La playa es mía porque sí
En Gandía y Sagunto, localidades turísticas de la Comunidad de Valencia, este verano las playas vuelven a ser públicas, esto es, de todos y de todas, no de la primera persona que llega con legañas a la salida del sol, clava su sombrilla en la arena, se apropia de un trozo de playa y se va a dormir hasta que regrese al mediodía.
Parece una noticia desechable, de las muchas que ofrece el amodorramiento estival, sin embargo ha sido portada de varios medios de comunicación. Incluso cuando la policía se ha personado a orillas del mar, retirando sombrillas sin aparente dueño o anunciando multas por esa tradicional manera de privatizar la arena pública porque sí, entre los bañistas se han montado airadas trifulcas a favor y en contra de la nueva medida municipal.
La cosa no ha pasado a mayores, pero se han difundido imágenes de esos gruñidos populares como si fuera el único conflicto abierto en esta soporífera España, blandengue y satisfecha de haberse conocido a sí misma que alimenta a diario la abulia proverbial de Mariano Rajoy.
Pese a ser una noticia de rango segundón, un análisis más detallado nos puede dar una idea, siquiera aproximada, de las raíces profundas del individualismo patrio y su apego a lo mío, lo exclusivamente privado, en detrimento de lo público.
Alguien ocurrente y chistoso dijo hace bastante tiempo que la propiedad privada nació en el preciso instante que una persona cercó un espacio o territorio creando un afuera y un adentro, de aquí hasta allí es solo mío. Como por arte de magia, los concurrentes no dijeron ni mu, aceptando una situación de hecho que más tarde por mor del derecho se convirtió en legal.
Los que nada tenían tomaron nota mental de tal acontecimiento primigenio y se pusieron a trazar y construir barreras, fronteras, mojones, redes y alambradas para señalar los límites de los imperios, los países y las propiedades particulares. Era muy erótico mostrar los propios poderes en vastas extensiones de títulos varios de propiedad mientras que lo público se iba reduciendo a lo que dejaran libre las migajas de las aventuras de conquista personales.
Ese mito genuino de mayor prestigio de lo mío contra lo de todos ha germinado y forma parte del inconsciente colectivo junguiano de la inmensa mayoría. Lo mío otorga un plus de autoestima y se vive como un ensanchamiento del yo. Mi éxito en la rapiña me ofrece como regalo un estatus más elevado. Todas aquellas personas que sobreviven por necesidad al cobijo de los sistemas públicos son perdedores por naturaleza, ciudadanas de segunda fila.
En la corteza cultural se ha ido haciendo fuerte un pensamiento a modo de hábito o rutina de la conducta que nos guía invisiblemente para aceptar la propiedad privada como un fenómeno natural inalienable. El recetario capitalista ha hecho de esta artimaña ideológica un monumento casi religioso e intocable: la propiedad privada es la expresión última de la libertad de mercado, esa sacrosanta libertad dejada a las manos ocultas y misteriosas de unas fuerzas telúricas y anónimas que asignan los recursos económicos en disputa de forma ciega y justa.
Lo de Sagunto y Gandía se basa en este antiguo mito de la propiedad privada. Una tradición, aparentemente inocua, que moldea una filosofía política antediluviana. Lo mío es inatacable, el que venga detrás que se busque la vida como pueda.
Cualquier conquista histórica se ha basado en ese principio: el primero que llega elige el mejor trozo de pastel. Al resto de mortales solo le queda admirar al pionero y seguir su estela ideológica: luchar hasta la extenuación contra todos para transformarse en flamante amo de otro espacio robado a lo público. Después de la guerra, con el poder que otorga la victoria, vienen las legitimaciones ideológicas y normativas que crean un nuevo territorio de convivencia (y explotación laboral, y desigualdades…).
Gandía y Sagunto son un síntoma contemporáneo de lo expresado hasta aquí. Sobre la mitomanía de la propiedad privada descansan políticas que proclaman la bajada de impuestos, las privatizaciones de los servicios y de los recursos naturales, el libre albedrío individual, el consumismo desmedido, la posmodernidad del riesgo, la feroz competencia empresarial y las reformas laborales que menguan los derechos de la clase trabajadora.
En el imaginario popular sigue valiendo ese aforismo que postula que tanto tienes, tanto vales. Sin propiedad privada, somos nada, don nadies, carne de cañón explotable en el régimen mundo de la globalización neoliberal.
De ahí que los bañistas que madrugan para coger un mísero trozo de arena playera se hayan sentido despojados por el poder público de una prerrogativa no escrita que avala su gesto de apropiarse de un espacio público, prohibiendo a la gente su uso y disfrute general hasta que ellos así lo quieran. Les han tocado su propiedad privada, lo mío. Y eso choca frontalmente contra la costumbre atávica de que lo mío no se toca jamás.
De estas fruslerías o nimiedades se nutren las ideas políticas conservadoras, o sea, las derechas. Su pensamiento prima el egoísmo, la pugna sin cuartel de todos contra todos. Aunque a nuestro alrededor la gente se muera de hambre o sufra, un duende interno nos responde automáticamente, por algo será. Así acallamos nuestra veleidosa conciencia de propietarios por unas horas de un mínimo territorio de arena en una playa atestada de competidores en busca de una cara sombra donde pasar las vacaciones de verano.
Esa escueta sombrilla no nos deja ver más allá de nuestras propias narices y magros privilegios ganados a costa de romper la convivencia pública y la justicia social. En lo pequeño y cotidiano también se expresan los grandes conflictos políticos, culturales, ideológicos y económicos. Pero la realidad se esconde en las miras a corto plazo: ahora mismo, la sombra es mía. ¡Que se jodan los que lleguen después!