Juan José Téllez Rubio •  Opinión •  17/08/2016

Las otras Olimpiadas

Nuestros principales deseos se relacionan con el éxito cuando debieran guardar relación con la disciplina íntima del ser humano, esto es, la que nos lleva a intentar ganarle ese pulso imposible a la nada, practicando el amor como un juego a vida o muerte, metiéndole goles al paso del tiempo en propia puerta, encestando de tres cada vez que quieran someternos al control antidoping que la rutina impone contra la dicha.

Cómo no amar, sin embargo, al atleta que supera su propia marca y sabe que el deporte no es una guerra contra los adversarios sino una batalla interna a favor de uno mismo. Venero a aquellos que se superan sin necesidad de estimulantes y aquellos que cayeron en el oprobio porque supieron tarde que los consumían. Sin embargo, Lucas Prado y Alberto Suárez Laso, a Abderrahman Ait Khamouch, a Saysunee Jana, a Maja Reichard, Michael McKillop, Teresa Perales o Miguel Luque, entre otros muchos deportistas paralímpicos que triunfaron en Londres o aquellos que no subieron al medallero pero alcanzaron sus últimos objetivos personales.

Hay otras olimpiadas en juego y el comité que las organiza tiene relación con quienes construyen un orden mundial más atento a la avaricia que al esfuerzo, mas amigo de la fuerza que de la razón y más leal al dinero que a sudar la camiseta de la vida cotidiana. ¿Cuántas centésimas de segundo tarda un nigeriano, si es que llega a su meta, en ver rechazada su solicitud de asilo en la frontera de Melilla? Hay una plusmarca, allí, de miedo y de rabia: cualquier muchacho marroquí, para intentar llegar al otro lado del Estrecho, prefiere plantarse en Turquía para seguir viaje hacia el Polo Norte y encontrarse con que allí también han cerrado las fronteras nórdicas de Europa. No hay podio para los miserables. Pero no son los que sufren la miseria sino los que la provocan: las crónicas deportivas no cuentan sus éxitos pero el papel salmón nos lo pregona a diario.

Olimpia era Grecia pero ya apenas se habla de lo que sigue ocurriendo en sus aguas. Cuánto campeón de remo o de miles de millas estilo mariposa en esas barcazas que siguen arribando a un lugar, Europa, donde los viejos dioses han permitido que la bruja Circe nos convierta en cerdos, a aquella vieja tripulación de Ulises que algún día buscó la utopía de Itaca. En los informativos, todo parece breve como los 100 metros lisos, ya se trate de la suerte de los refugiados en Turquía o de la suerte de los propios turcos a manos de su primer ministro.

Existe una olimpiada que cada cuatro años consagra los nuevos dioses contemporáneos, héroes de anuncios de lujo y yogures para yuppies. Los atletas desfilan por el estadio de Maracaná, en Río, vestidos por Giorgio Armani, Adidas, Christian Loubouitin, Disquarred 2, H& M, Ralph Lauren o Stella McCartney. Al otro lado de la villa olímpica, vistosos carteles ocultan la favela de Maré, mientras que ya hace tiempo que evacuaron a la de Autódromo y la Rocinha sigue siendo un avispero de 200.000 almas donde la mayor victoria es la de la supervivencia, aunque los futbolistas regalan escuelas de samba a sus antiguos vecinos de suburbio. ¿Cuántas carreras de 100 metros lisos, cuántos saltos de valla, cuántas maratones, se saldaron en estos confines sin una nube de reporteros gráficos aguardándoles al final de cada gesta, en el último aliento de las carreras de resistencia donde una escuela de samba a veces es la única alternativa posible al pegamento en la nariz, el revolver sicario o la policía tan corrupta como el poder político? A cierta distancia, no se sabe demasiado bien si pesa más el maquillaje en las cuentas públicas llevado a cabo por Dilma Roussef, que tras el informe en su contra de la comisión del Senado, quizás en breve se vea apartada definitivamente de la presidencia de Brasil, o su antiguo aliado Michel Temer, cuyas actuales alianzas reman a favor de la oligarquía de su país por lo que tampoco sorprende tanto que sufriera un abucheo maratoniano durante la ceremonia inaugural de Río 2016.

