¿Se terminó el neoliberalismo? (I)
El Amo tiembla aterrorizado delante del Esclavo porque sabe que, inexorablemente, tiene sus días contados.
I
Acaban de suceder dos hechos muy importantes en términos políticos a nivel mundial, que para más de alguno hicieron pensar en el fin del neoliberalismo. Nos referimos al rechazo de los votantes británicos para la continuidad del Reino Unido de Gran Bretaña en la Unión Europea (lo que popularmente se conoció como Brexit), y a las recientes elecciones presidenciales en Estados Unidos con el triunfo de Donald Trump.
Si fuera cierto ese final (aunque creemos que no es así exactamente), ello nos obligaría a replantearnos el sentido de la lucha para el campo popular: si se terminó el neoliberalismo, ¿cuál es el enemigo a enfrentar entonces? Con neoliberalismo o sin él -a lo que podría agregarse, homologando las cosas: con imperialismo o sin él, o con Estado de bienestar keynesiano o sin él, o más aún: con república o con monarquía parlamentaria- el verdadero núcleo del problema es el sistema de base del que todas las anteriores son expresiones determinadas y puntuales: el problema de fondo sigue siendo el capitalismo. El neoliberalismo es una expresión determinada de ese sistema, de ese modo de producción en su desarrollo histórico, con capitales monopolistas y transnacionalizados, en su fase de imperialismo.
El sistema capitalista -nunca está de más recordarlo- se fundamenta en la explotación del trabajo a partir de la propiedad privada de los medios de producción, no importando la forma que ese trabajo asuma: proletariado industrial urbano, proletariado agrícola -incluso si se trata de trabajadores estacionales-, productores intelectuales, trabajo hogareño no remunerado, habitualmente desarrollado por mujeres amas de casa. El corazón del problema está en la plusvalía, el trabajo no remunerado apropiado por los dueños de los medios de producción bajo la forma de renta, de ganancia, sean ellos industriales, terratenientes o banqueros. Ese es el problema a enfrentar: “No se trata de reformar la propiedad privada, sino de abolirla; no se trata de paliar los antagonismos de clase, sino de abolir las clases; no se trata de mejorar la sociedad existente, sino de establecer una nueva” (Marx).
En realidad, lo que hoy día conocemos como “neoliberalismo”, siempre asociado a la idea de globalización, es una forma que el sistema adquirió entre los años 70 y 80 del siglo pasado, surgido como doctrina en los llamados países centrales, en el que retoma la iniciativa económica, política, militar e ideológico-cultural que había ido perdiendo a través de décadas de avance popular. Recuérdese que los años 60/70 marcaron un alza significativa de las luchas anti-sistémicas, con distintas expresiones de rechazo que van desde organizaciones sindicales combativas hasta movimientos campesinos organizados, el desarrollo de guerrillas de orientación socialista hasta la aparición de un ala progresista de la Iglesia Católica surgida luego del Concilio Vaticano II y su opción preferencial por los pobres, el rechazo a la guerra de Vietnam y el movimiento hippie llamando al pacifismo y el no-consumismo al Mayo Francés como fuente inspiradora de protestas, el auge de los procesos de liberación nacional en África al impetuoso avance de los movimientos feministas y de liberación sexual, la mística guevarista que va marcando esos años así como el auge de un espíritu contestatario y rebelde que se expande por doquier. Vale recordar que para los años 80 del siglo XX, al menos un 25% de la población mundial vivía en sistemas que, salvando las diferencias históricas y culturales existentes entre sí, podían ser catalogados como socialistas (Unión Soviética y el este europeo, China, Vietnam, Corea del Norte, Cuba, Nicaragua, muchos países africanos de reciente liberación, etc.).
II
Ante todo esto, para el sistema, entendido como unidad global y monolítica, más allá de diferencias y pujas intercapitalistas, se prendieron las luces rojas de alarma. El llamado neoliberalismo fue la reacción a ese estado de cosas. De hecho, la primera experiencia como tal tiene lugar en el medio de una sangrienta dictadura latinoamericana: el Chile del general Augusto Pinochet. A partir de allí, el modelo se expande por innumerables países del Sur, para llegar luego a las naciones metropolitanas. Allí, Estados Unidos bajo la presidencia de Ronald Reagan y Gran Bretaña, dirigida por Margaret Tatcher, son los países que enarbolan el neoliberalismo como insignia triunfal, para impulsarlo a escala planetaria. Sus mentores intelectuales: los austríacos Friedrich von Hayek, Ludwig von Mises y lo que luego se conocerá como la Escuela de Chicago, capitaneada por el estadounidense Milton Friedman y sus así llamados Chicago Boys, reflotan y llevan a un grado sumo los principios liberales del capitalismo inglés clásico.
En pocas palabras, este nuevo liberalismo se emparenta directamente con el viejo liberalismo dieciochesco y decimonónico de los padres de aquella economía política clásica burguesa: Adam Smith, David Ricardo, Thomas Malthus, John Stuart Mill: el acento está puesto en la entronización absoluta de la libertad de mercado, reduciendo drásticamente el papel del Estado a un mero mecanismo garante que asegura la renta de la empresa privada. El actual neoliberalismo y sus recetas de privatización de los principales servicios estatales, desarman el Estado de bienestar keynesiano surgido después de la Gran Depresión de 1930, teniendo como resultado dos elementos fundamentales: 1) el enriquecimiento exponencial de los grandes capitales en detrimento de toda la masa asalariada (trabajadores varios y sectores medios), y 2) el descabezamiento de toda protesta popular. Es elocuente al respecto lo dicho por la Dama de Hierro, Margaret Tatcher, para resumir esta nueva perspectiva: “No hay alternativa”. Dicho de otro modo: “O capitalismo ¡o capitalismo! Eso no se discute”.
