Carolina Vásquez Araya •  Opinión •  16/08/2018

El lento suicidio de una nación

Hay muchas maneras de acabar con las posibilidades de progreso para un país.

Cuando presumimos de ser inteligentes, solemos compararnos con otros seres vivos de la naturaleza. Grave error. Nuestra capacidad para pensar, analizar, diseñar nuevos modelos de sociedad, desarrollar tecnología y modificar el entorno se ha divorciado paulatinamente de las necesidades vitales de las personas. Los animales y las plantas, en cambio, funcionan de manera colectiva y no solo se protegen, sino además administran sus recursos para evitar sufrir las consecuencias de una depredación total de su hábitat.

En estas primeras décadas del siglo nuestra dependencia de los sistemas tecnológicos tiende a acentuarse de modo acelerado. Quienes poseen los recursos económicos para tener acceso a la tecnología, esta dependencia alcanza visos de obsesión. Lo que no nos dicen es cómo van a enfrentar las nuevas generaciones –y quizá nosotros- los enormes desafíos cuando los fenómenos atmosféricos alcancen un nivel catastrófico: calentamiento global y desertización con su cauda de inundaciones, pérdida de fajas costeras, agotamiento de los recursos hídricos, sequías y otros fenómenos de los cuales ya hemos tenido los primeros anuncios.

Si esto resulta fatal en países desarrollados, para aquellas naciones menos afortunadas, cuyos gobiernos corruptos se sostienen gracias a un balance desigual de los poderes, el futuro presenta riesgos de enorme envergadura. Entre estos países se encuentran algunos de los más afectados por las intervenciones políticas, económicas y militares de Estados Unidos, como los que componen el triángulo norte de Centroamérica –Guatemala, El Salvador y Honduras- cuyas frágiles democracias se encuentran bajo constante amenaza.

En estos países, los indicadores de desarrollo humano revelan un cuadro de abandono y abuso indescriptibles. La desnutrición crónica, miseria, violencia y falta de oportunidades para las nuevas generaciones auguran un futuro marcado por la profundización de sus carencias, con una gran masa poblacional bajo la línea de la pobreza cuyas capacidades intelectuales -reducidas por efecto de su condición nutricional- les impedirá tener acceso al mercado laboral; y cuya pobreza será, por razones obvias, un obstáculo insalvable para emprender cualquier iniciativa como salida hacia el desarrollo.

Lo más preocupante de este cuadro es la falta de inteligencia de quienes poseen el poder económico. Ocupados en consolidar sus privilegios y aumentar sus riquezas, han olvidado el hecho elemental de su dependencia de la fuerza laboral, gracias a cuyo trabajo mal remunerado han amasado algunas de las mayores fortunas del continente. Sumado a ello, su indiferencia hacia las graves consecuencias de sus industrias extractivas y cultivos extensivos, que han destruido por completo algunos de los más importantes ecosistemas de la región, denota una absoluta falta de sentido común.

En otras palabras: la combinación de gobiernos corruptos y empresariados miopes da como resultado el suicidio lento de naciones ricas en potencia, pero miserablemente administradas por castas fincadas por siglos en los poderes de esos Estados. A ello se suma una clase media con afanes aspiracionales y bajo la ilusión de pertenecer al sector privilegiado aun cuando lo sirven por migajas. Este colchón poblacional –entre los ricos muy ricos y los pobres muy pobres- se conforma mientras no haya síntomas de colapso y reeligen, una y otra vez, a sus mismos representantes políticos. Quizá sea ahí en donde se necesita empezar a reconstruir la autoestima de estas naciones castigadas por siglos.

La codicia es capaz de anular la inteligencia y el sentido común.

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