Francisco González Tejera •  Opinión •  12/07/2016

Tributo de sal

Tributo de sal
Lo primero que hicieron los falangistas fue arrancarle el niño de los brazos a María Pilar Carreño, Tomasito no dejaba de llorar, su madre gritaba que por favor se lo dejaran, que la tiraran a la Marfea con su bebé, en el mismo saco, con las mismas piedras, atado con las mismas sogas de pitera, que los dejaran ahogarse juntos, abrazados en las frías aguas del Atlántico.
 
-¿Qué será de ti mi niño querido? –Aullaba Pili- anarquista y esposa de Tomás Cillero el sindicalista burgalés de la CNT, detenido en el barrio de Arenales, torturado en la comisaría de la calle Luis Antúnez y desaparecido, seguramente también arrojado al mar, quizá al abismo de la sima de Jinámar, en cualquier pozo perdido de la desolada y triste isla de Gran Canaria del año 36.
 
Los fascistas seguían su ritual siniestro, eran todos hombres menos Pilar, los bajaban del camión, les amarraban las piernas, los metían en los fardos de plátanos cedidos por lo terratenientes agrícolas, introducían las piedras y los colocaban en fila de a dos, para ir arrojándolos al abismo uno a uno, mientras tomaban ron de caña, el de La Aldea era el preferido, fumando tabaco Virginio, entre las risas de los jefes requetés, de los millonarios caciques y de Don Juan, el cura de Telde, que pistola al cinto daba la bendición a quienes iban a morir.
 
Volaban hacia el mar los sacos, el niño lloraba, berreaba, también aullaba porque lo veía todo, sabía en que saco estaba su madre, la escuchaba gritar mientras los falanges la apaleaban:
 
-¡Cállate de una vez jodía puta! Que vas a despertar a toda la gente de San Cristóbal. –Le decía Antonio Benítez de Lugo- otro hijo de la nobleza isleña entregado a la criminal tarea del genocidio.
 
Dos monjas recogieron al niño, lo metieron en un coche negro y se lo llevaron, Pilar dejó de escuchar su llanto, en el momento en que sintió como la levantaban del suelo, avanzaban varios metros y la tiraban desde el risco hacia el océano, todo fue muy rápido, en un instante notó el agua salada, los ojos se le irritaron, le picaban mucho por la sal, se hundió hasta el fondo, para ser arrastrada brutalmente por la corriente mar adentro, cuando se dejó llevar, abrió la boca y el agua inundó sus pulmones, murió enseguida, una muerte amarga sin su pequeñín, pensando en lo que le harían, a quien se lo venderían.
 
En menos de media hora no quedó nadie, los tiraron a todos, más de de cincuenta hombres y la pobre Pili.
 
Los esbirros recogieron parsimoniosamente los sacos restantes y las cuerdas, Eufemiano brindaba con Ezequiel Betancor y los hijos del Conde de la Vega, medio borrachos se metieron en los camiones.
 
-Mañana más, grito el capitán Soria. –Mientras partían entre risas y cánticos facciosos-
 
Abajo el líquido elemento hacía bien su trabajo, no se veía a nadie flotando, solo la inmensidad del horizonte, por donde salía un sol rojo como la sangre, olía a flores silvestres, era como si no hubiera pasado nada, una normalidad que atemorizaba a las escasas gaviotas que revoloteaban los negros acantilados.
 
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