama la atención, por tanto, que en semejante panorama las pullas de la polémica de Rosenberg se centren en la «Arbeiterakademie» [«Academia de los trabajadores»] de Münster y en la del todo semejante de Fráncfort: en el experimento, a saber, que vio comprometerse a la flor y nata de la «Escuela de Fráncfort», de Adorno a Karl Mannheim y Horkheimer.

Desenfocada resulta asimismo la crítica substantiva que Rosenberg dirige a las dos «academias obreras»: que pretendían «ofrecer al trabajador alemán ávido de saber un par de huesos de la bien surtida mesa de la ciencia alemana». En realidad, el objetivo de esas dos academias -especialmente la de Fráncfort, que fue la más duradera (interrumpida por los nazis, renació en 1947)- era la cualificación de los trabajadores para tareas directivas en los ámbitos político, económico y sindical. (Lo que, por supuesto, acabó alimentando la formación de una aristocracia obrera, no por nada repudiada por los comunistas). No se trataba, por tanto -como polémicamente muestra creer Rosenberg – de proporcionar a los obreros un saber de pacotilla, una mala copia del saber elevado y académico propiamente dicho.

¿Qué proponía, por otra parte, el propio Rosenberg cuando, de la crítica a las instituciones, pasó a la ideación de nuevos criterios, por ejemplo, para una «reforma de la enseñanza de la historia»? Su programa en este campo se expresa en un ensayo escrito en la primavera de 1919 y publicado en 1920 en el primer número de la revista pedagógica Die neue Erziehung [La nueva educación]. El objetivo es bastante fácil: el culto de las fechas, el predominio de la historia militar, el estudio de las llamadas grandes personalidades («la juventud del siglo XX debería ahorrarse nulidades políticas como Tito o Antonino Pío», escribe a este respecto). De las guerras, sólo deberían recordarse las más importantes; más bien, deberían aclararse las causas y los efectos, así como las relaciones de poder de las partes beligerantes y los supuestos que llevaron a la resolución; «debería dejarse espacio para la política interior, la historia social, la historia de la civilización, la historia económica y las costumbres»; la habitual «historia de los héroes» (Heldengeschichte) debería transformarse: «es justo que los jóvenes ya no tengan como modelos a guerreros y conquistadores, sino a los grandes inspiradores de la civilización humana: médicos que abrieron nuevos caminos, filósofos, inventores y reformadores sociales».

Junto a la primera exigencia, pues, la de ampliación del «territorio del historiador» en detrimento inevitable de la narrativa tradicional, está la otra exigencia fundamental: la del carácter político de la enseñanza. La enseñanza debe ser de inspiración política: «un proletariado apolítico sería el mejor regalo que la nueva escuela podría hacer a la reacción»; y sin embargo «no hay que hacer propaganda en la escuela de ninguna orientación partidista particular; se trata más bien de estimular el sentido político del alumno». Una distinción difícil, si se tiene en cuenta que, inmediatamente después, es el propio Rosenberg quien pone ciertos límites al carácter aparte de la enseñanza: por ejemplo, la enseñanza de la historia no debe tener una inspiración nacionalista, sino que, debe, por el contrario, suscitar un «espíritu internacionalista». Y para concluir, traza un panorama de largo aliento de las realidades europeas y extraeuropeas que deben tener cabida en la enseñanza, incluida en ella la «especificidad de los pueblos en estado de naturaleza».

IX

De la democracia terrorista a la democracia proletaria

Realización de tal programa fue el pequeño libro sobre Democracia y lucha de clases en la Antigüedad: un experimento, precisamente, en la ampliación del territorio del historiador y en la narrativa liberada de lo «superfluo». Pero el verdadero motivo inspirador del libro está en otra parte: es el problema de la democracia y la antítesis del momento [1921] entre democracia y comunismo. Precisamente con la constatación de esta antítesis comienza el panfleto: «Dos grandes tendencias dominan actualmente la escena política alemana: por un lado, sobre todo entre las clases trabajadoras, se aspira a la dictadura del proletariado; por otro, se proclama la democracia como el orden estatal más deseable».

