De imperios y cipayos
El imperialismo, identificado con exactitud como etapa superior del capitalismo, traspasó hace tiempo los linderos de su marcha expansiva y entró en los predios de la inferioridad histórica. Superconcentrado en un solo poder hegemónico, ya no le queda sino la fuerza bruta, no puede moverse sin destruir y asolar, sus dólares en buena medida inorgánicos y sus inquietantes banderas son compañeros inseparables del latrocinio, el dolor y la muerte. Cesó el tiempo de las coartadas que se denominaban democracia, libertad, derechos humanos, civilización o progreso, y apenas si quedan aquí y allá personas con rezagos que deliran por el famoso “american way of life”, ese señuelo o tierra de promisión carente de humanidad profunda y por tanto de vocación y capacidad para ser referente universal.
Si bien los imperios nunca dejaron de asentarse en la fuerza y proclamaron sus propósitos con la sin igual desfachatez de los villanos, siempre se arrogaron la tutoría de la civilización y el progreso, y sintiéndose así “autolegitimados”, oprimieron pueblos y naciones, depredaron sus riquezas y mataron. En la medida en que las luchas sociales fueron estructurando derechos y principios, y correlativamente incrementándose la violencia de la explotación, se hizo necesario o conveniente cubrir mucho más las apariencias, por lo que fueron apareciendo diversos taparrabos y antifaces ad hoc.
El imperialismo que sucedió a los imperios del pasado, nacido de la concentración de capital, el predominio de los monopolios, la primacía del capital financiero, la exportación de capitales y el reparto del mundo en mercados propios o esferas de influencia, penetró avasallante en todos los espacios, subordinó recursos y clases dominantes domésticas, ha manejado los cañones a su arbitrio y creado un gigantesco aparato de organización de la mentira con el cual se autoproclamó campeón de la democracia, la libertad y los derechos humanos. Pero tras alcanzar su clímax fundiéndose en un imperio único rodeado de subimperios obsecuentes, y en vista de la creciente concienciación y resistencia de los pueblos, ya no le importan mucho las ooartadas y se lanza a transformar mapas y destruir estados-naciones desconociendo toda legalidad y todo principio. Corre hacia delante para ocultar desesperación y temor.
Ahora, no obstante, busca cambiar su juego con las nuevas modalidades de guerra de X generaciones y el uso preferente de mercenarios y cipayos.
Así contemplamos y sufrimos su accionar genocida en el norte de África y en el Asia menor, sus amenazas contra quienquiera intente mantener voz propia y sus arremetidas contra Venezuela, y de refilón contra nuestro espacio continental.
Aquí vamos contando día a día las víctimas, alrededor ya del centenar, que arrojan las “pacíficas protestas” del grupo de apátridas desalmados vendidos sin un gramo de humanidad y decencia.
Los cobardes “héroes” capaces de atacar sin freno y cometer los indecibles crímenes que todos conocemos, son dóciles semidirigidos. Cobardes porque agreden sabiendo que los responsables del orden los enfrentarán sin armas letales; “héroes” porque así los bautiza la canalla mediática cómplice y auspiciadora; dóciles porque responden como marionetas sin el menor asomo de conciencia; semidirigidos porque los que fungen como sus líderes son los cipayos directos, quienes los superan en cobardía, docilidad, maldad y heroicidad de pacotilla.
Una característica que completa la fisonomía nazifascista de estos sujetos es su actitud frente a los niños: a unos los agreden atacando sus centros escolares o dejándolos huérfanos, a otros los corrompen y compran llevándolos al crimen. Todos hijos del pueblo. A sus hijos, los de los cipayos, los envían al Exterior para preservarlos.
Pero la Constituyente, jugada maestra del presidente Maduro que lo consagra como estadista, les hará tascar el freno. ¡Hasta la victoria siempre!