Sobre el “Post-Progresismo” en América Latina: aportes para un debate (II)
Productividad histórica y limitaciones de los “progresismos realmente existentes”
En la segunda parte de su artículo Modonesi y Svampa examinan las derivas de los “progresismos realmente existentes”. El tono es, por supuesto, crítico de estas experiencias que “parecían abrir la posibilidad de concretar algunas demandas de cambio”. De sus palabras, así como del resto de su trabajo, se desprende que esos gobiernos fracasaron lamentablemente a la hora de introducir algún cambio mínimamente significativo. Esto abre un serio interrogante, teórico y práctico a la vez, acerca de las enigmáticas razones por las cuales, ante tanta inocuidad política, el imperialismo reaccionó con tanta furia y saña contra estos gobiernos. Pero dejando esto de lado, nuestros autores fustigan a quienes aludieron a estos procesos apelando a expresiones tan diversas como “posneoliberalismo”, “el giro a la izquierda”, o inclusive de una “nueva izquierda latinoamericana”.
Según sus análisis la caracterización que finalmente predominó fue la denominación genérica y por demás vaga de “progresismo”. Reconocen, sin embargo, que bajo este rótulo se incorporaban -a nuestro juicio erróneamente- experiencias políticas y sociales muy distintas. Tal como lo hemos planteado en otro lugar, hay una distinción que por elemental no deja de ser crucial entre gobiernos que se fijaron como objetivo la construcción de una sociedad no-capitalista: “socialismo del siglo veintiuno”, “socialismo bolivariano”, “sumak kawsay”, “vivir bien”, como se desprende de los casos de Venezuela, Bolivia y Ecuador; y otros cuyo objetivo era fundar un “capitalismo serio”, como se lo propusieron, sin éxito, Lula da Silva en Brasil, Néstor Kirchner y Cristina Fernández en la Argentina, y los gobiernos del Frente Amplio en Uruguay. En lugar de esto, Modonesi y Svampa incomprensiblemente incluyen bajo una misma categoría de “progresismo” a los gobiernos de Ricardo Lagos y Michelle Bachelet en Chile, claramente de centro derecha y casi conservadores, junto al Brasil, de Lula Da Silva y Dilma Rousseff, al Uruguay, de Tabaré Vázquez y Pepe Mujica, la Argentina de Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner, al Ecuador de Rafael Correa, la Bolivia de Evo Morales, la Venezuela de Hugo Chávez y recientemente, de Nicolás Maduro y a Nicaragua con las presidencias de Daniel Ortega y los gobiernos del FMLN en El Salvador, en particular el de Sánchez Cerén. [9] Quedan en la nebulosa, por omisión, los gobiernos de Fernando Lugo en Paraguay y de Manuel “Mel” Zelaya en Honduras.
A Cuba, ¡menos mal!, no la incluyen en su progresismo descartable, pero se olvidan llamativamente, por cierto, de incorporarla en algún análisis o parte de su texto. Nos parece imposible hablar de estos temas sin una referencia a la Revolución Cubana, cuya porfiada resistencia a los designios del imperialismo abrió la puerta a eso que el presidente Rafael Correa llamara “cambio de época”. Mucho más oscura y desgraciada habría sido la historia en América Latina y el Caribe si Cuba hubiese arriado las banderas del socialismo una vez desintegrada la Unión Soviética, como se lo reclamaran con insistencia numerosos líderes socialdemócratas, ya reconvertidos al neoliberalismo, de Europa y América Latina.
Modonesi y Svampa aciertan sólo en parte cuando aseguran que el progresismo latinoamericano llevaba una agenda similar: crítica al neoliberalismo, cierta heterodoxia en las políticas macroeconómicas, inclusión social, lucha contra la pobreza, etcétera. Pero dejan en las sombras una diferencia fundamental: que los gobiernos de izquierda –Venezuela, Bolivia y Ecuador- asumieron posturas y ejecutaron políticas más radicales en lo económico y social, construyeron notables constituciones que profundizaron la calidad democrática de sus países, hicieron de la naturaleza un sujeto de derecho (introduciendo una innovación fundamental en el derecho contemporáneo), y adoptaron planteamientos abiertamente antiimperialistas que las versiones más edulcoradas del progresismo, ni hablar del conservadurismo chileno, ni por asomo se atrevieron a ensayar. El ocultamiento del antiimperialismo en un cono de sombras es un rasgo común a las diversas familias trotskistas y a los pensadores liberales, cuya ceguera para ver ese fenómeno llega a ser por momentos alucinante y que en consecuencia sólo les permite ver el árbol y no percibir el bosque, con las consecuencias políticas que de ello se derivan.