En su autobiografía, Rosenberg caracteriza unívocamente su obra como una investigación histórica y política sobre la democracia, y sitúa al principio de esta investigación ininterrumpida precisamente Democracia y lucha de clases en la Antigüedad. El problema había venio aflorando en los escritos sobre la historia ateniense que se remontan a los años de la guerra; e incluso en Democracia y lucha de clases la reflexión sobre la democracia sigue siendo siempre una reflexión sobre la democracia ateniense:

“A partir de 1871”, escribe, “el concepto de ‘democracia’ se fue debilitando y transformando cada vez más. Al final, no quedaba más que la idea del predominio de la mayoría, que se expresa mediante la papeleta electoral, y que da lugar a reformas de lenta realización manteniéndose en el terreno de la paz y la legalidad. Por el contrario, mostré que la Atenas democrática era una comunidad que, ciertamente, no conocía ninguna forma de socialismo, pero que con incansable energía buscaba realizar el autogobierno del pueblo trabajador (Freie Wissenschaft, p. 278).

Pero, en efecto, antes de Democracia y lucha de clases hay un tramo del recorrido intelectual de Rosenberg, en el que la democracia radical ateniense es vista como un enemigo mortal, como un «movimiento terrorista», dirigido por «terroristas» como Efialtes, el demoledor del poder aristocrático en el Areópago (Perikles und die Parteien in Athen, 1915, pp. 208-209). Dos años más tarde, su actitud ha cambiado: se le podría definir como morfológicamente agnóstico, a juzgar por su ensayo sobre el «partido» de Temístocles (Hermes, 1918). Este ensayo denota también una cierta atención a las novedades que tienen lugar en Rusia: «La Rusia de hoy -escribe para explicar la diferencia entre Temístocles y Pericles- constituye un buen término de comparación, por lo que respecta a la gran transformación que ha experimentado el concepto de democracia. Allí, los socialistas han monopolizado la definición de los demócratas y definen como democrática una asamblea sólo de socialistas con exclusión de los partidos burgueses. Pero, por otra parte, los burgueses, los cadetes, también reclaman para sí el nombre de demócratas» (p. 310). En este ensayo -fechable en 1917, dada la referencia al partido democrático-constitucional («cadetes») como todavía operativo- ya no se habla de democracia «terrorista»: por el contrario, se hace una distinción entre la democracia burguesa de Clístenes y Temístocles (p. 316) y la democracia «avanzada», o «de los desposeídos», en el sentido de Pericles y Efialtes (p. 312).

Rosenberg no muestra todavía una especial predilección por esta última: la mención de la «Rusia actual» parece tener sobre todo un valor de comparación analógica. Con Democracia y lucha de clases es cuando Rosenberg adopta de manera consistente la fórmula ‘democracia proletaria’ para definir la democracia radical ateniense y, lo que es más importante, la connota de forma abiertamente positiva. Al hacerlo, cree conjugar su opción leninista con su comprensión de una emblemática sociedad antigua: Atenas.

Se puede observar que en este procedimiento hay un salto atrás, que deja en la sombra el antecedente más relevante del contraste de hoy: a saber, el vínculo entre democracia, movimiento obrero y socialismo, así como las formas de democracia históricamente determinadas en la época decisiva de la historia europea abierta por la Revolución Francesa. Este será, de hecho, el tema de su último libro, culminación de su reflexión: Democracia y socialismo. En medio está su crisis política.

X

«Democracia y lucha de clases en la Antigüedad».

 Sigamos ahora más de cerca este recorrido. En Democracia y lucha de clases Rosenberg concilia felizmente la visión de la realidad social antigua derivada de la enseñanza de Meyer (que permanecerá inalterada y operativa incluso más tarde) y la nueva y radical opción política. Esta opción -y esto es característico de Rosenberg- no implica en absoluto la adquisición de conceptos y supuestos de la tradición cultural del movimiento obrero alemán (Engels, Kautsky). Al contrario, entre esta «ortodoxia» y la visión meyeriana de las sociedades antiguas, Rosenberg optará siempre, sin reservas, por esta última.

La teoría -escribe definiendo a los sujetos del choque de clases que pretende ilustrar- según la cual la esencia de toda historia consiste en la lucha de clases encuentra plena confirmación si se considera el mundo antiguo. Pero no es exactamente la lucha de clases entre el libre y el esclavo lo que representa el aspecto más importante de la historia antigua: otros conflictos de clase tuvieron una relevancia aún mayor.