Cuidado con los tiros que no sean olímpicos, nos previene Amnistía Internacional en una campaña que recuerda tres casos de homicidio por excesos policiales: “En 2014, año en que Brasil acogió el Mundial de fútbol, 60.000 personas fueron víctimas de homicidio –nos dicen los del cirio encendido–. Lo escandaloso es que miles de estas muertes fueron causadas por las fuerzas de seguridad que debían proteger a la población. La mayoría de las víctimas son jóvenes negros varones de las favelas. La mayor parte de los homicidios cometidos por policías y militares no se investigan.

“Además, en las semanas previas y en el transcurso del Mundial de Fútbol de 2014, la policía reprimió de forma violenta las manifestaciones utilizando gases lacrimógenos, granadas paralizantes, balas de goma e incluso armas de fuego. Desde entonces, pocas cosas han cambiado, las autoridades siguen tratando a los manifestantes como “enemigos públicos”. No queremos que esto se repita durante los juegos olímpicos de Río 2016. La población debe sentirse protegida por la policía, no amenazada. Pedimos a la Comisión de Seguridad de los Juegos Olímpicos que garantice que las operaciones de seguridad incorporan los derechos humanos”.

Tampoco faltan –aquí o allá– deportes de resistencia, como los que llevan a los partidos españoles a hacer guantes con los contrarios sin decidirse a ponerles contra las cuerdas o a amañar el combate y permitir que siga luciendo el título presidencial a quien la gente vota mucho pero no lo suficiente: como esos corredores cuyo crono no logra batir su propia marca pero desean que sus oponentes no se pongan de acuerdo para adelantarle en el sprint de las negociaciones y espera mejorar su registro en las terceras elecciones generales.

Mientras Mireia Belmonte estrena a pulmón el medallero patrio, hay atletas que nadan a contracorriente: como las mujeres, cuyas hazañas revisten menos notoriedad que la de sus colegas masculinos y encima, como ya ha ocurrido en Río, sufren agresiones sexuales dentro o fuera de las canchas. ¿Cuántas pelotas de trapo siguen corriendo aún por los improvisados estadios de arrabal donde los niños a los que no dejan serlo sueñan con ser Leo Messi o Cristiano Ronaldo pero jamás saldrán, probablemente, del banquillo de la pobreza extrema, de la selección nacional de la especie, de la concentración en los comedores de caridad o en el fuera de juego de las deslocalizaciones?

En Londres 2012, como ahora en Río, hubo participantes de países muy distintos, toda una ONU de la diversidad, no sólo cultural sino económica y política. También han viajado hasta allí deportistas de Ghana o de Palestina, de Camerún o de Pakistán. Nos dirán que David puede vencer a Goliath, como ocurriera con la bofetada sin manos que el corredor negro Jesse Owens estampó contra la teoría de la raza aria de Adolf Hitler en los juegos de Berlín de 1936. Sin embargo, desconfiemos: si cualquiera revisa el medallero de hace cuatro años, podremos comprobar que las distinciones se repartieron fundamentalmente entre Estados Unidos, Rusia, China, Corea del Sur, Australia y diversos países de la Unión Europea. También quien paga más obtiene mejores marcas, mayor rédito en el escalafón del triunfo.

Este año, aplaudiremos las gestas que volverán a hacer historia, el crono pluscuamperfecto, el drama de algunas victorias pírricas y de otras derrotas que no debieron serlo. Y nuestra memoria acumulará, así, imágenes nuevas que nos ayuden a pensar que hay siempre una photo finish que nos haga justicia o que hay carreras, como en la fábula, que acaban ganando las tortugas. Ojalá pudiéramos creer que, en la vida normal, el vencedor no es quien más logra sino quien más sueña. Y que perder no es una tragedia sino el paso necesario para seguir aprendiendo.

Eso sí, al día siguiente, fuera o dentro de las pistas, vendrán los árbitros o el Fondo Monetario Internacional a convencernos de que la historia sólo la escriben los vencedores y que es tan difícil cambiar la realidad como que gane el mejor.

 

Juan José Téllez Rubio es un escritor y periodista español. Colaborador en distintos medios de comunicación.

Fuente: Rebelión


Opinión /