Juan de Dios Ramírez-Heredia •  Opinión •  18/10/2016

Cuando el hambre se convierte en la principal de las injusticias

Recuerdo de mi primera juventud, cuando estudiaba en una escuela gratuita que regentaban los salesianos en mi pueblo, Puerto Real, que cuando hacíamos los ejercicios espirituales, algunas imágenes que describían los sacerdotes en sus predicaciones me impactaron tanto que aún las conservo vivas en mi retina.

   Los ejercicios espirituales eran unas jornadas, seleccionadas en el periodo de la cuaresma, en las que se intensificaban los momentos de oración y, sobre todo los de meditación. Acudíamos a la gran capilla del colegio unos trescientos muchachos cuyas edades rondaban los quince años y sumidos en un profundo silencio esperábamos ver aparecer la figura del sacerdote que desde el púlpito había de zarandear nuestras conciencias pecadoras de jóvenes adolescentes con algunos sermones verdaderamente escatológicos.

   Vienen estos recuerdos a propósito de la conmemoración dramática que hoy se hace en una parte del mundo para que seamos conscientes de la profunda injusticia que supone que millones de seres humanos padezcan enfermedades terminales por falta de alimentos y mueran como insectos a los que se ha rociado con un desinfectante envenenado.

   De los ejercicios espirituales de mi juventud ha quedado en mi recuerdo una imagen dramática de tanta fuerza que ni siquiera hoy puedo evitar un escalofrío cuando la evoco. El padre salesiano que nos dirigía el sermón nos zarandeaba con su palabra fácil y cortante para que viésemos en nuestro interior que éramos unos miserables pecadores, indignos de ser atendidos por la misericordia infinita de Dios. Pero Dios, que es paciente y bondadoso, nos venía a ofrecer una y mil veces la oportunidad de arrepentirnos de nuestros pecados para que en el cielo ―así se nos decía― se celebrara una gran fiesta por cada pecador arrepentido.

   Pero, si por el contrario permanecíamos contumaces en el pecado y no nos arrepentíamos de nuestras maldades, y en ese estado de pecado mortal nos sorprendía la muerte, seríamos condenados irremisiblemente a arder por toda la eternidad en el fuego del infierno. Y sobrecogidos por tan terrible destino, sabiendo que nuestros pecados, casi todos, estaban en la órbita del sexto mandamiento, no acabamos de entender por qué la búsqueda del placer recién descubierto había de ocasionarnos tan inmenso martirio.

    Pero el momento aterrador en el que sentíamos en nuestra piel las llamas del incendio que nos achicharraba sin consumirnos, era cuando el predicador nos decía:

  ―Hijos míos, hermanos, no os confundáis. El pecado contra los mandamientos de la Ley de Dios es de tal gravedad que solo puede ser castigado con el sufrimiento inconmensurable del infierno. Y el fuego del infierno es de tal magnitud que cualquier comparación con el que conocemos aquí en la tierra, sería inexistente, porque ―en ese momento algunos sentíamos que nuestros dientes empezaban a castañetear de puro pánico― la diferencia que hay entre el fuego terrible del infierno y el fuego real con el que se queman nuestros bosques es la misma que existe entre el fuego real que conocemos y el fuego que aparece pintado en algún cuadro o fotografía.

   Hoy el mundo civilizado se conmoverá cuando los periódicos, las radios y las televisiones nos digan que 1.300 millones de seres humanos mueren lentamente porque tan solo disponen de menos de un euro al día para hacer frente a todas sus necesidades. O que 702 millones de personas viven en condición de extrema pobreza, es decir, el 9,6% de la población mundial. Esto lo dice un informe del Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional (FMI), mientras el hambre te corroe por dentro cuando atenazado por la impotencia ves que no ganas lo suficiente para dar a tu familia un pedazo de pan que llevarse a la boca.

   Estoy viendo en la pantalla de mi ordenar muchas colas de mujeres, de hombres sanos y fuertes en plena vitalidad, de ancianos tristes y de niños de todas las edades ante establecimientos de reparto de alimentos. Estas fotos son de ahora mismo y están tomadas en Málaga, en Valencia, en Lugo, en Almería, en Ponferrada, en Barcelona, en Madrid, en Córdoba, en Santander, en Santa Cruz de Tenerife, en Hellín, en Vigo, en Avilés, en Toledo, en Alicante, en Murcia, en Palma de Mallorca… Este es un dato, tomado al azar, para los que dicen que quienes denunciamos estos hechos somos unos demagogos y que en nuestro país el que pasa hambre es porque quiere: “uno de cada cinco hogares en la Comunidad Valenciana sigue bajo el umbral de la pobreza.” Lo dice el Observatorio de Investigación sobre Pobreza y Exclusión en la Comunidad Valenciana, en el que colaboran la Universidad CEU Cardenal Herrera de Valencia, las Cáritas diocesanas de la Comunidad Valenciana y la Fundación FOESSA.

   No quiero agobiarles más con datos estremecedores que hoy airean casi todos los medios de comunicación. Pero sí quiero llamarles la atención sobre el paralelismo que veo entre el fuego del infierno y la tragedia que supone la extrema pobreza, y el hambre cochina que mata a tantos semejantes nuestros. Afirmo rotundamente que no puede hablar con propiedad del hambre quien nunca la sufrió ni del frío quien nunca lo experimentó. Es como el fuego del averno y las llamas pintadas del cuadro. Me hubiera gustado oír en mi juventud atemorizada que robar comida cuando se han agotado todos los medios al alcance para pagarla, que dar un golpe a un escaparate donde aparecen relucientes los más exquisitos manjares y llevarlo a nuestros hijos cuando ni siquiera tienen un mendrugo con que engañar a las tripas rugientes, eso no es pecado ni Dios llevará al fuego eterno al padre de familia que así actúe. Me hubiera gustado oírle a nuestro predicador que por encima del derecho de propiedad está el derecho a la vida que es un don sagrado de Dios. Me hubiera reconfortado saber entonces que la justicia divina estaba junto a los hambrientos de pan y de justicia, mientras que la justicia de los poderosos te mete en la cárcel por culpa de una gallina que se salió del gallinero.

   Hoy me siento triste, muy triste, porque no me avergüenza reconocer que, en mi infancia, mientras yo vigilaba por si venía el guarda, mi madre viuda y mi hermana llenaban una cesta de fruta que sigilosamente cogían de cualquiera de los muchos árboles frutales que circundaban mi pueblo. Entonces en España había mucha hambre. Acabábamos de salir de una fratricida guerra civil y los alimentos escaseaban. Pero hoy, en los albores del siglo XXI, mientras millones de seres humanos mueren a causa del hambre, dice la FAO que un tercio de los alimentos producidos para el consumo se pierde, lo que equivale a unos 1.300 millones de toneladas al año.

   A los causantes de ese despilfarro yo los condenaba a asistir a unos ejercicios espirituales dirigido por algún benemérito religioso que les metiera el miedo en el cuerpo. Y les dejaría bien claro que serían condenados al fuego eterno no tanto por los pecados contra el sexto mandamiento ―que también― sino por los relacionados con el séptimo. Dicen que la causa más relevante de la pobreza en el mundo es la deuda externa. Pues amenazados se vean todos los especuladores de los bancos y de las finanzas, así como los responsables de los gobiernos que los consienten, a ser consumidos por las llamas del infierno el día que dejen este mundo, no sin antes pasar una prolongada estancia entre los barrotes de la justicia terrenal a la que deben ser sometidos.

 

* Juan de Dios Ramirez-Heredia
Abogado y periodista
Presidente de Unión Romani


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