Juan Alberto Sánchez Marín •  Opinión •  04/11/2019

Guerra contra Yemen: un silencio a voz en grito

Una coalición de varios países encabezada por Arabia Saudí intenta someter a Yemen. Destrucción, masacres, hambrunas, uso de armas vedadas y fragmentación.

Primera parte

Ninguna guerra logra el olvido, ni siquiera las silenciosas e ignoradas.

Y, contra todos los cálculos, la guerra de vuelta. Los poderosos se tornan frágiles; la inseguridad cuesta tanto como la ambición. Una única alternativa después de cinco largos años de bombas y crímenes: la paz, en medio de los escombros, que nunca perdona a los culpables ni exime a los cómplices.

Ninguna guerra es justa, si por justicia entendiéramos algo de derecho y un tanto de razón. Pero unas gozan de mayores niveles de injusticia que otras. Desde luego, del mismo modo que no hay guerras justas, no las hay justificadas. Y las menos justas entre las más injustificables, precisamente por eso, son secretas. O se intenta con mutismos que lo sean.

La guerra callada conviene a los invasores no solamente por mantener en reserva la ferocidad de los métodos, lo que cuadra de maravilla, sino también porque esconde, como ninguna otra, las auténticas intenciones de la ocupación. O eso suponen los asaltantes.

UN DESLUSTRADO LUSTRO

Yemen ha soportando, durante poco menos de un lustro, una guerra feroz, inhumana, cruenta, irracional, ilegal, pérfida, en silencio. Docenas de vocablos, superpuestos o compaginados al gusto, no explican la dimensión de esta tragedia ignorada.

En su campaña de boicoteo al plan guerrero de Arabia Saudí, el grupo de mujeres de Codepink (2019) se refiere al verdadero destino de los bombardeos sistemáticos: “Es hora de cortar los lazos con un régimen que arroja bombas sobre los escolares yemeníes, hospitales, mercados, residencias, incluso, en bodas y funerales”. Y contra mezquitas, y autobuses, y parques, y cualquier esquina. No ha habido límite.

La enumeración de las estadounidenses es exacta, aunque sus sucesivos Gobiernos, ni que decir tiene, no le prestan ni prestarán atención al reclamo, ni cortarán lazo alguno con la monarquía del Golfo. No hablamos de una atadura que fastidia, sino de un cordón umbilical para intercambiar sustancias nutritivas: petróleo por dólares, dólares por armas, y sangre.

Casi cinco años consecutivos van de esa guerra desbocada si contamos desde 2015, en el trance de la invasión confeccionada por los saudíes y asistida por sus coligados, nueve países de Medio Oriente y África. O unos años más, desde 2011, haciendo el cálculo a partir de la guerra civil desatada con las revueltas que tumbarían al dictador Ali Abdullah Saleh. O aún más de cuatro décadas, desde 1978, agregando los treinta y tres años de violencia y represión del aludido autócrata.

Y si de gérmenes profundos se trata, hilando fino en el entramado de los anales, desde muchos siglos antes, pues Yemen, en su totalidad o a partes, ha sido un disputado cruce de caminos, y un tire y afloje de siglos entre imperios nacientes y en declive.

Paraje remoto de los califatos árabes, predio de enfrentados linajes, posesión de ruines dinastías locales y presa de las recién llegadas, botín de los portugueses, frontera caliente del Imperio otomano y de sus bajás egipcios, colonia de la Corona británica y protectorado inglés, y hasta una comarca de la Commonwealth. Un lastre de secesión y rupturas que se redondearía con el invento de dos países, un Yemen del Norte y otro del Sur, al final reunificados a la carrera. Sea lo que fuere, como de costumbre, lo nuevo jamás es fresco, y la guerra actual se cimienta en la confluencia de esas viejas iniquidades y divergencias.

LAS CULPAS NO SE EXCULPAN

La de Yemen es otra guerra fuera de foco en una sociedad que se escandaliza cuando el espejo de una película menor, Joker, la desmenuza en su pacatería y maldad, y que no se inmuta frente al cañoneo de moradores inermes o el continuo aniquilamiento de localidades enteras.

