David Brooks •  Opinión •  18/11/2016

SOS

Algunos dicen que es el fin de un Estados Unidos semicivilizado, otros dicen que aquí tronó el viejo sistema político bipartidista, otros creen que acaba de aparecer el diablo –gusto en conocerte, espero que hayas adivinado mi nombre, lo que te está confundiendo es la naturaleza de mi juego– y otros creen que no pasará nada con esta cosa fea resultado de la contienda más asquerosa en la historia moderna (dixit la gran mayoría del electorado), ya que todos –incluso el peligroso bufón anaranjado– acabarán siendo sujetados por el gobierno permanente y obligados a portarse más o menos bien.

Todos están sorprendidos. No funcionaron sus modelos, ni sus programas ni los infinitos datos con que alimentaban sus computadoras. Los expertos –politilógos, veteranos de campañas, los que entienden matemáticas y estadísticas, viejos lobos de la política y casi todo periodista– ofrecían sus espléndidos análisis de cómo era esa extraña cosa llamada pueblo o electorado, de cómo se comportaba y cómo reaccionaba ante los gritos, engaños y manipulaciones de diversos irritantes llamados candidatos. Los científicos entendían casi todo hasta que el pasado martes se mostró que no entendían casi nada.

Ahora los expertos profesionales argumentan que este es un país muy dividido, y muestran ese mapa tramposo donde ilustran dónde están los de azul (demócratas) y los de rojo (republicanos). Esa es ahora la narrativa oficial que se desea imponer por los maestros del juego político y mediático.

Pero la división no es entre colores, de un lado y del otro, horizontal a lo largo de un mapa, sino vertical: lo que caracterizó esta contienda desde un inicio hace casi dos años es que la división es entre los de arriba y los de abajo. Esta fue una contienda de insurgencias contra las cúpulas azul y roja. La opinión pública reprobó a ambos partidos, casi todos los candidatos, y cuando pudieron votaron contra la élite política y económica tanto en las primarias como ahora en la elección general.

Al anular la opción progresista para la expresión de esa insurgencia, con Clinton y sus aliados haciendo todo lo posible para descarrilar la amenaza del socialista democrático Bernie Sanders (quien durante su campaña, y posiblemente aun ahora, es el político con el mayor índice de popularidad en este país), sólo dejaron la opción de un demagogo derechista y los infinitos adjetivos que se merece. Siempre ha existido una corriente racista y hasta fascista en este, como en casi todo país, y la campaña y ahora elección de Trump ha desatado estas corrientes como veneno por todo el país, y esto apenas empieza. Pero aún más importante es entender que no todos, y tal vez sólo una minoría de los 60 millones de los que votaron por él, forman parte de esa corriente. De hecho, muchos de ellos eran sindicalistas y demócratas y habían votado dos veces por un presidente afroestadunidense.

Por lo que sí votaron todos estos fue para derrocar lo que ambos candidatos insurgentes llamaron un sistema amañado al servicio de una oligarquía.

El problema, obviamente, es que el resultado expresado por Trump y su gente pone a todo el planeta en riesgo, y a los más vulnerables dentro de este país en peligro inmediato.

Los políticos y los expertos –incluidos los encargados de la campaña demócrata– aparentemente nunca apagaron sus computadoras y sus modelos para tomarse una cerveza o un whisky en una cantina y platicar con los que estaban por sacudir al mundo al expresar su hartazgo, su ira y su temor.

Matt Taibbi escribe en Rolling Stone que la “elección de Trump fue una verdadera rebelión dirigida a todos los que eran percibidos como parte del establishment… incluyendo dirigentes políticos, banqueros, industriales, académicos, actores de Hollywood, y, por supuesto, los medios. Y todos cerramos los ojos a lo que no deseábamos ver… El casi universal fracaso entre los profesionales políticos en pronosticar la victoria de Trump… reveló una ceguera cultural asombrosa”. Ahora, dice, ya es demasiado tarde, y en parte esto es consecuencia de que para los periodistas, “igual que los políticos, nuestra chamba era escuchar, pero nos la pasamos hablando… El mundo tal vez nunca nos perdone por no ver lo que se venía”.

Ahora ese resentimiento, la ira y desesperación que hay abajo, sobre todo de la clase trabajadora blanca urbana y rural, gente que sentía que había perdido todo, incluso a su propio país, ha llevado a una crisis, y la cúpula está buscando cómo manejarla. Es la cosecha en gran parte de tres décadas de un consenso cupular bipartidista de políticas neoliberales que se aplicaron al país más rico del mundo.

Las advertencias sobre las consecuencias de esto aquí se expresaron desde el gran debate trinacional sobre el libre comercio a finales de los 80, en el movimiento altermundista a finales de los 90, recientemente con Ocupa Wall Street y después en la gran insurgencia progresista sin precedente de Sanders.

Pero lo más trágico es que en lugar de una vuelta progresista, por lo menos liberal, esto ahora ha llevado –en gran parte por la arrogancia de los liberales y la falta incomprensible de una respuesta masiva de no pasará durante el último año a esta amenaza venenosa– a una expresión de tintes fascistas. De hecho, algunas de las pancartas en las protestas en las calles llaman a una resistencia al fascismo en Estados Unidos.

“Adiós, America” se titula el artículo del autor y académico liberal Neal Gabler en el portal de Moyers & Company. “Estados Unidos murió el 8 de noviembre del 2016… por su propia mano, vía el suicidio electoral. El pueblo optó por un hombre que ha deshecho nuestros valores, nuestra moralidad, nuestra compasión, tolerancia, decencia, sentido de propósito común… Ya no podemos simular que somos excepcionales o buenos o progresistas o unidos. No somos nada de esas cosas”.

Tal vez es hora de que los pueblos del mundo que han expresado su horror ante lo ocurrido aquí empiecen a preparar brigadas internacionales de solidaridad para apoyar la resistencia que ahora nace en estas calles contra la sombra que oscurece a este país.

* David Brooks es corresponsal del diario La Jornada en Nueva York.

Fuente: La Jornada


Opinión /