Fidel y Karl
Tras la muerte de Fidel Castro, las elites de la globalización neoliberal están cerrando el siglo XX a toda prisa. Se le ve el plumero a su propaganda sofisticada.
Lo que quieren trasladar a la opinión pública es que ya no existen soluciones alternativas al imperio absoluto del capitalismo, una idea que se forjó de inmediato después del derrumbe súbito de la URSS.
Desde entonces el mundo ha sido una guerra permanente de batallas localizadas en los países árabes por el dominio de los recursos energéticos principales, petróleo y gas, un ataque frontal a los derechos sociales y políticos en Occidente y un olvido calculado de la periferia instalada en la hambruna estructural.
Han pasado más cosas, por supuesto, quizá las de mayor relevancia el empuje chino en el concierto internacional, las experiencias progresistas en América Latina y la crisis económica desatada por la economía virtual del beneficio al instante.
El neoliberalismo se presenta a sí mismo como el fin de la historia. Su único adversario o antagonista es el terrorismo, concepto necesario y creado ad hoc por el sistema para que no surjan iniciativas que pongan en cuestión su hegemonía totalitaria en las mentes y en la vida cotidiana.
Contra el terrorismo, las clases altas y las multinacionales viven muy bien. Alrededor de tal fenómeno son capaces de aglutinar un consenso básico en la sociedad que ciega cualquier posibilidad política e ideológica de combatir al régimen capitalista a partir de sus propias contradicciones.
Sin embargo, el terrorismo no es el causante de los males de la actualidad sino una consecuencia buscada por el sistema para diluir las desigualdades, la explotación laboral y la precariedad vital en un maremágnum informe que pone obstáculos a la razón crítica para desentrañar las verdades que puedan explicar la compleja realidad que nos habita a escala mundial.
El siglo XX no ha llegado a su fin todavía. De la sociedad gaseosa en la que ahora vivimos, gracias al relato vacío de la posmodernidad, tiene que nacer algo nuevo, si bien es difícil saber qué nos hará precipitarnos en una época distinta. Conjeturar el cuándo resulta aún más complicado.
La Historia está bordeando un suicidio colectivo o una hecatombe controlada si no se abren en el horizonte esperanzas ciertas para la inmensa mayoría. Estamos agotando el planeta pero a la vez también estamos esquilmando la dignidad y la paciencia de eso que hoy en día se ha venido en llamar los de abajo.
No sabemos si el punto crítico de ruptura está situado lejos o cerca. No obstante, la desnudez a la que nos viene obligando el neoliberalismo durante las últimas décadas debe tener un límite de implosión como todo sistema cultural o natural, que en definitiva tiende por mor de la entropía a terminar hecho pedazos si no es capaz de reinventarse o transformarse en otra cosa antes de su desaparición completa.
Los que cantan que las revoluciones ya nos son factibles al modo del siglo XX solo intentan que sus intereses y opiniones tengan poder preformativo, que suceda lo que ellos desean que acontezca, alimentando el mito de que nada nuevo puede acaecer porque la Historia ha dictado sentencia con su palabra postrera: la barbarie es el socialismo y la modernidad eterna corresponde al régimen capitalista.
Afortunadamente, Karl Marx nos demostró que mientras haya seres humanos sumidos en la pobreza, la desesperación y la explotación la Historia no cerrará sus puertas a un mundo de nuevo cuño. La Historia no es nada sin los hombres y mujeres que la hacen cada día.
Lo que hoy parece un momento detenido, lleva en su interior los gérmenes de la contradicción y de la justa ira de los que sufren en carne y hueso las sevicias del orden neoliberal. Por eso es tan peligroso Marx, porque abre de par en par conciencias dormidas o sojuzgadas y porque nos asegura con datos e instrumentos para pensar que nada hay definitivo ni escrito ni revelado, todo está por hacer, todos podemos ser sujetos activos de esa Historia secuestrada por religiones, crisis e intereses mediáticos y corporativos.
Y la figura de Fidel Castro señala el camino como nadie para ajustar voluntad y conocimiento con un mismo propósito: realizar políticamente una sociedad más igualitaria y libre que dé cabida y protagonismo a esa mayoría silenciosa anestesiada por la propaganda consumista del neoliberalismo.
Tenía razón Castro cuando decía que lo importante son las ideas. Los seres humanos pasan pero las ideas y la lucha nunca pueden ceder ante los embates del capitalismo feroz de ahora mismo.
Aunque la sensación política de retroceso de las izquierdas en general se palpa en el desencanto ambiental, las contradicciones del neoliberalismo llevan saltando moldes y costuras desde hace tiempo. Es difícil aventurar cuando el caldo de cultivo llegará a romper en borbotones.
Muchos son los factores a sopesar, tanto de carácter social como político, entre otros, quizá el más relevante, la capacidad de las clases trabajadoras para encontrarse como un sujeto propio ante los programas neoliberales diseminados en discursos y conceptos multiformes.
Cuando se hagan coincidir mercado, ideología conservadora, empresario, consumismo y globalización neoliberal como facetas de uso de un solo componente, las clases populares habrán alcanzado un grado de conciencia útil que hoy emerge fracturado en miles de emociones dispares y sentimientos banales que cercenan la unidad de acción contra el adversario real: el régimen capitalista.
Karl y Fidel seguirán siendo faros imprescindibles para que las gentes críticas y los rebeldes con causa no se pierdan en el camino de los tiempos que deberá alumbrar el futuro más tarde o temprano. O aspiramos a más o el neoliberalismo no cesará en reducir la existencia a la mínima expresión vital: comer, dormir, competir, consumir. Eso referido a Occidente. Habrá (hay) a quienes todavía les irá peor: mujeres, marginados, ancianos, pobres, indigentes, inmigrantes, refugiados.
La barbarie del neoliberalismo aún cuenta con trecho y energías para conducirnos a escenarios menos cálidos y confortables. Por eso hay que contrarrestar a una figura icónica como Fidel Castro al precio que sea. Su impronta puede ser contagiosa y su alargada sombra da miedo a las elites. Igual que Marx: pensar la realidad a partir de él ya no es un juego floral de filosofías orgánicas y escolásticos endiosados en su sabiduría trascendente y opaca. O transformamos la realidad o ella nos transforma a nosotros en meros tancredos de quita y pon.
Nada está escrito, pero todo, errores y aciertos, lo estamos escribiendo, por activa o por pasiva, en este mismo instante. La Historia ni abre ni cierra puertas. La puertas las fabricamos los seres humanos.