Una catástrofe con terminación, algún día, en esa línea horizontal, monetaria y judeocristiana del tiempo que va a dar a la sepultura coloreada de la Historia Universal. Y un rencor sin final en los miles de millones de instantes de sufrimiento que no deja de trazar la barbarie en los yemeníes. Las profundas y lacerantes líneas verticales de las épocas, que al nadir pueden ser la frustración de un pueblo y en el cenit alientan su insurrección y la lucha popular.

La narración del desastre persistirá en sus omisiones, si hay suerte, o irá al mayor falseamiento y la criminalización de una nación, si es lo que beneficia a los poderosos, que no son, precisamente, los yemeníes. El dolor, en cambio, se siembra en las entrañas de quienes lo padecen. Y es eterno en las familias.

Pero esa es otra guerra, potente e ineludible, todavía sin comienzo: la de las venganzas vecinales, tribales, ficticias o quizás no tanto, la cual alentarán de nuevo, en un ciclo perverso, esos resentimientos internos y las pretensiones foráneas.

El hecho mediático goza de la deleznable consistencia del cristal. El padecimiento es consistente y durable como roca, y de la roca más dura han vuelto millones de corazones en esta conflagración. Cuestión que no quieren saber quienes acometen los desmanes con aparente impunidad. Aparente, sí, porque creen, quizás, que todo se exculpa. Y así puede ser, con excepción de la culpa misma. Un simple vistazo al anecdotario doméstico, que nada tiene que ver con teorías del ámbito jurídico.

LA HAMBRUNA DESMEDIDA NO MEDIADA

La de Yemen no es una más de las tantas guerras olvidadas del mundo. No se olvida lo que nunca se tuvo en consideración. Occidente miró para otro lado cuando los miembros de la casa Al Saud con su colección de mentiras y su trabazón de oportunistas llevó a cabo la infame agresión.

El bloque militar ha estado liderado por Arabia Saudí y los Emiratos Árabes Unidos (EAU), aunque estos redujeron su protagonismo desde julio, y ha incluido la participación de Egipto, Jordania, Qatar (hasta 2017), Marruecos (hasta 2019), Kuwait, Sudán y Bahrein. Al amparo y con el respaldo de Estados Unidos y Reino Unido, ¡cómo no! Concurrencia macabra de los atrevimientos imperiales y los intereses del capital.

2015 fue un año difícil para Yemen. En un suelo donde las tormentas son esporádicas y débiles, y, por lo general, de arena y polvo, aquel año hubo dos de otra naturaleza. Las de arena han sido aliadas de los yemeníes, puesto que aminoran la visibilidad e incrementan el riesgo de accidentes durante el despegue y el aterrizaje de los bombarderos del reino saudí. Estas, por el contrario, fueron bastante dañinas

En noviembre, una tormenta tropical se convirtió en el atípico y devastador ciclón Chapala, el más robusto en las inmediaciones del golfo de Adén, que afectó a miles de familias y ocasionó cientos de desplazamientos. Ir a recoger los paquetes de ayuda o recibir atención médica eran tareas tan riesgosas como permanecer en medio de las inundaciones y las rachas de viento debido a otra tormenta precedente, mucho más lóbrega, que ya había hecho estragos y desolado a Yemen desde el infeliz miércoles 25 de marzo de 2015: la “Tormenta Decisiva”, la operación de Arabia Saudí que le abriría paso al genocidio.

No muchos en el reino caen aún en la cuenta del yerro de aquella invasión, pero alguien se percató entonces del disparate cometido con el nombre, y recurrieron pronto a uno de mejor reputación: “Restaurar la Esperanza”. Una insólita esperanza que, a pesar de los suplicios infundidos, fue restaurada en los invadidos con el paso del tiempo, y que se volvió desesperanza para los invasores.

Ha transcurrido un largo lapso en el que ninguno de los bulliciosos medios dominantes vio ni dio aviso de la masiva irrupción contra el país más pobre de una península de adinerados o de las atrocidades cometidas contra la población (Sdenka, 2017). Crímenes de guerra reiterados, empleo confirmado de armas prohibidas, incesante violación del derecho internacional humanitario, hambrunas estremecedoras, mortíferos brotes de cólera: desapercibidos.

Hambrunas que nadie conectó con la “escasez generalizada de alimentos” (RAE, 2018) que en realidad ha sido la ausencia generalizada de todo. No es que a nadie no se le ocurriera darse por enterado de dónde queda Yemen en el mapa o qué supone el diccionario acerca de lo que es una hambruna en estas fechas. No es fácil para los periodistas acceder a los escenarios de conflicto, sobre todo, en el caso de una guerra soterrada, pero, sin duda, tampoco había un solo canal de televisión o portal informativo que no supiera cuáles salvajadas pasaban detrás de sus encabezados frívolos.

