Apuntes para una fundamentación filosófica del laicismo
Fundamentar lo que sea es tarea seria por no decir ardua. Requiere sin duda rigor y empeño. Sinónimo de fundamentar es cimentar, verbo que tiene mayor concreción evocadora, pues si poner los fundamentos remite a una tarea que posee un cierto nivel indiscutible de abstracción, poner cimientos nos remite a una tarea visualizable consistente en colocar los elementos sustentadores de lo que se quiere levantar de tal modo que quede sólidamente establecido. Así pues, cabría decir que todo lo que «se sostiene» tiene implícitos ciertos fundamentos sobre los que se levanta. Quizá en la mayoría de los casos –que son en los que uno no filosofa– tales fundamentos quedan opacos a la consciencia y así permanecen a salvo del afán desvelador que requiere sacarlos a la luz, a causa de la pertinaz brega de la vida cotidiana, la cual impide que nos paremos a pensar.
Toda fundamentación es una forma de indagación al tiempo que una suerte de justificación. Se indaga en busca de un asiento que dé vigoroso sostén a lo que, no obstante, ya puede haberse levantado por necesidad vital o/y por avatares históricos o biográficos. En cualquier caso, el que se entrega a este ejercicio –que algo tiene de pretencioso, admitámoslo– puede que ejerza una cierta violencia equivalente a la que nuestro José Ortega y Gasset le achacaba a la tradicional práctica filosófica de corte racionalista. Puesto que para él no había discusión en que el fundamento de todo era la vida, cualquier trabajo intelectual consciente impregnado de cierto enfoque idealista no deja de tener un tanto de fatua pretensión.
Seguramente el laicismo es uno de esos productos de la vida-historia humana surgido de la dialéctica entre el yo y sus circunstancias. Sólo a posteriori y desde un enfoque en efecto idealista se puede pretender su fundamentación, no obstante exigible; sobre todo, a efectos de ganar batallas ideológicas en un contexto que puede llegar a ser asaz hostil, no digamos en un país como el nuestro de recia –y rancia– tradición católica, la cual se tiene sin el más mínimo sonrojo como fundamento (vale decir, justificación) de los más rocambolescas actos institucionales –como, digamos, imponer una medalla de no sé qué mérito policial a una Virgen–.
El laicismo es la plasmación en movimiento socio-político de las ideas y actitudes que abogan por una laicidad efectiva. Y por si queda algún despistado por ahí o intoxicado por la malévola propaganda de los muchos antilaicistas, definamos la laicidad con las sencillas pero contundentes palabras de Fernando Savater, extraídas de su artículo La laicidad explicada a los niños: «¿Qué es la laicidad? Es el reconocimiento de la autonomía de lo político y civil respecto a lo religioso, la separación entre la esfera terrenal de aprendizajes, normas y garantías que todos debemos compartir y el ámbito íntimo (aunque públicamente exteriorizable a título particular) de las creencias de cada cual». Es la necesidad de que la laicidad no sea una mera pose teórica, sino una institución efectiva la que inspira el laicismo. Para fundamentarlo filosóficamente, es decir, para dar razones que lo justifiquen habrá que desvelar sus supuestos teóricos, trazar su genealogía –esto es, explicar el devenir histórico que lo alumbró en la mente de los hombres– así como inferir las consecuencias de su afianzamiento o de su irrelevancia política.
