Francí Xavier Muñoz •  Opinión •  06/10/2017

Salvar al soldado Rajoy

Art. 56.1 de la Constitución española: “El Rey (…) arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones (…)”. Después de cotejar este apartado con el discurso que el Rey ha ofrecido a las 21 horas de ayer, tres de octubre, podríamos afirmar que el monarca ha abdicado de sus funciones -sin serlo- más políticas, las únicas que le concede la Constitución en las que puede desplegar toda su autonomía personal, todo su bagaje formativo, toda su agenda de contactos y todo su don de gentes -si es que lo tiene-. Dada la gravedad de la situación a la que nos ha conducido en último término el presidente Rajoy, el Rey muy bien podría haber ejercido el papel de árbitro y moderador entre instituciones -Gobierno y Govern- que le concede la Constitución. Pero, en lugar de eso, se ha dejado influir una vez más por el Gobierno, poniéndose de perfil ante el sentimiento de la mitad de un territorio -que ya es mucho- que cuestiona su permanencia en España y ante el sufrimiento de casi todos los catalanes, que han visto en las últimas semanas sus instituciones políticas intervenidas y, sobre todo, sus gentes maltratadas a porrazos en las calles. No es éste el Rey de todos los españoles que nos prometió en su coronación. Sin hacer dejación de sus funciones constitucionales el monarca podía haber ofrecido en su discurso una puerta al diálogo, una mano tendida a la negociación con la Generalitat o, en último caso y fuera de cámara, una intermediación secreta delegada que, al final, habrá que derivar en alguna figura internacional o de renombre político o social. En lugar de eso, se aprendió de memoria el discurso que le había preparado el Gobierno, un discurso de parte con el que -y esto es lo grave- se enfrenta a una parte considerable de catalanes que, de aquí en adelante, trabajarán mucho más por la causa independentista. Si a la torpeza gubernamental del uno de octubre sumamos la argucia salvífica de ayer, la grieta se agranda porque no estamos hablando de unos cuantos miles de enajenados sino de unos tres millones de ciudadanos convencidos, que irán en aumento con los años.

Pero, en mi opinión, lo peor de todo es la ingenuidad o falta de sagacidad con la que Felipe VI ha quedado atrapado en las redes de Rajoy, animal político acostumbrado a ver caer a todos sus adversarios mientras él no toma nunca iniciativa alguna, dejando que sean los demás quienes muevan ficha. Es una estrategia legítima, desde luego, pero muy arriesgada que, por avatares del destino, puede hacer que algún problema tome un cariz inesperado, como ha sido el catalán, con la nefasta intervención de las fuerzas de seguridad estatales el uno de octubre. Por supuesto que Rajoy no ha sido el único pirómano pero él, como presidente de todos los españoles, representa a más millones de personas y tiene la obligación -para eso le pagamos- de prevenir y solucionar los problemas, no de dejarlos pudrir o, como en este caso, incrementarlos. No ha habido en nuestra reciente democracia ningún presidente de Gobierno tan incapacitado para ejercer una de las funciones primordiales de cualquier primer ministro: dirigir la política interior y exterior del país con luces largas, anticipándose a los conflictos para -ante todo- evitarlos a toda costa. Ningún presidente medianamente inteligente se hubiera amparado sólo en la Constitución y en la ley para negar la soberanía de un territorio autonómico. No es cosa menor y, ante esa pretensión, cuando todavía no era defendida por la mitad de la sociedad catalana, tendría que haber propuesto una comisión interparlamentaria entre Congreso y Parlament para discutir sobre esa reclamación y, por encima de todo, sobre el encaje en España de la nueva Catalunya post-Estatut. Ya sabemos que el derecho de secesión no está reconocido en la Constitución y, por tanto, no es legal ejercerlo pero, precisamente por eso, un buen gobernante habría hecho todo lo posible para evitar que una parte de su población considerara esa prohibición constitucional ya anticuada y obsoleta, amenazando con desbordarla ante la inacción del Estado por escuchar sus demandas, plasmadas en un nuevo Estatut o en otra fórmula de encaje territorial. Rajoy, por su indolencia natural y su desgana genética, se ha tomado el asunto a broma y eso es inadmisible en un primer ministro decente, como lo fueron por ejemplo los de Canadá y Gran Bretaña ante el reto separatista de Quebec y Escocia.

Pero, como decía antes, lo más grave es la ingenuidad o falta de sagacidad con la que Felipe VI se ha inmolado para salvar a Rajoy. Su discurso no es más que el anuncio de la intervención manu militari de Catalunya por la vía del 155 de la Constitución, si el Govern proclama la independencia. Pero resulta que Puigdemont ha dejado unos días para negociar in extremis, pues ha declarado a la BBC que la independencia no se declararía hasta el fin de semana o principios de la semana que viene. Estamos ante los gestos desesperados de dos instituciones en conflicto, Gobierno y Govern, una dirigida por inútiles y otra conducida por locos, pero quien pondría las armas es el Gobierno… el Govern sólo pondría las víctimas. Y aquí es donde Felipe VI tendría que haber frenado a Rajoy pues, si se consuma la intervención militar y hay víctimas, la sangre de los catalanes escupirá directamente a la Corona, pues fue ella y no el Gobierno quien salió por televisión a decirnos que “es responsabilidad de los legítimos poderes del Estado asegurar el orden constitucional”. Los poderes del Estado son el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial. El Rey es el Jefe del Estado, el símbolo de su unidad y permanencia (art. 56.1 CE), pero el Rey no ejerce ningún poder, sólo asume la más alta representación del Estado y otras funciones, todas sin poder, sólo con autoridad. ¿Por qué, entonces, sale el Rey a dar un aviso que a él no corresponde, pues no es poder del Estado? El 23-02-1981 fue distinto porque el Ejecutivo y el Legislativo estaban secuestrados por la Guardia Civil en el Congreso. Creo que Felipe VI ha caído en las redes que, como en otras ocasiones de nuestra Historia contemporánea, tendieron algunos políticos a los Borbones -que dejaron de escuchar otras voces autorizadas- y que tuvieron como consecuencia exilios, golpes de Estado, abdicaciones o revoluciones. Me temo que, de producirse una intervención militar, la Corona, como en la novela de Agatha Christie, será el último negrito en caer asesinado y Felipe VI tendrá que emprender el camino que siguieron su tío materno y su bisabuelo paterno: el exilio.

Ante este sombrío panorama, creo que no hay más salida que un referéndum pactado y muchos esperábamos un anuncio parecido en el discurso del Rey. La Constitución española lo permite. Pero, en lugar de eso, Rajoy, convencido o atrapado por la derecha más retrógrada, se niega a consultar a los catalanes la opinión sobre su pertenencia a España, una consulta que está pidiendo una mayoría muy cualificada en Catalunya, sean independentistas o no. Cualquier gobernante serio entendería que tiene un serio problema en ese territorio. Rajoy no, Rajoy sólo ve hilillos negros, como cuando echó un vistazo al hundimiento del Prestige. Después de la repercusión internacional de la desmedida intervención policial del 1-O, el “domingo sangriento” que tituló un periódico británico, ya tenemos la primera consecuencia del tirón de orejas que le habrán ido dando a Rajoy por teléfono algunos de sus homólogos europeos. La consecuencia es la operación diseñada en La Moncloa para salvar al soldado Rajoy: que salga el Rey a dar la cara contra Catalunya, aunque no le corresponda stricto sensu, y allá se las componga la Corona después con la mitad de los catalanes que le responsabilice a ella de haber dado la señal al Ejército.

* Diplomado en Humanidades y en Gestión Empresarial

 


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