La consecuencia de este planteamiento es que todos los gobiernos progresistas caen en el cajón de sastre de un “populismo de alta intensidad” que se opone, absorbe y niega otras matrices ideológicas contestatarias, como la del indigenismo, el campesinado, las izquierdas clásicas y los autonomismos que desempeñaron, según nuestros autores, un papel importante en el inicio de la nueva época. En suma, se consolida un cambio controlado desde arriba, con líderes mesiánicos que “dan” cosas a un pueblo sumiso y sometido. El remate de esta interpretación es la caracterización de estos procesos progresistas (¿sin diferenciar al Chile de Bachelet de la Bolivia de Evo?) como “revoluciones pasivas” (Gramsci), o sea, como modernizaciones conservadoras que desmovilizan y subalternizan a los protagonistas del ciclo de lucha anterior.
De lo anterior, Modonesi y Svampa concluyen que hay tres limitaciones que impiden caracterizar a los gobiernos progresistas como “posneoliberales” o de izquierda. Primero, porque “aceptaron el proceso de globalización asimétrica” y sus consecuencias: límites a la redistribución de la riqueza, al combate a la desigualdad y al cambio de la matriz productiva. Tampoco avanzaron estos regímenes en reformas tributarias, más allá de tímidos intentos, y su política de recuperación de los bienes comunes para sus pueblos se hizo negociando con las grandes transnacionales de la industria, el agronegocio y la minería.
Ante esto cabe decir que la modificación de la globalización asimétrica es un proyecto que ni siquiera China está en condiciones de realizar, y que exigirle eso a un país latinoamericano revela un profundo desconocimiento de lo que nuestros países están en condiciones de hacer. En cuanto a que hubo límites en las políticas de redistribución de ingresos y riqueza es cierto, pero: ¿dónde y cuándo no los hubo? Reformas tributarias continúan siendo una asignatura pendiente, pero en algunos países en algo se avanzó, si bien no tanto como hubiera sido deseable. Por último, una vez más, si China concluyó a finales de los años setenta del siglo pasado que con sus propios recursos jamás podría garantizar el crecimiento de su economía para resolver los problemas de su población; que sin una asociación no-subordinada al capital extranjero, posible por la fortaleza de su aparato estatal, jamás darían el salto tecnológico requerido por el desarrollo de sus fuerzas productivas, ¿cómo podrían nuestros países prescindir de una negociación con quienes detentan un práctico monopolio de la alta tecnología?
El caso de China es bien ilustrativo. Desde el comienzo de las reformas económicas implantadas por Deng Xiao Ping en 1978, el PIB de ese país se multiplicó por diez y se puso fin a las hambrunas que desde tiempos inmemoriales periódicamente condenaban a muerte a decenas de millones de chinos. Deng se preguntó, ante sus camaradas del Partido Comunista, si China podría, con sus propios recursos, algún día llegar a tener la gravitación internacional que gozaban algunos países europeos como Alemania, Francia o Gran Bretaña. Su respuesta fue un rotundo no. Dijo que para lograr ese objetivo China debía construir un Estado fuerte, para evitar ser sometido al arbitrio de los grandes capitales; que debía atraer la inversión extranjera, con transferencia de tecnología, para apropiarse de los avances tecnológicos de Occidente; que debía lanzar un gran programa de obras públicas, para construir los caminos, puentes, vías férreas, puertos y toda la infraestructura que China requería y, por último, que tenía que realizar fuertes inversiones en educación y en ciencia y tecnología. A la luz de esta reflexión del líder chino, ¿es razonable pensar que países latinoamericanos, incluyendo al Brasil, México y la Argentina, pueden lograr los avances económicos y sociales que esperan sin una negociación con las transnacionales que retienen en su poder los desarrollos tecnológicos más importantes de nuestro tiempo en las principales ramas de la economía?
Tomemos el caso de Bolivia y el litio. Durante siglos la oligarquía de ese país mantuvo a su población en la ignorancia y el analfabetismo. ¿Cómo hacer para que, de la noche a la mañana, surja una capa de técnicos del más alto nivel, familiarizados con la más actualizada metodología susceptible de ser empleada para la producción de litio? Por otra parte la extracción y producción del litio, que es criticada por un irresponsable pseudo ambientalismo, tiene un potencial enorme a desarrollar en cuanto energía más limpia y renovable. Pero en Bolivia las transnacionales que elaboran el litio no tienen acceso al salar de Uyuni, que es de donde se lo obtiene y al cual sólo ingresan las empresas estatales. Allí no entra el capital extranjero.