Y una vez más:

“La importancia de la esclavitud al final de la Antigüedad fue cada vez más limitada, y no se puede decir realmente que la caída de la cultura antigua estuviera determinada por la esclavitud (…). ¿Qué consistencia tenía el número de esclavos en relación con el conjunto de la población en el periodo de pleno florecimiento de la edad antigua? Todo el mundo comprenderá la importancia fundamental de este problema. Si el número de esclavos era claramente superior al de libres, es evidente que la mayor parte del trabajo productivo debía ser realizado por esclavos (…). En el caso contrario, es decir, si eran los ciudadanos libres los que constituían la mayoría, entonces ellos mismos tenían que proveer laboriosamente a su propia existencia. Sólo en un sentido muy restringido puede hablarse entonces de estados esclavistas en la Antigüedad. La investigación moderna ha demostrado que esta última hipótesis es la más justa. En el estado ateniense vivían, por ejemplo, alrededor del año 350 a.C. unas 170.000 personas. De ellas, según el cálculo más fiable, 120.000 eran libres y 50.000 esclavas”.

¿Contra qué ortodoxia se dirige la polémica de Rosenberg y qué entiende él por «indagación moderna»? Como es bien sabido, es habitual atribuir a los estudios clásicos soviéticos el dogma de que el contraste entre esclavo y libre era el contraste de clase fundamental en el mundo grecorromano. Pero en 1920 este dogma aún no había tomado forma. La polémica de Rosenberg parece dirigirse más bien contra la tradición del socialismo alemán, fuertemente influida por El origen de la familia de Engels, y consolidada por Karl Kautsky y Franz Mehring: precisamente la tradición a la que Eduard Meyer siempre se había opuesto, bien que sin entregarse a polémicas explícitas. Inspirándose en Meyer, se propone refutar la tradición socialista «revisionista»: la polémica antirrevisionista y la verdadera ciencia (es decir, en su concepción, la enseñanza de Meyer) están en armonía.

Por lo que respecta a la «indagación moderna», Rosenberg alude evidentemente a la Bevölkerung der griechisch-römischen Welt (1886) de Beloch, con cuyos resultados Meyer estuvo de acuerdo, hasta el punto de calificar la Bevölkerung de «obra fundamental» (Die wirtschaftliche Entwicklung des Altertums, 1895, p. 37), en oposición a los datos proporcionados por las fuentes y considerados fiables por toda una tradición de estudios que van desde Montesquieu, Böckh, Tocqueville, Otto Seeck hasta Gernet. En cambio, fue un radical de derechas como Ulrich Kahrstedt quien en esos mismos años sobrevaloró la importancia de la esclavitud antigua y llegó a hablar de una Internacional de Esclavos «protobolchevique». Tal era también la posición de Rosenberg en la Historia de la República romana (p. 60). Por otra parte, según el Rosenberg de Democracia y lucha de clases, sólo en Sicilia habría habido «millones» de esclavos. En este infierno social de la antigüedad», escribe, “el número de esclavos era mayor que la multitud de los libres”. Está claro que Rosenberg piensa aquí en la descripción que hace Diodoro de las guerras serviles sicilianas («¡el infierno social!»), pero, extrañamente, en este caso acepta las elevadas cifras de Diodoro, puestas a menudo en tela de juicio. En conjunto, sin embargo, la interpretación de la sociedad antigua que se desprende de Democracia y lucha de clases es una interpretación fuertemente modernizadora. La sociedad ateniense, en la que trabajadores libres y ricos propietarios habrían luchado entre sí, en la que las relaciones de producción se habrían visto influidas en modesta medida por la esclavitud, es una sociedad moderna, casi «capitalista», como en la Geschichte des Altertums de Meyer.

¿En qué se diferencia entonces la interpretación de Rosenberg de la sociedad ateniense de la de Meyer? Mientras que Meyer vincula estrechamente -tanto en el caso de Atenas como en el de la Edad Moderna- la forma democrática de gobierno con el capitalismo, Rosenberg sostiene que lo característico de la democracia radical antigua es el poder «proletario». De hecho, cree reconocer en la constitución de Atenas en la época de la ‘democracia proletaria’ la mayor analogía con el orden de la Comuna de París de 1871. Ciertamente, en Atenas la «democracia proletaria» no derribó el capitalismo; la explotación de los propietarios sólo habría sido indirecta:

“Los gastos derivados de pagar el salario diario a cada ateniense corrían a cargo, por supuesto, de los propietarios, que -en caso necesario- asumían las cargas que agobiaban al Estado. Era normal, por ejemplo, que cada ciudadano rico tuviera que equipar una nave de guerra o sufragar los gastos de los espectáculos teatrales o musicales organizados para el pueblo”.

