Evita, la bastarda, nuestra cabecita negra
66 años después de la muerte de Eva Perón nos preguntamos desde dónde hablar de ella, con qué sentido. Esa mujer puede ser placa y ceremonia, pero también la parte maldita en donde encontrar el fuego de la pasión necesaria para cuestionar lo dado.
Tenía 26 años cuando se produjo el 17 de octubre de 1945. Y 32 cuando, el 22 de agosto de 1951 dijo que los trabajadores sabían que la oligarquía, que los mediocres, que los vendepatrias, todavía no habían sido derrotados, y que desde sus guaridas asquerosas atentaban contra el pueblo y contra la nacionalidad.
La imagen de aquél acto es hermosa y profundamente triste a la vez. Ella dice que el cargo de vicepresidenta al que la ha postulado la CGT no es más que un honor; que lo importante es que los trabajadores voten por Perón en las elecciones del 11 de noviembre. Juan Domingo sonríe, inmutable. La democracia plebiscitaria se encuentra en la encrucijada. Ya no se trata sólo de aplaudir y de vivar al líder sino de pedirle que escuche. Que él escuche esta vez. Son más de un millones de trabajadorea y trabajadores organizados que se concentraron desde la tarde en las inmediaciones de las avenidas Belgrano y 9 de Julio, en lo que fue la movilización más masiva de la historia hasta ese momento (sólo superada en 1972, cuando Perón regresa a Ezeiza). Con Evita, con Evita, grita la multitud, cuando ella proclama como presidente al General.
La historia de aquél Cabildo Abierto del Justicialismo es conocida. A las 22 horas Perón tiene que hablar ante una muchedumbre que no se mueve y sigue reclamando por Evita. Él dice que hará lo que el pueblo pida. Ella, que no le hagan hacer lo que no quiere hacer; y solicita un tiempo para pensar la propuesta. Nueve días más tarde, desde la Residencia presidencial situada sobre la Avenida del Libertador General San Martín, en la ciudad de Buenos Aires, Evita habla por cadena de radiodifusión para todo el país. Presenta su decisión como irrevocable y definitiva y lanza una de sus frases más famosas: No renunció a la lucha, ni al trabajo. Renuncio a los honores. También dice que quiere que en las páginas de la historia la recuerden como aquella mujer a la que el pueblo llamaba cariñosamente Evita.
Qué pasó entre el 22 y el 31 de agosto de 1951 es parte de los debates historiográficos y políticos en torno al primer peronismo. En este texto, preferimos quedarnos con un trozo de ficción –el film Eva Perón, dirigido por Juan Carlos Desanzo sobre la base de un guión de José Pablo Feinmann– para dar una respuesta posible. En particular, al momento en que el General (interpretado por Víctor La Place), conversa con Evita (interpretada por Esther Goris). No en el momento en que le dice Vos no podes ser vicepresidenta, Negrita, y le cuenta que tiene cáncer, sino en otro anterior, en el que Perón le explica que No va a ser fácil, y ella dice mirándose frente al espejo: Para mí nunca nada fue fácil.
¿Desde dónde hablar con Eva, o Eva Duarte, o Eva de Perón… o Evita la de todos, que es decir la que fue y puso el cuerpo para que muchos años después, años que acaso no alcancen a ver nuestros ojos, cuando tanta obstinación se cruce de una vez y para siempre con la historia, alguien con aire doctoral pueda decir: en los antecedentes de nuestra revolución hay una mujer, y muestre su retrato, y otra generación se enamore como nos enamoramos nosotros cuando éramos jóvenes y la muerte tocaba su tambor en la casa de enfrente?, se pregunta el viejo poeta y pensador maldito Vicente Zito Lema, y nosotros –con él– nos preguntamos lo mismo, renovando un interrogante que atravesó ya a varias generaciones de la militancia argentina.
Evita hay una sola, no rompan más las bolas, coreaban las multitudes juveniles aquel 1° de Mayo de 1974, encuadradas en las columnas montoneras que se desplegaban sobre el costado izquierdo de la Plaza de Mayo. Perón, como en 1951, se sintió incómodo. Otra vez la democracia plebiscitaria en la encrucijada. Ahora las masas se refieren a su mujer, pero no para adorarla sino para cuestionarla. El viejo General responde con Isabel Martínez a su lado, en ese discurso trágico por todos conocido: Esos estúpidos que gritan. Los imberbes se retiran de la plaza.
Cuatro décadas después, terrorismo de Estado y teoría de los dos demonios mediante, pero también reivindicación plena de la militancia juvenil aunque no de sus proyectos estratégicos, Eva Perón es la señora de las placas y las ceremonias, y también esa mujer que aparece en banderas durante algunas protestas contra el creciente estado de malestar. Asimismo, Eva es ícono histórico que interpela para ser revisitado, aunque no tanto desde la historiografía como del mito.
