Comiendo banderas, vomitando odios
Esclavitud es una mujer cuyas condiciones de trabajo hacen honor a su nombre. Trabaja en la industria del frío de Vigo y hace unos días salió en la tele denunciando su situación laboral y la de sus compañeras: 790 euros al mes por 40 horas de trabajo, ocho horas diarias de pie a temperaturas por debajo de los 10 grados, bajo la presión y amenazas constantes de los directivos de unas empresas que facturan más de 4000 millones de euros.
Antonio tiene 35 años y trabaja en un establecimiento comercial de esta región. Él y sus 9 compañeras y compañeros de trabajo cobran una media de 825 euros por jornadas de unas 10 horas diarias, con la particularidad de que la empresa cotiza, fraudulentamente, tan sólo por media jornada. Empresa, por cierto, a la que le va muy bien en términos de negocio y facturación.
Pedro trabaja distribuyendo paquetes, cobrando a razón de euro por unidad entregada y corriendo con todos los gastos de desplazamiento. Raro es el mes que supera los 600 euros de ingresos netos.
A Esclavitud, Antonio y Pedro, la idea de que hay que defender la democracia frente a la irrupción de Vox en las instituciones, les tiene que sonar a algo vacío, lejano, propio de trifulcas entre políticos. Porque estas tres personas, junto a millones más, hace mucho que no viven en libertad. Carecen de una existencia digna, no pueden plantearse proyectos y han perdido la esperanza de que su suerte mejore. Y aunque la economía lleve años progresando sustancialmente, su situación no lo hace. Es más: cada generación que se incorpora al mercado laboral, está en peores condiciones que la precedente. Una parte muy importante de la sociedad es víctima de un fascismo laboral que empezó a incubarse hace décadas y que la crisis ha consolidado. El trabajo de mucha gente es un espacio ajeno a la democracia. Ellas y ellos ya conocen a Vox: el proyecto de este partido ultraderechista rige sus vidas desde bastante tiempo atrás, aunque ahí fuera, en la superestructura política, se practique la convivencia y la tolerancia.
Lo que ocurre ahora es que esa dictadura en la infraestructura, en lo sociolaboral, busca el hueco por el que aflorar a la superficie e incrustarse en las instituciones: al final, la estructura económica y la política tienen que ensamblarse, encajar sus piezas y conformar un cuerpo único. De ahí que la derecha(PP y Ciudadanos) haya endurecido progresivamente su práctica y su discurso político hasta preñarse de ideario ultraderechista y alumbrar a la criatura que mejor lo puede encarnar: el partido de Abascal. En este sentido, no ha escandalizado que Pablo Casado, en la reciente campaña andaluza, rivalizara con Vox por ver quién era más xenófobo y liberticida. Poca gente se ha rasgado las vestiduras cuando el líder del PP pedía la ilegalización de ‘populistas y comunistas’, la entrada a saco en Cataluña y la humillación de los inmigrantes.
La izquierda, frente a la invocación emocional, plagada de irracionalidad, de estas campañas de la derecha, parte de una desventaja crónica: no ha sido capaz de convertirse en referencia política y moral de esa población precarizada que cuando llegan las elecciones, bien se queda en casa, bien vota descargando su frustración sobre la bandeja fácil cargada de odio que la derecha y la ultraderecha(cada vez más indistinguibles)ofrecen. Odio a otros(catalanes, feministas, inmigrantes), que pretende que la insatisfacción profunda de las multitudes excluidas se dirija en la dirección equivocada, en lugar de hacia las élites responsables de su situación.
En mi opinión, la izquierda debe reencontrarse en el discurso de clase. Es el único modo de conectar con los centros de trabajo y los barrios donde la precariedad eclipsa la democracia. Y la forma más eficaz de combatir a una derecha extrema que, negándose a que suban los salarios, se dignifiquen las pensiones y haya recursos para la sanidad y la dependencia, tan sólo le ofrece a la gente que coma banderas y vomite odio.
* joseharohernandez@gmail.com