En este contexto, Rosenberg ofrece una original descripción de la política exterior de Atenas. En contra del acostumbrado nexo entre democracia e imperialismo -habitual tanto en la visión antigua como en la moderna de la democracia ateniense-, atribuye a los ricos la tendencia al dominio y el impulso de las guerras imperiales de conquista. La propia Guerra del Peloponeso, así como la agresión contra Siracusa, habrían sido en realidad consecuencia de la política de rapiña de la clase propietaria («capitalista»):

“No fue, por tanto, la necesidad económica la que impulsó al proletariado ateniense a seguir la política de explotación en la que la burguesía había basado primero sus relaciones con sus aliados. Se trataba, sin embargo, de una política muy ventajosa, y por eso se continuó: cuanto más dinero, de hecho, entraba en las arcas del Estado, tanto mejor era para la clase que dirigía políticamente el Estado”. (…)

El capitalista era como una vaca, que la comunidad ordeñaba cuidadosamente hasta el fondo. Por tanto, era necesario cuidar de que esta vaca recibiera a su vez un forraje substancioso. El proletariado ateniense no tenía nada en contra de que un fabricante, comerciante o armador ganara tanto dinero en el extranjero como fuera posible: cuanto más, más podía pagar al Estado.

Que el proletariado ateniense era «mayoritario» (mayoritario, por supuesto, incluso en relación con los esclavos, cuyo número Rosenberg, como sabemos, estima muy inferior al de los libres) se da por sentado en estas páginas de Democracia y lucha de clases. Rosenberg señala, en efecto, que, aunque la clase media hubiera querido oponerse al proletariado, este habría seguido siendo mayoritario; además, la extraordinaria madurez política de los atenienses garantizó también la estabilidad del poder:

La solidez de este sistema político es sorprendente, tanto más si se tiene en cuenta que la proporción numérica entre desposeídos y propietarios era sólo de 4 a 3. Así pues, a estos últimos les habría bastado con atraer a su lado a una mínima parte de la clase pobre con cualquier artimaña para conquistar la mayoría en la asamblea popular y estar así en condiciones de paralizar la iniciativa política del proletariado. Si no ocurrió esto, la razón reside principalmente en la excepcional madurez política de los atenienses pobres, que nunca perdieron la confianza en su partido de clase. En la práctica, el fundamento de la democracia proletaria en Atenas era mucho más amplio que los 4/7 sólo de la población total.

La democracia «proletaria» ateniense aparece así como una dictadura de la mayoría. De esto Rosenberg no tiene ninguna duda. Más bien, la dictadura proletaria sería en sí misma la verdadera democracia: «Si en la antigüedad el poder, en un Estado, estaba en manos del proletariado -es decir, para hablar en términos modernos, el proletariado ejercía su dictadura-, tal situación se llamaba democracia». El ejemplo ateniense sirve así para demostrar la identidad entre democracia y dictadura del proletariado, en la creencia de que proletariado significa precisamente, como en Atenas, mayoría (y por tanto legitimación del poder ejercido): un supuesto, éste, característico de la cultura política de la izquierda socialista.

XI

El «socialista sin partido»

Antes de considerar el otro escrito clave de Rosenberg sobre la democracia antigua – el ensayo de 1933 sobre la concepción aristotélica de la democracia y la dictadura – conviene recepitular la vida pública de Rosenberg, así como las innovaciones que se produjeron en su labor historiográfica en la década posterior a Democracia y lucha de clases.

Concejal en Berlín en 1921, delegado en el congreso de Jena y jefe del «servicio de prensa» del Partido Comunista en 1922-23, Rosenberg se alinea enseguida con la oposición de izquierdas reunida en torno a Ruth Fischer. Así que cuando, en 1924, es la izquierda la que asume la dirección del partido, Rosenberg entra en el Comité Central, y en las elecciones de mayo de 1924 es elegido diputado. Como miembro del buró político, se convierte, en la «era Fischer», en uno de los cerebros de la dirección del partido; se le asigna la responsabilidad del sector «exterior», y en el quinto congreso del Komintern (1924) entra a formar parte de la ejecutiva ampliada de la Internacional Comunista, y por tanto del Praesidium de la Ejecutiva. De este modo, Rosenberg llega, en el periodo de transición y enfrentamiento entre las facciones bolcheviques tras la muerte de Lenin, a la cúspide del movimiento comunista internacional.