De modo que lo que persigue el laicismo –merece la pena insistir– es la laicidad efectiva. La laicidad supone el reconocimiento de un «ámbito íntimo», el cual conforman «las creencias de cada cual». Ahora bien, si seguimos escarbando como mandan los cánones de la indagación filosófica, y dado que no puede haber un ámbito íntimo verdaderamente tal si las creencias no se tienen por propias, tropezaremos necesariamente con la necesidad de defender la libertad de conciencia como derecho de cada cual a escoger en virtud de su solo juicio qué creer y qué no. Y no por un mero capricho intelectual, sino porque es una de las condiciones necesarias para que el ser humano goce de una vida buena. Quien me parece que mejor supo expresar por primera vez ese anhelo personal por ejercer autónomamente el juicio que se precisa aplicar para decidir qué incorporo a mi repertorio de creencias fue René Descartes. Es un tópico que todo estudiante de bachillerato tiene que incorporar a la información mínima que se le exige para certificar su cultura filosófica que el filósofo francés es considerado el pensador que inaugura la etapa de la filosofía moderna hacia el segundo tercio del siglo XVII. La razón es que él es el que reconoce el valor de la conciencia como sacrosanto recinto del pensamiento. Su «pienso, luego soy» equivale a identificar el yo con la conciencia, la cual tiene entidad en tanto en cuanto ejerce su actividad definitoria, que es pensar. En su Discurso del método (1637) el pensador francés se describe a sí mismo como «un hombre que camina solo y en la oscuridad», expresión de un gran poder descriptivo y muy certera a la hora de mostrar la situación en la que se encuentra quien se entrega a la búsqueda de la verdad. Durante siglos ese afán que brota espontáneamente en ciertos espíritus había sido ahogado por la omnipresencia y el culto a la verdad revelada, y hasta perseguido con saña y crueldad en algunos casos –como el de Giordano Bruno, quemado vivo en la hoguera en 1600–. Solo y en la oscuridad, mas por propia voluntad, camina libremente por cierto quien quiere ser soberano en su conciencia.
La búsqueda autónoma de la verdad exige, pues, que uno sea por sí mismo quien dirima cuáles de las ideas que constituyen la atmósfera mental en la que se desenvuelve asume como creencias propias «en la virtud de la razón» , como dice Descartes en la segunda parte de su Discurso del método. Así nace la conciencia como concepto filosófico, así adquiere entidad, es decir, se concreta como objeto de reflexión, constituyéndose como elemento de progreso. Si el progreso es un ideal de la modernidad presupone necesariamente la conciencia como ejercicio de libre pensamiento, esto es –como ya hemos destacado con Descartes–, como juicio activo sobre toda idea que se presenta como posible elemento conformador del mundo de cada cual, que es la realidad en la que cada cosa tiene sentido, el sistema estructurado de significado de los entes en el que el sujeto se sitúa y en función del cual orienta su acción o –dicho de un modo más orteguiano– hace su vida. Una vida libre (una vida buena) exige libertad de conciencia.
Hace medio siglo que Henry Kamen nos mostró en su libro titulado Nacimiento y desarrollo de la tolerancia en la Eruopa moderna el largo y trabajoso camino que hubo que andar desde una concepción monolítica de la fe religiosa hasta la aceptación social y política del insoslayable hecho de la diversidad de creencias. La tolerancia, es decir –y según sus propias palabras–, «la concesión de libertad a quienes disienten en materia de religión», no suponía no obstante el reconocimiento del derecho a la libertad de conciencia. Era, más bien, una respuesta pragmática a lo que ya no se podía afrontar al modo medieval, y que se traducía en la sempiterna persecución y aniquilación del hereje. Demasiado costoso políticamente para quienes tenían la tarea de gobernar.
El rey de Francia entre 1589 y 1610, Enrique IV (y III de Navarra), que llegó al trono de forma traumática (asociada a su aspiración al trono tuvo lugar la matanza de San Bartolomé), siendo él originariamente protestante (ya saben: «París bien vale una misa»), el bon roi, como se le llegó a apodar, representa muy bien ese moderno espíritu de tolerancia, antecedente histórico necesario de la libertad de conciencia y, por ende, de la laicidad. Espíritu, no obstante, castigado por los embates de las fuerzas oscurantistas que se resistían a aceptar el progreso ético que la nueva actitud representaba. Sus golpes aún fueron terribles, como lo demuestra el magnicidio de Enrique a manos de un fanático católico en 1610, preludio de un apocalíptico conflicto que tornaría a Europa en un continente exangüe como consecuencia de lo que la laicidad trata de evitar, la confusión entre religión y política, trágico error que dio pábulo a la pavorosa Guerra de los Treinta Años.