El segundo pecado de los progresismos latinoamericanos (recordar: sin discriminación alguna al interior de esta categoría) fue su fracaso en la pregonada vocación por cambiar la matriz productiva, “más allá de las narrativas eco-comunitarias que postulaban al inicio los gobiernos de Bolivia y Ecuador, o de las declaraciones críticas del chavismo respecto de la naturaleza rentista y extractiva de la sociedad venezolana”. Esta incapacidad demostraría que los gobiernos del grupo no sólo no ingresaron en el terreno del pos-neoliberalismo sino que, por el contrario, agravaron la cuestión ambiental, criminalizaron la protesta social, repudiaron al Convenio 169 de la OIT que establece la protección de los pueblos indígenas y tribales, y deterioraron los derechos anteriormente adquiridos.
Ante esta crítica hay que decir que, efectivamente, al cambio de la matriz productiva resultó ser muchísimo más complicado de lo imaginado. De hecho, en fechas recientes los dos casos más significativos de ese cambio son Corea del Sur y Gran Bretaña: la primera, transitando a lo largo de más de un cuarto de siglo desde una economía campesina atrasada a una de carácter industrial altamente desarrollada; la segunda, desandando la ruta industrial y reconvirtiéndose en una economía de servicios y fundamentalmente de carácter financiero en torno a la City londinense. En los dos casos el período requerido para hacer estos cambios osciló entre los 25 y los 30 años, y en ambos también se contó con la colaboración de Estados Unidos. Por el contrario, en los países latinoamericanos los cambios hay que hacerlos de inmediato, pues a los dos años el gobierno de turno se enfrenta a las primeras elecciones y, para colmo de males, todo debe hacerse en un contexto signado por la persistente animosidad de los Estados Unidos y su tridente desestabilizador: la oligarquía mediática, el poder judicial y la venalidad de los legisladores. Tiempo que, obviamente, es irrisorio para emprender la transformación de la matriz productiva en cantidad y calidad suficiente, teniendo en cuenta la estructural dependencia externa que fue cambiando su modalidad pero sigue vigente desde hace 500 años.
Pero lo que de ninguna manera ocurrió fue que se criminalizara la protesta social o se produjera un deterioro de los derechos adquiridos o se desconocieran los de los pueblos indígenas. Y en caso de que se hubiera producido algo en esa dirección esto no obedeció a una política sistemática sino a excepciones producto de circunstancias coyunturales. Sería bueno que Modonesi y Svampa aportaran algunos ejemplos concretos al respecto, pero no lo hacen. En cambio sugieren que las políticas represivas que normalmente emplean los gobiernos conservadores latinoamericanos encuentran su contraparte en los de signo progresista, lo cual es un error sólo atribuible a un malsano encono en contra de estos gobiernos. Encono que no por casualidad corre en paralelo con el llamativo silencio de nuestros autores en relación a las masivas violaciones a los derechos humanos y las libertades públicas perpetradas por los gobiernos México, Honduras, Colombia y Perú, que ni por asomo suscitan la indignación y la fiereza crítica que sí les provocan las flaquezas y limitaciones de los gobiernos del “ciclo progresista”.
Hay empero una tercera limitación que habría impedido el tránsito hacia el post-neoliberalismo: “la concentración de poder político, la utilización clientelar del aparato del Estado, el cercenamiento del pluralismo y la intolerancia a las disidencias”. Una vez más nos hallamos ante una crítica indiferenciada que en su generalidad nada explica ni nada permite entender. No sólo eso, en su temeraria aseveración los autores hablan, sin aportar un solo dato concreto, de cuestiones tan graves como violación de derechos humanos e, inclusive, de una clara complicidad de los gobiernos progresistas –de nuevo, todos sin excepción- con las estrategias de restauración derechista por la vía electoral. El remate de este disparate es la afirmación de que “salvo parcialmente en el caso del Poder Comunal en Venezuela (…) el andamiaje estatal y partidocrático propio del (neo) liberalismo” ha quedado intacto. Las nuevas y radicales constituciones de Venezuela, Bolivia y Ecuador, que abrieron rumbos en la protección de la naturaleza y en la expansión de los derechos democráticos son arrojadas, sin más miramiento, al trasto junto con la estatización de los bienes comunes y todo un conjunto de cambios que desataron la feroz reacción de la derecha vernácula y el imperialismo. Se verifica una vez más la verdad contenida en el refrán que dice que no hay peor ciego que el que no quiere ver.
Continuará…
Atilio A. Boron, politólogo y sociólogo argentino. Profesor Titular Consulto de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires e Investigador del Instituto de Estudios de América Latina y el Caribe (IEALC) de esa misma facultad. Director del PLED, Programa Latinoamericano de Educación a Distancia del Centro Cultural de la Cooperación Floreal Gorini y Profesor del Departamento de Historia de la Universidad Nacional de Avellaneda.
Paula Klachko es doctora en Historia por la Universidad Nacional de La Plata. Profesora en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de José C. Paz y del Departamento de Historia de la Universidad Nacional de Avellaneda.
Fuente: Telesurtv.net