Lo que pasa es que los diversos frentes de la guerra -los medios son uno estratégico y preponderante- tienen un asunto clarísimo: expresar con ambigüedades lo que no hay que decir. Así han obrado los grandes conglomerados de comunicación occidentales en el caso de Yemen, y es lo que muestran con pasmosa resolución: nada.

EL ODIO EN LOS TIEMPOS DEL CÓLERA

¡Hambrunas!, sí, para muchos inadmisibles en los adelantados momentos que corren del siglo XXI. Pero el tiempo no siempre se desliza de atrás para adelante. Ese arduo acertijo fue más o menos resuelto desde el albor de las primeras civilizaciones.

Poco o nada separa, por ejemplo, los asedios del medioevo europeo de los emprendidos o secundados en nuestros días por los mismos europeos, o por sus aliados, como la Arabia de los saudíes, país que tanto se asemeja al señorío feudal europeo donde un exiguo grupo de jeques pastorea su rebaño de pozos petroleros. Poco o nada diferencia la barbarie de las periferias de ayer de la justicia a la medida que caracteriza al civilizado contemporáneo. Y de ayer u hoy, promovidos por este o aquel, el de Yemen es de los peores cercos y de los más despiadados.

Una agencia de ayuda, citada por la Organización de Naciones Unidas (ONU) (UN News, 2018), estimó que ciento treinta niños morían cada día de hambre y enfermedades extremas al final de 2017. Es decir, alrededor de cincuenta mil al año. Son cálculos hechos con base en las muertes registradas, que son una fracción, a lo mejor, mínima.

¿La razón? Si acaso, la mitad de los establecimientos de salud funcionan; más de setecientos fueron cerrados. Los que operan lo hacen sin recursos, con personal insuficiente. Y la pobreza es tal que un buen número de yemeníes no tiene cómo acceder a ellos. Así que la muerte, como la generalidad de la guerra, permanece oculta. La intensa guerra invisible afuera, en las calles; los muertos sin registro en los patios traseros de los hogares.

Junto a la hambruna, el cólera, la difteria y otros brotes infecciosos. Yemen registró, en 2017, más de un millón de casos de cólera y diarrea acuosa aguda (OMS, 2018). Entre enero y mediados de marzo del presente año hubo 109 000 casos sospechosos, y 190 muertes (ONU Noticias, 2019) se asociaron a la terrible enfermedad, prevenible, tratable y erradicable, que se propaga porque se le niega al país, inclusive, la compasión.

El amor sin sosiego de Florentino Ariza y Fermina Daza aconteció en los tiempos del cólera de una Cartagena imaginaria. El contagio de hoy en día en Yemen es una pandemia trágicamente tangible que asola una tierra de existencia comprobada y ancestral, solo ilusoria en el relato de anulación (o no relato) de los agresores. ¡El odio en los tiempos del cólera!

LA PRIMICIA SIN PRISA

Lo cierto es que a esos medios omnipotentes, omnipresentes, con las tecnologías de la comunicación y la información de punta a plena disposición, se les pasó por alto “la peor crisis humanitaria del mundo”, según la ONU (2018). Ni más ni menos.

Apenas cuando asesinaron al periodista Jamal Khashoggi dentro de la embajada de Arabia Saudí en Estambul, algunos medios se preguntaron si acaso el exaltado reino misógino y represivo de los saudíes, aparte de dinamizar las economías de casinos y lupanares de farándula de la Costa del Sol y brillar en sus titulares melodramáticos, incurriría en otras fechorías de película. No tardaron en comprobarlo; uno que otro se topó con Yemen.

Érase una vez en la que los periodistas volaron prestos con las tropas estadounidenses para cubrir su heroica guerra contra el terrorismo (Afganistán, 2001); otra vez, donde ayudaron a convencer a sus ciudadanos del embuste de que Saddam Husein tenía armas de destrucción masiva (Iraq, 2003), y una edad reciente en la que han tergiversado y relatado hasta el sensacionalismo la guerra contra Bashar al-Asad (Siria, 2011). Pero algo distinto ha sucedido con Yemen. “Coverage of the conflict […] has been sporadic and simplistic” [La cobertura del conflicto (…) ha sido esporádica y simplista] (Columbia Journalism Review, 2019).

