Antes de la paz, la justicia
Cuando la justicia les pisa los talones buscan el refugio de un acuerdo de paz.
Es la historia recurrente de quienes abusan del poder contra una ciudadanía cuyo pecado capital ha sido dejar el espacio público permitiendo a políticos, empresarios, jueces y militares corruptos apoderarse del control en todas las instancias, de un modo casi absoluto. La corrupción es letal y en países como los nuestros ha sido doblemente devastadora cuando desde el exterior y simulando “asistencia económica y/o militar” otros gobiernos deciden sobre el futuro de la nación y el destino de sus habitantes.
En este juego de poderes -y considerando la habilidad de las estrategias empleadas para hacer creer a las mayorías que su más grande enemigo es un comunismo inexistente- las sociedades alcanzan un punto de saturación y eso las lleva a preferir cualquier pacto de paz mal pergeñado antes de proseguir una lucha agotadora y estéril por consolidar el imperio de la justicia. Entonces es cuando terminan por declarar vencedores a quienes las engañan y quienes empeñan el futuro de las generaciones por venir por medio de pactos clandestinos con los enemigos de la ley.
Esos acuerdos de paz propuestos por quienes abusan del poder, esos espejos falsos en los cuales se miran los incautos, representan una historia de larga data en países cuyas ciudadanías vienen ya debilitadas por políticas educativas tendentes a impedirles el entrenamiento y aprendizaje del análisis y la reflexión profundas, informadas y libres. La educación no es para todos y tampoco es totalmente libre. Los sistemas educativos en países sometidos a la influencia del sistema económico más depredador de la historia de la Humanidad vienen diseñados para reafirmar el poder sobre quienes en realidad producen la riqueza, convenciéndolos de que esa riqueza pertenece a otros.
De ahí viene también la invasión de doctrinas religiosas enviadas desde el corazón del capitalismo, cuyo trabajo sobre pueblos privados de educación facilita la persuasión, el adoctrinamiento civil e impone sus parámetros de conducta basados en la sumisión, la misoginia y la resignación como valores espirituales. Es la suprema mentira vestida de amor a dios cuya influencia en nuestros pueblos empobrecidos y abusados representa un importante freno a las esperanzas de desarrollo de nuestros países.
La palabra paz es hermosa, siempre y cuando sea verdadera y refleje las intenciones legítimas de alcanzar un estado de hermandad, en un ambiente de respeto por los derechos humanos, con libertad de vivir una democracia funcional y con capacidad de incidir sobre el destino común. Pero también es engañosa cuando pretende arrojar un velo de silencio sobre la podredumbre, la falsedad del sistema imperante o los crímenes cometidos por quienes, en control del poder perpetran sobre la ciudadanía de manera flagrante y con garantía de impunidad. Es preciso mantenerse alerta para detectar cuándo la paz viene envuelta en engañosas intenciones; ya una vez bajas las defensas, quienes proponen los pactos desde su posición de privilegio fácilmente asestarán otro golpe certero contra la confianza popular.
La historia de nuestros pueblos ha demostrado su tremenda vulnerabilidad ante la fuerza y el poder impuestos desde otros centros de poder económico y político. Nos han impedido progresar y nos han doblegado ante el capital internacional. De paso, han cercenado todo intento de independencia política. Por eso es importante exigir justicia; recuperar la memoria y no permitir jamás el establecimiento de acuerdos ni pactos cuya intención sea acallar esas demandas. La paz sin justicia no es –y nunca será- una verdadera paz.
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