Carolina Vásquez Araya •  Opinión •  29/08/2018

Ixquiac Xicará: ética y estética

Un artista cuya obra plástica perdurará con su fuerza a través de los años.

Una vida dedicada al arte constituye una aventura arriesgada y difícil. El mercado del arte no depende de los artistas, sino de tendencias marcadas por los críticos, los curadores, los coleccionistas, los dueños de galerías importantes pero mucho menos de quienes crean y producen las obras. En este contexto, un creador surgido de un ambiente ajeno a los salones en donde se decide quién vale y quién no resulta no solo una apuesta difícil; también es recorrer caminos llenos de obstáculos.

Rolando Ixquiac Xicará los recorrió todos y entró a lo más selecto del mundo artístico de Guatemala con un mensaje diferente y retador. Sus composiciones cuidadosamente estudiadas, su maestría en el manejo del color y un dibujo aparentemente ingenuo pero con una fuerte carga emotiva y cargadas de rebeldía, engañan a primera vista y dejan ese resabio de placer natural frente a la belleza. Pero sumado a ello, la complejidad de su pensamiento, su innegable habilidad para estampar en un espacio determinado todo un sofisticado universo de formas y conceptos con los cuales comparte su visión del mundo, no dejan lugar a dudas sobre su compromiso estético.

Los inicios de Rolando en las labores manuales comenzaron en el taller de zapatería de su padre. Luego, trabajando en un taller de enderezado y pintura adquirió la maestría en el uso de los más diversos materiales, sus colores, texturas y plasticidad. Al ingresar a la Escuela de Artes Plásticas ya llevaba ese valioso camino recorrido, lo cual le facilitó el aprendizaje. Al comenzar a pintar descubrió ese universo maravilloso para el cual ya poseía las habilidades prestadas por sus oficios anteriores. La pintura se convirtió, entonces, en el reducto seguro dentro de una ciudad cuya dinámica le era ajena. Ese punto de partida lo llevó a participar en bienales y salas de exhibición en el país y el mundo.

Existe, en toda su obra, un leit motiv absolutamente definido: el racismo. Sus personajes vienen desde la experiencia vital de un artista cuyos inicios fueron marcados por la discriminación y por una guerra cruenta y prolongada cuyas víctimas fueron en su inmensa mayoría indígenas como él. Rolando Ixquiac, quien en los años 70 no tenía por qué salirse del esquema trillado del costumbrismo estético, de la paleta vibrante de sus pares, de esa descripción preciosa del entorno rural, se abrió paso a través de una sociedad poco tolerante con las diferencias étnicas y sus pasos lo llevaron a invadir un espacio supuestamente ajeno. Rodeado de un mercado de arte emergente, fue capaz de sentar sus reales en salas de exhibición y subastas a la par de un arte ladino por excelencia.

La coherencia de su denuncia le significó críticas cuyo trasfondo iba dirigido más a descalificar su técnica que el contenido de su obra, como una manera de matar al mensajero frente a un mercado no proclive a la protesta política en tiempos de conflicto, en una sociedad conservadora y centrada en su condición de superioridad étnica. De ahí la cuidadosa concepción de temas en toda su obra, la elección de colores emblemáticos y la inclusión de detalles aparentemente insignificantes pero de un gran simbolismo, elementos cuya integración en el conjunto proviene de un estudio profundo del mensaje y una revisión exhaustiva del modo de transmitirlo.

Hoy Rolando ya no está. Su partida crea un inmenso espacio de ausencia entre sus familiares y amigos, pero también en el mundo del arte; ese mundo al cual ingresó un día con toda propiedad por la puerta principal.

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