El ministro de Salud del gobierno de Salvación Nacional de Yemen, doctor Taha al-Mutavakel, en agosto, cifró en 140 000 las víctimas civiles, muertos y heridos, desde 2015 (Hispantv, 2019). La Matriz de Seguimiento al Desplazamiento (DTM, 2019) de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), estima que hay 3.6 millones de desplazados internos (PDI) (607 865 hogares) dispersos en las veintidós provincias de Yemen. Más de veintidós millones de personas necesitan ayuda humanitaria (Amnistía Internacional, 2019).

Ha habido más de seis mil ataques aéreos contra objetivos de personas no combatientes. A la fecha de hoy, 21 de octubre de 2019, después de 1696 días de “campaña” de la coalición contra Yemen, se han efectuado 20 233 incursiones aéreas. 17 100 personas murieron en 2015; 15 100 en 2016; 16 800 en 2017; 30 800 en 2018; y 11 900 hasta junio de 2019. 91 700 muertos, aproximadamente.

Las cifras de la desmesura no son producto de la inventiva: corresponden a las bases de datos del Yemen Data Project (YDP) [Proyecto de Datos de Yemen] y del Armed Conflict Location & Event Data Project (ACLED) [Proyecto de Localización y Datos de Conflictos Armados]. Dos instituciones anunciadas con metas nobles, si bien ligadas a fondos que son obvias ataduras, como la Oficina de Conflicto y Operaciones de Estabilización (OSC) del Departamento de Estado de los Estados Unidos. Y ambos proyectos reciben subvenciones de la Unión Europea (Consejo Europeo de Investigación). Mejor dicho, si los datos mienten, y es probable que lo hagan, no será a favor de la exageración de las cifras, sino de lo contrapuesto, de su rebaja.

Si la agresión no cesa, los muertos podrían sobrepasar el medio millón para 2020, sostiene la ONU. La coalición, que aseguraba enfocar las medidas de cruzados crueles contra los rebeldes hutíes, está asesinado a civiles sin contemplación en su despropósito. Colapsó el de por sí modesto ingreso nacional; destruyó las infraestructuras e impide la prestación de los servicios básicos; arrasó la milenaria riqueza cultural y patrimonial, una de las más invaluables, al igual que lo hicieron los “redentores” en Iraq y Siria. Y ha revertido el desarrollo humano de Yemen más de dos décadas (PNUD).

Pero las prohibidas bombas de racimo no dejaron huella, invisibles son los resultados de las masacres; desaparecen por miles los vivos y de la misma manera las montoneras de muertos. Si los medios no vieron los artefactos atiborrados de infamia que estallaban por todas partes, ¿cómo iban a notar la atroz guerra económica del trasfondo, aunque matara más que las bombas y originara semejante hambruna y pestes?

 

GUERRA CONTRA YEMEN: EL OLVIDO NO ES LA DESMEMORIA (Segunda parte)

La guerra ignorada también se hace con sensibles desastres.

Las armas se venden sin control en una puja de negocios en la que muchas democracias occidentales y gobiernos participan como empresas promotoras de la muerte. Yemen despierta la codicia del reino árabe y sus socios por su localización estratégica. Y la mejor manera que hallaron para hacerse a él fue restaurar en el mando a un presidente sin gobierno y a un gobierno sin control territorial, en la guerra de pocos días que se les volvió de muchos años.

CISMA Y CINISMO

La guerra de Yemen ha sido atizada por los mismos reinos abusivos y los estados miserables que después invadirían al país con la peregrina idea de sofocarla y de restaurar (es decir, imponer) la administración democrática que les convendría. En el exterior, más que dentro, se hallan los efectivos instigadores de la fatalidad, lo que es mucho decir en una tierra de particiones atávicas. Desde afuera fueron engendradas y armadas, al norte, al centro y al sur del país, toda suerte de cuadrillas, milicias salafistas y brigadas (ACLED, 2019), según los concernientes provechos y predilecciones. Tal cual, siguen haciéndolo.

Para no hablar de los grupos (corporaciones) terroristas y extremistas, como EIIL (Daesh, en árabe) y Al-Qaeda, creados antes y aún financiados por los mismos, que han operado en Yemen como puntas de lanza contra los enemigos enfrente, y, con regular frecuencia, contra los socios inmediatos.