La izquierda había asumido la dirección del Partido Comunista tras el fracaso del levantamiento de Hamburgo (octubre de 1923), que habían desaconsejado en el último momento los emisarios de la Internacional, pero que, no obstante, intentó de modo veleidoso la antigua dirección. Victor Serge recuerda en sus memorias sus encuentros con Rosenberg durante este periodo: «A veces me encuentro con Rosenberg en la Rote Fahne. Este intelectual de gran calado me asusta un poco cuando me pregunta: ‘¿De verdad cree que los rusos quieren la revolución?’. Él lo duda» (Memorias de un revolucionario, p. 175). En los años siguientes, la trayectoria que llevó a Rosenberg fuera del partido será sólo aparentemente incoherente: al principio se situó, junto con Scholem, en la oposición por la izquierda incluso en los enfrentamientos con la dirección de Fischer; reelegido no obstante para el Comité Central, se desplazará rápidamente a la derecha, a las posiciones de la fracción de Thaelmann (marzo de 1926), que -como fideicomisario de Stalin- gobernaría el partido hasta la victoria de Hitler. En abril de 1927 abandonará el partido. Si, por tanto, se aleja cada vez más de las posiciones maximalistas hasta el punto de abandonar la propia organización comunista, sucede eso porque se ha convencido definitivamente de que la propaganda revolucionaria que enfrenta a los comunistas alemanes con la socialdemocracia es pura prédica más o menos de buena fe, que engaña a las masas a las que se dirige: «nuestro principal enemigo«, dirá en el congreso de Essen (marzo de 1927), “es la fraseología pseudorrevolucionaria o, como también la llamará en el citado discurso parlamentario de unos meses más tarde, «el romanticismo utópico» del comunismo alemán». La crítica a la prédica revolucionaria -si se lleva a cabo con rigor- podría resolverse en una crítica a la propaganda comunista como tal: no en vano Stalin, tras un encuentro con Rosenberg en el Sexto Ejecutivo Ampliado de la Internacional, comentó, hablando de él a otros delegados alemanes, «que en su opinión en breve se iría a la derecha» (Rote Fahne, Berlín, 29 de abril de 1927). Cuestionar la actualidad de la perspectiva revolucionaria y la fiabilidad de su prédica significaba cuestionar el propio antagonismo del Partido Comunista en los enfrentamientos con la socialdemocracia y su aceptación de la realidad de Weimar como un terreno dentro del cual, y no contra el cual, luchar.

Existe cierto debate sobre si, abandonado el Partido Comunista, Rosenberg siguió siendo realmente un «socialista sin partido», tal como se definía, o si se adhirió formalmente a la socialdemocracia, a la que se habían unido entretanto los restos del USPD de la posguerra. ]Lo cierto es que se afilió a la «Liga für die Menschenrechte» [«Liga por los Derechos Humanos»], heredera en la posguerra de la asociación antimilitarista democrática «Neues Vaterland» [«Patria Nueva»], dirigida en su tiempo por Lujo Brentano, Ferdinand Tönnies, Walther Schücking y otros, y no pocas veces víctima de los rigores de la censura militar.

Tras permanecer como diputado y miembro de la Comisión de Investigación hasta el final de su mandato (1928), Rosenberg, apoyándose en la riquísima experiencia de casi diez años de militancia política y, sobre todo, en su profundo trabajo en la Comisión, llega a un experimento de gran alcance: lleva a cabo un intento de síntesis historiográfica de la historia alemana del periodo 1890-1918, desde la crisis del liderazgo bismarckiano hasta la derrota y la revolución. Se trata de su primer gran experimento como historiador de la época contemporánea y estudioso de una realidad directamente vivida. Significativamente, el ensayo se titula Origen de la República alemana, ya que el pensamiento que lo domina es precisamente que los factores de debilidad que la República llevaba dentro de sí desde su nacimiento había que buscarlos en las transformaciones que la guerra había producido.

El segundo experimento de Rosenberg como historiador contemporáneo fue la Historia del bolchevismo (1932), que también suponía un ajuste de cuentas con la segunda y aún más ardua fase de su experiencia política personal. Aquí Rosenberg llega a la conclusión -más tarde ampliamente adoptada por los estudiosos de inspiración socialista- de que el estalinismo representó la transformación definitiva del bolchevismo en un vehículo para la afirmación de Rusia como nación. Un análisis que no concede casi nada al residuo internacionalista de la experiencia soviética; un análisis mucho menos optimista, en este punto, respecto al que pocos años después llegaría de un ámbito cultural muy similar: el del austromarxista Otto Bauer en su profético ¿Entre dos guerras mundiales? (1936).