Pero la atmósfera mental estaba cambiando en su composición, como cambia la física a resultas de la producción y emisión de según qué gases. Brillantes mentes como la de Descartes o Baruch de Spinoza contribuyeron de manera decisiva a que el siglo XVII fuera el siglo decisivo de la gran transformación de esa atmósfera mental europea. Así, la centuria empezó con el martirio en la hoguera del librepensador Giordano Bruno en 1600, y aún en 1656 fue objeto el liberal Spinoza de expulsión de la comunidad judía de Ámsterdam; pero sus lúcidos espíritus, como el de Descartes o los de Francis Bacon y John Locke en las islas británicas, habían comenzado a emitir sus novedosas ideas a la atmósfera mental hasta entonces dominada por el gas tóxico del oscurantismo. Ya a principios del siglo XVIII hallamos una definición y una reivindicación explícita de lo que ya se venía ejerciendo sin permiso de los nostálgicos del espíritu dominante del Medievo. Precisamente a un filósofo inglés amigo de John Locke, Anthony Collins, creyente, le debemos el ensayo Discurso del librepensamiento, inicialmente publicado anónimamente en 1713. En él encontramos la siguiente declaración en la que se define el librepensamiento con indicación expresa de los elementos cognitivos que lo hacen efectivo: «Por librepensamiento entiendo el uso del raciocinio para tratar de hallar el significado de cualquier proposición, considerar la naturaleza de las pruebas a su favor o en su contra y formular un juicio al respecto, basado en la fuerza o debilidad de dichas pruebas». Es la germinación de la semilla cartesiana: el juicio sobre la verdad o falsedad de una creencia, que se suele enunciar en forma de proposición, es potestad inalienable del sujeto quien, en el uso de la razón, evaluará las pruebas pertinentes.
Ahora bien, somos seres ambientales, y para que cualquiera pueda ejercer esa actividad que le dota de la capacidad de discernir por sí mismo acerca de la verdad de las creencias que hace suyas, hay que asegurar la existencia de las condiciones necesarias para que ello sea posible. La laicidad es parte esencial de esas condiciones y exige el reconocimiento del derecho del ser humano a pensar libremente, un derecho reivindicado por el mencionado Anthony Collins con el propósito explícito de que tenga alcance universal.
Entretanto se lograba tal reconocimiento, el filósofo escocés David Hume era el exponente de esa libertad de pensamiento ejercida en un momento en el que no era aún un derecho humano universal. Desde su primerizo Tratado sobre la naturaleza humana, publicado entre 1739 y 1740 hasta sus Diálogos sobre la religión natural póstumamente publicados en 1779, el pensador de Edimburgo nos ofrece un ejemplo admirable de ese librepensamiento que definiera certeramente Collins varias décadas antes. En las ideas de aquél encontramos otra valiosa aportación filosófica que da fundamento a la laicidad: el desapego de las propias creencias desde el reconocimiento de su esencial subjetividad que compromete la aspiración al conocimiento. Éste queda reducido –a tenor de las tesis epistemológicas humeanas– a un conjunto de verdades que sólo cabe hallar en el ámbito de las así llamadas relaciones de ideas, mientras que de los hechos no cabe más que opinión probable. Este escepticismo está en el núcleo de lo que Savater llama «laicismo profundo e íntimo», actitud personal que permite la crítica de las propias creencias, antídoto contra el dogmatismo que revela al mismo tiempo lo absurdo de ese pseudodemocrático eslogan según el cual «todas las opiniones son respetables».
