El pene de Freud y el útero de Tiamat
El complejo de Edipo otorga legitimidad a la sociedad patriarcal de índole heterosexual. Ya conocemos la popular teoría de Freud: el hijo rivaliza con el padre y desea tomar sexualmente a la madre, eso sí, inconscientemente.
El hijo quiere el poder a toda costa, sustituir al padre con todas sus consecuencias, también ejerciendo la jerarquía social a la que está destinada su masculinidad dominante sobre la mujer, el objeto más preciado de su padre, la esposa o la capacidad intrínseca de crear nuevas vidas. Pero esa inquietud de posesión es tabú, incestuosa, anti-natural.
De ese conflicto sutil y no consciente se nutre la cultura de las sociedades patriarcales. Viene a ser el mito fundador incuestionable hasta nuestros días, aunque Jung, discípulo de Freud, se inventó otro mito compensatorio para equilibrar el machismo tácito de su maestro, el complejo de Electra, donde la hija compite con la madre albergando un irrefrenable deseo virtual por conquistar el sexo paterno.
El psicoanálisis inaugurado por Freud descansaba sobre los deseos sexuales infantiles de carácter irracional, que eran reprimidos en distintas fases (boca, ano y genitales) antes de entrar en la edad adulta. El complejo de Edipo y la envidia del pene por parte de la niña se configuraron desde Freud y con el alimento enfático de sus muchos seguidores en los dos momentos complementarios del desarrollo de la personalidad individual y de las relaciones sociales.
El descubrimiento de Freud de ambos instantes, represión y sublimación, expresado en términos muy genéricos, ha resultado plenamente acertado acerca de cómo se configuran las relaciones sociales en el mundo contemporáneo. El miedo mantiene el statu quo. Callar es un valor que preserva el propio rol de cada cual. Sin embargo, los costes personales por mantener ese silencio provoca graves desajustes psicológicos: a veces la sublimación usa de esas energías que no tienen salida cierta en diversos menesteres aceptados por la sociedad, pero otras produce neurosis o desajustes mentales de difícil solución.
Ahora bien, las causas de esas disonancias no residen únicamente en el inconsciente. Asimismo existen razones, quizá de mayor enjundia que las nebulosas sexuales, económicas, históricas, ambientales, culturales, políticas, sociales e ideológicas que conforman la compleja realidad de los individuos. La literatura al respecto es prolija y variada: Erich Fromm, Bachofen, Marx, Engels…
Freud se ha transformado en un santo científico casi inatacable con el correr del tiempo. Cuestionar su figura resulta casi un atrevimiento de lesa humanidad, si bien un osado filósofo iconoclasta como Michel Onfray ha indicado con sagacidad que las teorías freudianas tienen bastante que ver con las propias represiones del autor y de la época victoriana ultraconservadora que le tocó vivir. Por tanto, de alguna manera las teorías de Freud hablan de sí mismo, siendo su idiosincrasia el objeto fundamental de su obra. Tal vez, algo parecido se pueda señalar de todo autor y de toda trayectoria individual. Nadie puede escapar por completo del ambiente que habita.
Lo que parece fuera de duda es que el énfasis en el complejo de Edipo cuenta con demasiados detractores, Fromm entre otros, para que ocupe todavía ese altar de las verdades absolutas.
Si nos atenemos a los comentarios concienzudos de Fromm sobre las obras de Sófocles Edipo Rey, Edipo en Colono y Antígona en ningún pasaje de las mismas Edipo manifiesta su inclinación sexual o amorosa por su madre Yocasta. Todo es puro accidente o coincidencia dramática: mata a su padre sin voluntad de hacerlo y mantiene relaciones sexuales con su madre sin ser consciente de tal hecho controvertido o polémico. Simplemente se cumple el oráculo. El sueño anticipatorio crea una realidad involuntaria.
El trasunto más bien hace referencia a dos mundos que se oponen, el patriarcado en ascenso contra el orden anterior de sesgo matriarcal. El tabú incestuoso aparece como un elemento teatral de segundo orden. Freud, en este caso, toma lo accesorio sin depurar para elaborar una teoría que diera respuestas a la cultura del presente, su sociedad y sus prejuicios.
El mundo griego estaba relegando a un papel oscuro e irrelevante a la mujer, de mera comparsa en los asuntos públicos. No obstante, aún había en el subconsciente colectivo reminiscencias de un orden natural precursor, el matriarcado, un acontecimiento histórico más natural, promiscuo (sin ribetes negativos) y lógico, donde las diosas simbolizaban el poder innegable de la creación de vida humana. Todos nacemos de un útero; los espermatozoides son anónimos en su esencia original.
Sin embargo no todo nace en Grecia o Freud. Remontándonos a Babilonia, la leyenda nos ha trasladado el mito de que una coalición de dioses encumbró a Marduc en detrimento de la diosa Tiamat. ¿Y cómo lo hizo? Pasando una prueba que diera fe de su capacidad de crear. La envidia del útero sobresale en este relato de modo espectacular aunque subyacente, siendo el humus desencadenante del nuevo orden que tomaba las riendas de la hegemonía ideológica, social y política: el patriarcado.
Marduc se erige rey creando de la nada la nueva realidad a través del discurso, de la palabra expresada, esto es, por expropiación, cuando no robo violento, de la palabra femenina, arrogándose una capacidad de la que el hombre carecía: quedarse embarazado, parir, dar vida. Ese trastoque de funciones cercenó las ideas comunitarias y echó raíces de una nueva institución, la familia. En ella, el hombre se transformó en monarca absoluto del reino privado. Y, con el discurso, se erigió a la vez en amo del espacio estatal y público.
El mito del hombre activo, hacedor y creador, fundamento arañado a la condición femenina por usurpación de roles y funciones naturales, necesitaba más argumentos para establecer un nuevo orden de relaciones sociales. Así, por exponer solo dos ejemplos paradigmáticos, la diosa helena de la sabiduría, el arte y la justicia Atenea nació de la cabeza de Zeus y Eva de la costilla de Adán. Es decir, la mujer nace del poder intelectual del hombre y no es más que una copia del original genuino o legítimo, el género masculino. El útero pasó a ser secundario en el mundo sobrevenido de la antigüedad. Y así hasta nuestros días.
La consecuencia de tantas capas míticas es que aún vivimos en el mito. Sin apercibirnos de forma consciente de ello. El imaginario popular aún alimenta sus prejuicios y acendradas costumbres en la familia como átomo natural de la sociedad y en la preeminencia tradicional de lo masculino como axiomas fuertes o verdades irrefutables de la convivencia diaria. Ese es el auténtico inconsciente que se resiste a ser modificado en las sociedades contemporáneas.
Ante una idea crítica o una rebeldía que ponga en jaque el orden establecido, el inconsciente siempre tira por lo consabido y por no moverse un ápice del rol que nos viste cotidianamente. De ahí que los procesos de transformación sean muy lentos en las mentalidades colectivas. El pene de Freud continúa solapando el útero de Tiamat. Todavía vivimos en el mito, mito que crea realidades racionales para mantener el statu quo inalterable o levemente modificado. La realidad es discurso, palabra del dios masculino. Si Tiamat tuviera ocasión de hablar y explicarse en total libertad…