Evita la de los mil rostros. Eva, que fue una, pero reclama devenir diversa para incomodar y salirse del estado de momificación en el que propios y extraños, compañeros y enemigos, pretenden que se quede. Evita contra los cañonazos que llegan del otro lado de la orilla y contra el fuego amigo, pero también desde el propio fuego que emana para que todo cambie de una vez.
El mundo será de los pueblos si los pueblos decidimos enardecernos en el fuego sagrado del fanatismo; pero enardecernos significa quemarnos para poder quemar, sin escuchar la sirena de los mediocres y de los imbéciles que nos hablan de prudencia. Se olvidan de que Cristo dijo: “¡Fuego he venido a traer sobre la tierra y que más quiero sino que arda!”. Él nos dio un ejemplo divino de fanatismo, dice Eva en Mi mensaje, texto que el poeta Leónidas Lamborghini retoma en 1972, cuando escribe Eva Perón, en la hoguera, y le hace decir a Evita:
Ya: lo que quise decir está./ pero además; darse. el amor es./ darse./ Ya. lo dicho. lo que quise. el amor. la vida es:/ dar la vida. darse. ya: hasta el fin./ ya: la razón. ya. la vida. la razón es. la vida es./ la razón de mi: darse…/ la razón de mi vida es. la razón de mi/ muerte es: la Causa es…/ ya: hasta el fin. mi misión: dar./ mi camino: dar. darse. veo. la vida de mí./ mi horizonte: dar. darse./ Ya: lo que quise, mi palabra/ está.
Fanatismo que enciende pasiones encontradas. Odio a la oligarquía, amor por los descamisados. Pasión que tiene indeleble una marca de clase. Y el fuego, que enciende esperanzas y consume el cuerpo.
No se trata de la libertad, sino de encontrar una salida.
La frase no es de Evita, ni de ningún bronce del pensamiento nacional, sino de Kafka, recuperada por los pensadores críticos Gilles Deleuze y Félix Guattari en su ensayo sobre la literatura menor. No se trata de la libertad, sino de encontrar una salida, podemos pensar que se dijo Eva Duarte a sí misma –palabras más, palabras menos– cuando dejó su natal Los Toldos para dirigirse a la gran ciudad-capital. Evita, la bastarda –para decirlo en términos viñesco-sartreanos– quiere ser actriz: una forma de buscar otro camino, diferente al del modelo hegemónico de mujer de pueblo, que –con suerte– puede aspirar a convertirse en la buena esposa de un señor adinerado. Pero cuando llega a Buenos Aires se encuentra con que está culminando la década infame. Por eso, en sus Tesis sobre Eva Perón, David Viñas remarcará: corrían los bellos tiempos de la República en que gobernaban los intereses ganaderos y un teatro era administrado como una estancia. Evita se sumerge entonces en la humillación, escribe el autor de Los dueños de la tierra, en un ejercicio de recuperación de la atmósfera en que Sartre había rescatado a la figura de Genet. Es esa experiencia de la humillación, entonces, la que le permite a Eva devenir Evita, convertirse en el magno emergente de los sumergidos y su vocero, según subrayará Viñas.
¿Desde donde hablar de Eva?, nos preguntamos. ¿Desde la nostalgia de un discurso que apela a la revolución para dejarla congelada en el pasado, o desde el presente de una revolución que entristece pero se decide acompañar porque apela al discurso populista de la alegría? ¿Cómo hablar de Eva, o tener su retrato, cuando no se lleva hasta las últimas consecuencias esa pasión que a ella le costó la vida, y que a tantos les salva la vida, acomodados en despachos que ya no toman como espacio transitorio sino como morada permanente?
Evita la de los mil rostros, no es posible auto-adjudicarse una Eva propia. Pero: ¿no tenemos derecho, al menos el derecho generacional a sostener una tesis, que insista en que Evita está muchas veces incluso allí en donde su rostro y su nombre están ausentes, pero no su legado?
La limosna fue siempre para mí un placer de los ricos: el placer desalmado de excitar el deseo de los pobres sin dejarlo nunca satisfecho. Y para eso, para que la limosna fuese aún más miserable y más cruel, inventaron la beneficencia y así añadieron el placer perverso de la limosna, el placer de divertirse alegremente con el pretexto del hambre de los pobres. La limosna y la beneficencia son para mí ostentación de riqueza y poder, para humillar a los humildes, sostuvo Evita, al frente de su fundación, desde la que ofendió los buenos modales de las damas de la oligarquía. Evita la del cáncer, la yegua, la puta, la que dejó su joven cuerpo para que los jirones de su ejemplo fueran retomados junto con su nombre para ser llevado como bandera a la victoria. O como estandarte en la derrota, por qué no. Evita, la que prefirió que el peronismo fuera nada si no devenía revolucionario. La que se propuso armar a la clase obrera para que fueran las milicias populares las que defendieran las conquistas. Esa es nuestra Evita, aún la de quienes no somos peronistas: la que expresa el costado tierno y combativo del peronismo.
Fuente: La luna con gatillo