XII

¿Democracia o mayoría?

Entre la Historia del bolchevismo -tan desilusionada con el resultado de la experiencia soviética- y la Historia de la República alemana (1935) -no sin razón tan drástica al fechar el fin de la República ya en 1930- se sitúa un retorno aislado pero decisivo a la reflexión sobre la política en Grecia, el ensayo de 1933 sobre la concepción aristotélica de la dictadura y la democracia, escrito en polémica con el Aristóteles de Jaeger y publicado en una de las más ilustres revistas alemanas de filología clásica, el Rheinisches Museum.

La refutación de la teoría de Jaeger sobre la génesis de la Política es en parte un pretexto. El núcleo del ensayo está en realidad en la nueva conclusión teórica a la que llega Rosenberg: «En la definición, tanto de la democracia como de la oligarquía, el elemento estadístico carece de importancia» (p. 354). El mérito de este descubrimiento lo atribuye Rosenberg justamente a Aristóteles en el tercer libro de la Política. El texto clave dice así:

“No se debe suponer, como suelen hacer algunos, que existe sin más democracia donde la mayoría es soberana (incluso en las oligarquías la mayoría es soberana) y oligarquía donde unos pocos son soberanos en el gobierno. Si, por ejemplo, hubiera una masa de mil trescientas personas y de ellas mil fueran los ricos y no admitieran en las magistraturas a las trescientas restantes, de condición pobre, pero libres e iguales en todo lo demás, nadie diría que eso es un régimen democrático. Del mismo modo, si los pobres fuesen pocos, pero hegemónicos respecto a los ricos, aunque éstos fuesen mayores en número, nadie llamaría oligarquía a tal forma de gobierno” (1290 a 30-40).

De hecho, esta concepción, según la cual el número, el ser mayoría, no es el rasgo principal y por tanto definitorio de la democracia, está implícita, ya un siglo antes de Aristóteles, en la forma en que el autor anónimo de la Constitución de los atenienses habla del odiado régimen popular. Para decir «democracia», en efecto, utiliza a menudo términos como «chusma»,

«plebeyos», más raramente dice «los más», o «la mayoría»: es decir, connota la base social de la democracia, poco le interesa que pueda ser también numéricamente preponderante.

La lúcida y ejemplar formulación aristotélica domina, por así decirlo, la última reflexión del último Rosenberg. Todavía recurre a ella en Democracia y socialismo (1938):

“La ciencia política griega”, escribe al comienzo del primer capítulo, “ya se ocupó del problema de si todo Estado en el que decide la voluntad de la mayoría es una democracia, o si lo que caracteriza a la democracia es un cierto contenido de clase. Aristóteles, el mayor pensador político de la Antigüedad, dio como respuesta al problema que la democracia no sería otra cosa que el predominio de los pobres en el Estado”.

Y aún lo repite dos años más tarde, en el ensayo ¿Qué queda de Karl Marx? (1940), su última intervención teórica.

Cuando, en su autobiografía, esboza su propia reflexión ininterrumpida sobre la democracia, Rosenberg sitúa en el origen de una «historiografía de la democracia de gran calado» la «brillante revalorización» de Robespierre por parte de Albert Mathiez. Y, en efecto, el núcleo jacobino ha seguido siendo algo sin igual incluso en su última reflexión, firmemente hostil a la idea de que el poder democrático de las masas pudiera consistir «en depositar un voto en la urna». Desde sus comienzos en la Kriegspresseamt, que echó por tierra la fábula de la guerra santa de las democracias contra las autocracias, hasta el socialismo de izquierdas, el comunismo, hasta la elección final de seguir siendo un socialista sin partido, Rosenberg no se desprendió nunca por completo de la crítica leninista de la substancia de clase de la democracia burguesa: precisamente porque en él esa crítica tenía raíces más remotas y profundas que el propio encuentro con el leninismo. Es significativo que, sólo unos días después de la traumática ruptura con el Partido Comunista, interviniera de forma didáctica, en el debate de la Comisión de Investigación, para rechazar una vez más -discrepando de la jerga corriente de los demás comisarios- la antítesis habitual en el lenguaje común entre comunismo y democracia:

“Es justo señalar que Marx, en su sistema, juzga la democracia de una manera substancialmente diferente a la concepción corriente y banal; y que no hace diferencia alguna entre democracia y dictadura del proletariado. Sin embargo, en su propaganda política de todos los días, los grupos bolcheviques nunca hicieron suya la reivindicación del derecho electoral generalizado; las reivindicaciones que en el lenguaje político se suelen definir como «democráticas» siempre han estado en clara oposición a las reivindicaciones del bolchevismo. Sin embargo, como aquí no se trata de teoría marxista, sino de política en el sentido corriente del término, partamos también de una clara diferencia entre las reivindicaciones democráticas y las bolcheviques” (Das Werk des Untersuchungsausschusses, III serie, tomo 7, 2, pág. 353, sesión del 7 de mayo de 1927).

