Brasil: crónica de un país naúfrago
Hasta la mañana del pasado viernes el número de asesinatos en el estado brasileño de Espíritu Santo era de 121 en siete días. Casi una víctima fatal por hora. En aquella misma mañana el gobierno local comunicaba oficialmente que no hubo acuerdo con la policía militar, que cumplía la séptima jornada de una huelga que transformó el estado en una tierra sin ley.
La policía militar es la responsable de la seguridad pública y el patrullaje de las calles. Sin aumento salarial en los recientes cuatro años, sus integrantes decidieron entrar en huelga. Al paralizar actividades, Victoria, la capital, entró en colapso. Autobuses no circulaban, escuelas permanecen cerradas, y por las calles se repiten imágenes de saqueo a comercios, robos y asaltos por doquier, depredaciones, familias confinadas en sus casas. Poco antes de la una de la tarde el gobernador Paulo Hartung anunció que había interpuesto un juicio contra unos 700 policías militares, acusándolos de amotinamiento y rebelión.
Mientras, se elevó mucho la tensión en el vecino estado de Río de Janeiro, donde la policía militar amenaza con seguir el ejemplo de sus colegas de Espíritu Santo. La situación de Río es de penuria absoluta. Los funcionarios públicos del estado no han recibido el sueldo íntegro de enero ni el aguinaldo. Los hospitales están cerrados. El gobierno nacional impone condiciones rígidas para conceder ayuda. Sabe que el caso de Río es ejemplar y que hay otros estados importantes al borde de un colapso similar.
Entre las condiciones exigidas a Río está la privatización de la empresa estatal de suministro de agua. Aplicando de manera radical un neoliberalismo fundamentalista, la contraparte a la eventual ayuda federal es que los estados privaticen todo lo que sea privatizable, dice Michel Temer y repite el ministro de Hacienda, Henrique Meirelles. ¿Y qué es privatizable? Todo.
Resultado: se suceden por las calles de Río verdaderas batallas campales entre los que se oponen a que se privatice el agua y las fuerzas de seguridad pública. Que, a propósito, también reivindican condiciones mínimas de trabajo, mientras la violencia urbana registra fuerte incremento.
Hay amarga ironía en todo eso: el gobernador de Espíritu Santo era loado, hasta ahora, por cumplir estrictamente la receta neoliberal del gobierno nacido a raíz del golpe institucional que destituyó a la presidenta Dilma Rousseff. Tal receta incluye, entre otras medidas, un ajuste fiscal extremo, con cortes en el presupuesto, eliminación de subsidios y beneficios del servicio público y el congelamiento de los sueldos. Resultado: aplausos del equipo de Temer y una huelga de policías que convulsionó a la población.
Mientras todo eso ocurre, en la lejana Brasilia las prioridades son otras. Por estos días de turbulencia callejera, Temer tardó una semana para proferir un comentario. Dijo lo obvio: que el amotinamiento era ilegal. Antes, de su ministro de Justicia hubo, sí, palabras caudalosas.
Ninguna de ellas, sin embargo, se refiere al riesgo de que se eleve una ola de convulsión social de dimensiones imprevisibles: propuesto por Temer para asumir una plaza en el Supremo Tribunal Federal, Alexandre de Moraes habla sin parar con los senadores responsables de evaluar las condiciones para cumplir con sus nuevas responsabilidades. Conocido por defender medidas truculentas contra manifestantes –mientras ocupó la Secretaría de Seguridad Pública del estado de San Pablo se hizo famoso por elogiar la violencia de la policía militar contra estudiantes de secundaria, especialmente las muchachas quinceañeras que eran arrastradas por el piso o golpeadas en el rostro–, busca votos en la Comisión de Constitución y Justicia, la más importante del Senado.
Su trayectoria mediocre y su evidente falta de estatura para integrar la más alta corte de justicia del país no serán obstáculo: 10 de los 13 senadores que integran la comisión están denunciados por corrupción. Su presidente, el senador Edison Lobão, responde a dos investigaciones en la misma corte suprema que pasará a contar con Alexandre de Moraes, cuya misión será exactamente proteger a los muchísimos sospechosos y denunciados que integran el gobierno, empezando por el mismo Temer, quien en una sola –una– de las 77 denuncias es nombrado nada menos que 43 veces. Igualmente están denunciados el presidente de la Cámara de Diputados y el del Senado.
Todo eso es solamente parte de la desolación que encubre a mi país. Un país a la deriva, un país que naufraga poco a poco, frente a la ausencia total de acción de un gobierno nacido de un golpe y cuya única función, hasta ahora, ha sido la de destituir a una presidenta electa democráticamente, intentar arrasar a su partido, el PT, e inhabilitar al más importante líder popular de las últimas muchas décadas, el ex presidente Luiz Inacio Lula da Silva.
Un gobierno ilegítimo que cuenta, a su favor, con una oposición que no logra estructurarse, con movimientos sociales desarticulados, con el silencio cómplice de los medios de comunicación que contribuyeron para idiotizar a la opinión pública. Son tiempos de bruma, tiempos de naufragio.
* Eric Nepomuceno es periodista brasileño.
Fuente: La Jornada