Kepa Tamames •  Opinión •  11/11/2024

Los días de Sevilla [y II]

Lo prometido es deuda, y publico por ello el segundo capítulo de mi fugaz estancia en la capital andaluza. Esta vez va de animales, el tema que alimenta mi vida, como bien saben quienes me siguen. Y ello porque vi la ciudad como un fiel reflejo de esta sociedad en el asunto que nos ocupa: me refiero a la hipocresía social para con nuestros «hermanos pequeños».

Sabido es que Sevilla es taurina hasta la médula ―sí, esa que secciona el maestro a su enemigo para poner fin al martirio―, y a mí esto me duele en el alma, como imagino le duelen al toro en el costado los arpones. O casi. Coincidió mi estancia con una corrida en La Maestranza, y preferí echarme una siesta durante el festejo, para evitar tensiones y sobre todo negras ideas. Leo en la prensa que mataron a seis. Salvando la muerte dolorosa de inocentes, quizá lo peor sea que el acto social era «benéfico», aunque no veo qué beneficio puede reportar a las víctimas ser asaeteadas hasta morir en el albero, o a veces en la sala de despiece. Imagino en los tendidos a los chicos down de las procesiones aplaudiendo con fervor el arte desplegado allí abajo, convencidos los pobres de que aquello está bien. Ellos y ellas nacieron inocentes, y sus papás les envenenaron esas cabecitas blancas, como intoxicados fueron los cerebros de sus mayores años atrás. ¡Qué pena, penita, pena!

Pocos establecimientos de la ciudad admiten animales ―salvo humanos, claro está, que para eso pagan― en sus dependencias, y ello me entristece, pues impide viajar a la familia completa. Además, aparecen por doquier los carteles que anuncian a bombo y platillo dicha prohibición con inusitada contundencia. Ellos sabrán, pero tengo para mí que más pronto que tarde tendrán que cambiar de mentalidad y tragar el sapo, como ya sucedió en tantos lugares. A hostias se aprende, porque si a unos se les gana por el estómago, a otros se les convence por la cartera.

Por el contrario, tuve el placer de observar a un buen número de galgos y podencos paseando con sus amigos humanos, ataviados los perretes con atuendos casi tan elegantes como ellos mismos. Estoy seguro de que no fueron comprados, sino adoptados del albergue donde les esperaba la tristeza de una vida solos. Muchos iban con niños, quién sabe si los mismos que asistieron a la corrida benéfica un día antes. En fin…

La imagen azabache que me traigo es la de unos operarios municipales capturando palomas en una de las coquetas placitas que inundan la urbe. En sus manos se revolvían intentando escapar varios ejemplares, quizá tras ser agasajados en alguna terraza por turistas pelirrojos de buen corazón, sin saber que su invitada acabaría poco después en la cámara de gas.

Y lo que son las cosas: al final de la tarde del último día mis ojos se abrieron gozosos ante la cerámica en la pared de una parroquia. Reproducía la placa un segmento de cierta ley protectora decimonónica, que rezaba así: “Niños; no privéis de la libertad a los pájaros; no los martiricéis y no les destruyáis sus nidos. Dios premia a los niños que protegen a los pájaros y la ley prohíbe que se les cace, se destruyan sus nidos y se les quiten sus crías”. Ni tan mal. Dicen que donde hay vida hay esperanza, y quiero pensar que el aforismo cuadra a la perfección con la escena.

Los días de Sevilla son contradictorios, por la sencilla razón de que son humanos quienes los protagonizan. Siendo así, tampoco podemos esperar nada mejor. Por tanto, vale más quedarse con lo positivo y ocultar la porquería bajo la alfombra. Solo que con ello conseguimos que desaparezca de nuestra vista, pero ahí permanece.

¡Ay!  


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