La primera revolución comunista de la historia había provocado el fenómeno inquitante de que «democracia» se convirtiera, como antítesis de la «dictadura proletaria», en consigna de la burguesía. Ante tal aporía, Rosenberg buscó una salida remitiéndosea a la experiencia griega, a pesar de la gran ampliación de su campo de intereses. Primero se propuso, reconsiderando el desarrollo concreto de la democracia griega en los siglos V y IV (Democracia y lucha de clases en la Antigüedad), incluir, por así decirlo, en la noción de dictadura proletaria la de predominio de la mayoría; luego constató, remitiéndose a la reflexión aristotélica, la autonomía de los dos conceptos:

1921: La oligarquía era el predominio de la minoría, la democracia, el predominio de la mayoría. Sin embargo, en la Antigüedad esto no significaba nunca mayoría o minoría: la oligarquía era siempre el predominio de una minoría más rica, la democracia, el predominio de una mayoría de los más pobres.

1933: La democracia es evidentemente, al mismo tiempo gobierno de la mayoría y de los más pobres, la oligarquía es el gobierno de la minoría y de los más ricos. Pero en teoría también sería posible otra combinación completamente distinta: ¿cómo definir un Estado en el que domina una minoría de pobres o una comunidad en la que el poder está en manos de una mayoría de ricos? Aristóteles llega al ingenioso resultado de que, en la definición de democracia, al igual que en la de oligarquía, el elemento estadístico carece de importancia. Todo Estado en el que gobiernan los pobres es una democracia, y todo Estado en el que gobiernan los ricos es una oligarquía. Si se quiere entender rectamente la naturaleza de tales estados, la proporción numérica es irrelevante. Los dos casos insólitos postulados por Aristóteles -una minoría de pobres y una mayoría de ricos en el Estado- son del todo posibles. Basta con incluir, desde un punto de vista político, a la clase media acomodada entre los ricos, e inmediatamente se obtiene tal resultado (Aristoteles über Diktatur und Demokratie, p. 354).

Y la conclusión, con referencia a la realidad contemporánea, es rigurosa:

La aplicación de las definiciones aristotélicas al presente conduciría a resultados muy singulares, pero también muy realistas: la Rusia soviética de 1917 y 1918 sería una democracia; la República francesa de hoy sería una oligarquía. Una y otra valoración no sonarían ni a elogio ni a reproche, sino que constituirían la simple constatación de un hecho (p. 355).

XIII

  «Habiendo reflexionado seguida y largamente»

 No se trata, pues, de razonamientos abstractos, sino de situaciones que es posible ejemplificar. Un poco más adelante, Rosenberg pone el ejemplo de un Estado agrícola en el que «los campesinos propietarios superan numéricamente a los jornaleros y a los artesanos pobres»: es el caso de regiones no desdeñables de Francia y Alemania, reserva electoral de los partidos moderados.

Pero el caso que más le interesa es aquel en el que la clase media más o menos acomodada se alinea políticamente con los grandes detentadores del poder económico y deja al proletariado en minoría. Y recordemos cómo en Democracia y lucha de clases en la Antigüedad ya había prestado mucha atención a este aspecto, donde calculaba que, aunque la clase media se pusiera del lado de los terratenientes, el proletariado seguiría siendo -en Atenas- mayoritario. Ahora, en 1933 -en el ensayo que aparece cuando el exilio ya ha comenzado para él- se ve llevado a meditar sobre la otra eventualidad: aquella en la que el proletariado, aislado, queda en minoría. Urgen, una vez más, tras la indagación teórica, las experiencias directamente vividas de aquellos años decisivos: las repetidas derrotas del movimiento revolucionario en las continuas y acaloradas contiendas electorales que habían jalonado la vida de la República. No se puede comprender plenamente este momento de la reflexión de Rosenberg, que culmina en el ensayo sobre Aristóteles, si no se tiene en cuenta que en este mismo período estaba trabajando sobre el fascismo como movimiento de masas. Un ensayo en el que la parte dedicada a la victoria electoral de Hitler está dominada por la cuestión de por qué, después de la revolución, los partidos burgueses ganaron siempre las elecciones en Alemania; un ensayo lleno de cálculos más o menos aproximados sobre la composición social del electorado de los grandes partidos que se enfrentaron en los quince años de Weimar, y que le lleva a concluir justamente que el «proletariado en sentido estricto» -nosotros diríamos «los explotados», los que no tienen ningún interés en la conservación del sistema dominante- eran una minoría.