Este modo de juzgar las ideas que uno respira en la atmósfera mental que le toca compartir cuando viene al mundo pasará a ser proyecto colectivo conscientemente asumido ya a finales del siglo XVIII. Reconocida y valorada la conciencia del individuo como instancia suprema del pensamiento que ha de orientar su conducta según lo que crea verdadero y bueno, se trata de que el sujeto lo asuma consecuentemente. No otro sentido alberga el «sapere aude!» que Immanuel Kant presentará como lema de la Ilustración. «¡Ten valor para servirte de tu propio entendimiento!», espeta el filósofo de Königsberg en 1784 cuando escribe ¿Qué es la ilustración?, texto al que pertenecen las palabras citadas. Aquí cabría preguntarse si la minoría de edad de la que hace responsable al individuo mismo por no tener el valor necesario para usar su entendimiento sin requerir la guía de instancia ajena alguna no es una condición universal de la especie humana, y no un estado fruto de una mera coyuntura histórica. Más de siglo y medio después, Erich Fromm en El miedo a la libertad llamará la atención sobre la distinción entre libertad interna y libertad externa. Ciertamente la preocupación del laicismo tiene que ser la segunda, puesto que son las condiciones que permiten la libertad de conciencia las que este movimiento puede contribuir a implantar y mantener. Pues esa libertad (interna) de la que el individuo tiene que dotarse a sí mismo no se puede obligar ni se puede insuflar en su espíritu al modo de la gracia divina. Desde la autoridad, el miedo a la libertad es el temor a perder el control sobre la atmósfera mental a partir de la cual las personas pueden pensar y conformar sus conciencias. En 1832, el Papa Gregorio XVI en su encíclica Mirari vos tachará la libertad de conciencia de error «venenosísimo». Y en la misma amedrentadora advertencia insistirán, cada uno según su personal prosopopeya, Pío IX en 1864, León XIII en 1888 y Pío X en 1906; este último superaba a sus antecesores en rigor censor con su encíclica Vehementer en la que fulminaba la ley francesa de separación entre Iglesia y Estado.
Por otro lado, atreverse a usar el propio entendimiento sin sometimiento a autoridad alguna no basta. Porque podríamos acabar sometidos a los deseos de una subjetividad caprichosa o a los prejuicios, sesgos y autoengaños espontáneos. Ese uso del entendimiento o es racional o poco puede contribuir a la consolidación de una conciencia libre. Dicho de otro modo: es la racionalidad la clave para hacer de la laicidad un fértil estado de cosas para el librepensamiento. Ahora bien, la razón no es una facultad congénita, que actúa en nosotros de manera espontánea y sin esfuerzo. Es un ejercicio complejo que tiene que ser conquistado primero y mantenido después con un cierto coste psíquico. De esto trató el mencionado Erich Fromm en el libro antes citado, donde se refería a ese coste psíquico, como los sentimientos de desesperanza de los que una persona puede ser presa cuando se libera de una autoridad que constreñía su conciencia. Quizá es la misma idea que subyace a esa famosa cita atribuida a G. K. Chesterton, y que reza así: «Lo malo de que los hombres hayan dejado de creer en Dios no es que ya no crean en nada, sino que están dispuestos a creer en todo». Sin profundizar más en la cuestión, de lo dicho se infiere que la racionalidad ideal es ideal, y que requiere un esfuerzo consciente y disciplinado por parte del sujeto quien ha de atenerse voluntariamente a la norma de la razón, por muy antipática que le resulte comparada con las amables querencias de su psique.
Sin duda es la laicidad (efectiva) condición necesaria para el ya de por sí difícil ejercicio de la racionalidad (ideal). Entiendo, pues, que el laicismo, en tanto que promotor de la laicidad, contribuye al ideal de la racionalidad de las maneras siguientes:
- Salvaguardando el espacio de diálogo de acuerdo con el paradigma socrático de colaboración en la búsqueda de la verdad a partir del examen de las creencias de los interlocutores, compatible asimismo con el modelo de comunidad ideal de comunicación desarrollado por Jürgen Habermas en su teoría de la acción comunicativa.
- Permitiendo el libre ejercicio de la duda, sin restricción sobre creencias que pudieran considerarse sagradas. A este respecto queda plenamente justificada la oposición del laicismo a cualquier forma de reconocimiento jurídico del delito de blasfemia o contra los sentimientos religiosos.
- Velando por una educación sin adoctrinamiento, basada en los principios del pensamiento racional y el conocimiento científico. Incompatible todo ello con la enseñanza doctrinal de las religiones en la escuela.
- Evitando que se privilegien creencias, lo que exige la plena asunción de la libertad de expresión así como la ruptura de la idolatría culturalista, la cual convierte en intocable todo lo que es parte integrante de la tradición.
El beneficio que se deriva de lo recién expuesto es de un valor enorme para las sociedades democráticas moldeadas según la utopía de la modernidad, pues constituye la mejor por no decir única forma de profilaxis contra el fanatismo, verdadero agente patógeno de la convivencia democrática.
* catedrático de filosofía de bachillerato y licenciado en comunicación audiovisual