El circo de elefantes y asnos
La mayoría de los estadunidenses lo saben: el circo electoral es más show que otra cosa. Este año la mayoría no sólo desaprueba a ambos candidatos presidenciales que les ofrecen los partidos nacionales, reprueba a los políticos en Washington y durante un año ha expresado su rechazo al consenso neoliberal entre ambos partidos. Pero el juego no es del ni para el pueblo. Es para los profesionales del poder.
Ser testigo y evitar ser parte de la farsa es una cuerda muy floja para los miles de periodistas que estamos cubriendo las convenciones nacionales de ambos partidos y la elección nacional –esta muy elaborada coreografía de lo que insisten es democracia.
Lewis Lapham, ex editor legendario de Harpers y hoy de su Latham’s Quarterly, escribió en la elección pasada que este país aún es suficientemente rico para “poner en escena la ficción de la democracia como manera de apaciguar las sospechas de una multitud potencialmente turbulenta contándoles un cuento de hadas. El costo creciente de la producción –las convenciones de nominación sin sentido, decoradas con 15 mil periodistas como trasfondo a los 150 mil globos (que tradicionalmente se sueltan desde los techos de las arenas al culminar una convención)– demuestra ese hecho. Se está solicitando al país votar en noviembre por comerciales de televisión, porque sólo en la zona de tiempo imaginaria de un comercial puede decirse que la democracia estadunidense existe”.
Cuatro años después la obra electoral se ha vuelto un espectáculo grotesco, producido por un equipo tan cínico que hasta de repente cree en su ficción.
Pero es un espectáculo con consecuencias reales para el mundo entero. Lo que acaba de suceder en el invernadero del odio y temor que fue la Convención Nacional Republicana, la semana pasada, debería alarmar no sólo a cualquier estadunidenses consciente, sino al planeta entero.
Vale ver el discurso de Donald Trump para entender porqué tanta gente, incluso dentro de su partido, está afirmando abiertamente que él es una amenaza a la democracia de Estados Unidos.
Es asombroso que ahora sea el candidato presidencial de uno de los dos partidos nacionales. Peor aún, que esta sociedad lo haya permitido a pesar de que todos saben que es populista-nacionalista y racista (todos, términos no peyorativos en este caso, sino descripciones fundamentadas), y que el fenómeno que encabeza tiene nombre y apellido histórico: fascismo. ¿Qué pasa dentro y fuera de este país, que ante ello no tiembla en sus centros la tierra?
Con o sin esa palabra histórica, una amplia gama dentro de la cúpula política del país –algunos funcionarios, intelectuales, comentaristas y ahora hasta algunas figuras republicanas reconocidas– expresa que este es un momento alarmante no sólo para el juego político, sino para el futuro del país.
David Brooks, columnista conservador del New York Times (ninguna relación con este periodista), lo llama «caballero oscuro, quien emplea el discurso clásico de los demagogos al pintar un mundo sin reglas, amenazado por migrantes mexicanos, musulmanes y violencia en las calles que requiere un líder que, ante tanto temor, imponga ley y orden». Afirma que con ello está disolviendo al Partido Republicano.
The Weekly Standard, influyente publicación conservadora, publicó una nota con la cabeza: «Donald Trump está loco, y también el Partido Republicano por abrazarlo».
El veterano periodista Bill Moyers resume que la visión oscura de Trump, de un país «lleno de crimen violento y desesperanza, ruina humeante abrumada por extranjeros que buscan quitarnos empleos, y terroristas empeñados en destruir nuestros pueblos de lo cual sólo él nos puede salvar», señala que es «un tantito Mussolini, otro tantito Berlusconi y mucho Napoleón, con una cachucha de tráiler».
El Washington Post opinó en un editorial que Trump es una «amenaza singular a la democracia de este país», y subraya que una presidencia de Trump «sería peligrosa para la nación y el mundo.»
Un viejo ex senador republicano conservador y delegado en la convención de este año, Gordon Humphrey, calificó a los promotores de Trump de «camisas cafés» (grupo paramilitar de los nazis) y al candidato, de «sociópata».
Al acabar su discurso, el jueves, bajo el festejo de un mar de blancos (sólo 18 de los 2 mil 472 delegados oficiales eran negros), The Onion, el famoso medio satírico, envió un tuit: «Gracias por acompañarnos en nuestra cobertura en vivo de la RNC (Convención Nacional Republicana). Con esto concluye la democracia».
Los debates entre los que dicen que saben, que se consideran progresistas de algún tipo, gira sobre la suposición de que Trump jamás podrá ganar. Pero el documentalista Michael Moore, tal vez para sacar de su estupor complaciente a las filas liberales y progresistas, afirmó que «Trump será el próximo presidente de Estados Unidos….» a menos de que todos hagan todo para frenarlo. Señala que la combinación de una base blanca y masculina movilizada, el voto en cuatro estados claves donde Trump tiene ventajas, el sufragio por Sanders, deprimido, y «vamos a enfrentarlo, nuestro problema más grave no es Trump, sino Hillary, es enormemente impopular…»
Mientras tanto, aquí estamos los testigos de todo esto, en medio de dos convenciones y producciones multimillonarias decoradas de democracia. Y la pregunta es si reportamos como si fueran reales o como espectáculos, donde lo real se hace –como casi siempre en las democracias– en lo oscurito.
«Si votar cambiara algo, no nos dejarían hacerlo», Mark Twain.
«Estamos hoy ante una encrucijada: un camino lleva a la desesperación y desesperanza completa. El otro, a la casi extinción. Esperemos que tengamos la sabiduría para tomar la decisión correcta.», Woody Allen.
El circo con sus elefantes (símbolo de los republicanos) y asnos (demócratas) sigue, a pesar de las nuevas preocupaciones sociales por la crueldad contra los animales.
David Brooks es corresponsal del diario La Jornada en Nueva York.
Fuente: La Jornada