El instrumento desde donde se impulsaron esas nuevas políticas fueron los grandes organismos crediticios de Bretton Woods: el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, instancias financieras manejadas por los grandes capitales corporativos de unos pocos países centrales, Estados Unidos fundamentalmente. Desde ahí se fijaron las recetas neoliberales que prácticamente la casi totalidad de países del mundo debieron impulsar estas últimas décadas. Y por supuesto, no para beneficio de las grandes mayorías populares sino para esos pocos capitales transnacionales.
Las dos tareas mencionadas (acumulación de riquezas y freno de la protesta popular) se han venido cumpliendo a la perfección en estas últimas cuatro décadas. La acumulación de riquezas de los más acaudalados se llevó a niveles descomunales. A partir de ello, hoy día 500 corporaciones multinacionales globales manejan prácticamente la economía mundial, con facturaciones que se miden por decenas o centenas de miles de millones de dólares (una sola empresa con más renta que el PBI total de muchos países del Sur), y el patrimonio de las 358 personas cuyos activos sobrepasan los 1.000 millones de dólares -selecto grupo que cabe en un Boeing 747, en su gran mayoría de origen estadounidense- supera el ingreso anual combinado de naciones en las que vive el 45% de la población mundial. En otros términos: la polarización económico-social se llevó a extremos que nunca antes había conocido el capitalismo, surgido con los ideales (perversamente engañosos) de “libertad, igualdad y fraternidad”. Esa acumulación fabulosa de riqueza se hizo sobre la base de un empobrecimiento mayúsculo de las grandes mayorías.
Ese fabuloso acrecentamiento de riquezas vino de la mano de las nuevas tecnologías de la comunicación que convirtieron el planeta en una verdadera aldea global, eliminando distancias y homogeneizando culturas, gustos y tendencias, aplastando tradiciones locales de un modo impiadoso. El internet fue su ícono por antonomasia. De ahí que, en muy buena medida como producto de una ilusión mediática que así lo presenta, esa nueva forma de capitalismo despiadado que se erigió contra el alza de las luchas populares de décadas anteriores, suele estar asociado a la mundialización o planetarización, a lo que hoy se llama globalización, y siempre de la mano de las nuevas tecnologías de la comunicación y la información. Pero ese fenómeno no es nuevo. “La tarea específica de la sociedad burguesa es el establecimiento del mercado mundial (…) y de la producción basada en ese mercado. Como el mundo es redondo, esto parece tener ya pleno sentido [por lo que ahora estamos presenciando]”, anunciaba Marx en 1858. En realidad, la globalización no comenzó con la caída del Muro de Berlín, como malintencionadamente se arguye, cuando el “mundo libre” vence a la “tiranía comunista”, sino la madrugada del 12 de octubre de 1492, cuando Rodrigo de Triana avistó tierra desde la nave insignia de la expedición de Cristóbal Colón.
La otra faceta del neoliberalismo: la neutralización de todo tipo de protesta popular anti-sistémica, igualmente se llevó a cabo de modo perfecto. En América Latina los planes neoliberales se asentaron a partir de feroces dictaduras sangrientas que prepararon el terreno. Fueron todos gobiernos civiles, llamados “democracias”, las que impulsaron las recetas fondomonetaristas y privatistas, sobre montañas de cadáveres y ríos de sangre que les antecedieron. En el llamado Primer Mundo, esas políticas se impusieron también a sangre y fuego, pero sin la necesidad de dictaduras militares previas. El resultado fue similar en todo el mundo: los sindicatos obreros fueron cooptados, la ideología conservadora fue imponiéndose, y toda forma de descontento y/o contestación fue reducida a “oprobiosa rémora de un pasado que no debía volver”. Desmoronado el bloque socialista (fenecida la revolución en la Unión Soviética y revertida la revolución hacia un confuso “socialismo de mercado” en la República Popular China), Cuba fue prácticamente el único baluarte que permaneció fiel al ideario socialista. Y así le fue. El capitalismo global le ajustó cuentas, haciéndole sufrir el penoso “período especial”. Sin ningún lugar a dudas, estas nuevas políticas neoliberales (o capitalismo sin anestesia, para ser más explícito, sin el colchón que había generado el Estado socialdemócrata de las ideas keynesianas) desarmaron, desmovilizaron e hicieron retroceder toda protesta social. Conservar el puesto de trabajo (indignamente en muchos casos) pasó a ser lo único que se podía hacer. La protesta significa el desempleo, y ante el nuevo paisaje que crearon estas políticas, eso es equivalente casi a la muerte. En Latinoamérica los campos de concentración clandestinos, la desaparición forzada de personas y las torturas pavimentaron el camino para estos planes, de los que todos los trabajadores del mundo, Norte próspero y Sur mísero, siguen sufriendo hoy las consecuencias.
(Continuará…)
* Marcelo Colussi es periodista y analista argentino. Psicólogo y licenciado en Filosofía. Catedrático universitario e investigador social.
Fuente: Rebelión