He aquí porque, aceptado el terreno de la competición electoral, el movimiento obrero radical salió cada vez perdedor: por supuesto, en una sociedad tan articulada como la weimariana, cada vez más orientada hacia el modelo americano, y cada vez más alejada de la sociedad bipolar y simplificada de la preguerra, cuando la reivindicación de una ley electoral justa por parte del movimiento socialista era en sí misma subversiva y una ley electoral justa era,  o así lo estimaba el movimiento socialista, en sí misma una garantía de victoria. La clase media -que, según el Rosenberg de Democracia y lucha de clases, en la Atenas de Efialtes y Pericles había apoyado la «democracia proletaria»- había, en cambio, condenado, en los quince años de Weimar, al movimiento obrero al aislamiento, allanando así el camino para el fin de la «poco amada República». Cuyo destino demostró plenamente que, en una sociedad industrial complicada, los que no se sienten gratificados por el sistema dominante son una minoría y que, por tanto, deben buscar otros caminos.

En la debacle que siguió a la victoria hitleriana, todo el mundo intentó -meditando sobre las razones de la derrota- indicar los caminos que deberían haberse tomado y enumerar los errores que se habían cometido. En el mundo dividido, sombrío y fratricida de los exiliados -en un mundo que vio cómo exponentes del más ferviente Linkskommunismus arribar al macartismo, fagocitados por la maquinaria norteamericana-, ansioso por abrirse a las novedades de la realidad, pero reacio frente a quienes daban por nuevo lo viejo y rancio, Arthur Rosenberg nunca perdió su pasado, no cayó en el síndrome sombrío del ex jacobino o ex comunista. En un célebre ensayo de 1950, titulado precisamente Perfil del ex comunista, Isaac Deutscher esbozaba un modelo de llegada positiva para esta figura que la historia de nuestro siglo nos ha hecho tan familiar, refiriéndose al caso de tres grandes ex jacobinos: Jefferson, «dispuesto a perdonar incluso el Terror, pero que se apartó indignado ante el despotismo militar de Napoleón y, sin embargo, no tuvo nada que ver con los hipócritas “libertadores” de Europa»; Goethe, cuyo drama consistía «en su incapacidad y resistencia a identificarse con causas cada una de las cuales era un revoltijo inextricable de justo e injusto»; Shelley, que se alegró de la caída de Napoleón, pero reconocía con todo «que la virtud conoce un enemigo más duradero que el fraude bonapartista»: la vieja costumbre, el crimen legal y la fe sanguinaria».

Distinto, menos reductivo, es el planteamiento de Arthur Rosenberg. Su tenaz apelación -después de tan ardientes desilusiones- a la estrella polar del contenido de clase de la democracia me parece digna de situarse junto a las firmes y luminosas palabras con las que Filippo Buonarroti reafirmaba, al cabo de treinta años, su fe en los principios por los que Babeuf y sus hombres habían sido condenados a muerte: «Estrechamente ligado a ellos por sentimientos comunes, compartí sus convicciones y sus esfuerzos, y si nos equivocamos, nuestro error fue al menos completo: ellos perseveraron en él hasta la tumba; y yo, después de haber reflexionado seguida y largamente sobre ello, sigo estando convencido de que la igualdad anhelada por ellos es la única institución idónea para conciliar todas las verdaderas necesidades, para bien dirigir las pasiones útiles, para refrenar las nocivas, y para dar a la sociedad una forma libre, feliz, pacífica y duradera».

Luciano Canfora 

miembro del Consejo Editorial de Sin Permiso, historiador marxista italiano y el más importante clasicista europeo vivo.

Fuente: Il comunista senza partito seguito da Democrazia e lotta di clase nell’antichità di Arthur Rosenberg, Sellerio editore, Palermo, 1984

Traducción: Lucas Antón

El comunista sin partido – Luciano Canfora | Sin Permiso


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