Porque esta guerra ha generado colisiones en la coalición, entre los títeres, por espacios de control territorial, y entre quienes mueven hilos y crucetas, como los enfrentamientos, en agosto, entre los separatistas del Consejo de Transición del Sur, que ha apoyado EAU, y milicianos próximos a Hadi, respaldados por Arabia Saudí. Al fin y al cabo, las avaricias son cerriles y ni a regañadientes toleran las jerarquías. La discrepancia fue progresiva y notoria, hasta que los emiratíes, sin tener en cuenta la molestia de Riad, replegaron buena cantidad de sus tropas a mediados de año.

ARMAS A LA CARTA

El Certificado de Uso Final (End User Certificate, EUC), un convenio que impide la transferencia a terceros de las armas vendidas a determinado estado, quedó en la práctica como un trasunto ridículo. Armamento suministrado bajo la restricción a estados del Golfo, en particular, por los Estados Unidos, Reino Unido y Francia, y, en especial, a Arabia Saudí y EAU, se usa para abastecer a las milicias de los variados flancos.

Armas de las que los fabricantes conocen los detalles del tráfico y por las que los respectivos gobiernos no preguntan, pues temen que se sepa que saben de sobra la respuesta. Los cálculos cuidadosos indican el suministro de unos 3.5 mil millones de dólares en armas convencionales pesadas, armas pequeñas y ligeras, y piezas y municiones asociadas, a los EAU, uno de los mayores centros de la desviación de armas.

El Reino Unido la ha vendido cinco mil millones de libras esterlinas en armamento a Arabia Saudí (War on Want, 2019), lo que hace que la guerra de Yemen también sea una guerra suya. Después de todo, la vieja relación de comercio, activa desde 1960 y suficiente para comprar un valioso silencio en Londres, creció el 500%, desde 2015. Sin embargo, cuando los Comunes examinan los controles de exportación de armas, el conflicto de Yemen ni siquiera está en la agenda (The Guardian, 2019). España, otro reino alimentador de armas y municiones del reino árabe y la coalición, ha autorizado ventas que superan los dos mil millones de euros, tal como lo visibiliza el “contador de la vergüenza” puesto en marcha por activistas (Greenpeace, 2019).

EAU, entre 2014 y 2018, fue el séptimo importador de armas del mundo, y el 64% de ellas provenía de Estados Unidos. Durante el mismo período, Arabia Saudí, pasó a ser el principal importador de armas, y el 67% fue comprado a los Estados Unidos. (Sipri, marzo de 2019). En 2018, fue el tercer mayor comprador, con un estimado de 67 000 millones de dólares.

A pesar de las reiteradas denuncias y llamados de organismos internacionales de Derechos Humanos, Francia, Australia, Bélgica, Brasil, Bulgaria, la República Checa, Alemania, Sudáfrica, Turquía, España. Corea del Sur, el Reino Unido y Estados Unidos, entre otros, continúan suministrando armamento a los EAU. “Sólo un reducido número de países, como Países Bajos, Noruega, Dinamarca, Finlandia y Suiza, han dejado de vender y transferir armas a Arabia Saudí, Emiratos Árabes Unidos y otros miembros de la coalición” (Amnistía Internacional, 2019).

En la guerra contra Yemen se compran y venden armas vedadas de todo tipo. Las diferentes facciones extremistas yemeníes las portan bajo el brazo o al hombro y a la vista. Abundan las fotografías en la red y los videos en YouTube con los alardeos bélicos. El armamento abandonado, capturado, destruido, arrojado o en uso, legal (si eso fuera posible) y de contrabando, es de amplio repertorio.

Ametralladoras alemanas (MG-3 y MG-4) y belgas (Minimi Light); cohetes (Grad) y ametralladoras serbias (Zaztava); bombas (EDO MBM Technology Ltd.) y misiles británicos; fusiles de asalto austriacos (STEYR AUG); lanzacohetes jordano-rusos (RPG-32); granadas suizas (HG85); sistemas de mortero singapurenses; fragatas españolas; bombas de racimo y misiles de crucero estadounidenses (clásicos Tomahawk y SLAM-ER de Boeing), vehículos blindados (MRAP de DuPont) y tanques estadounidenses (Abrams M1A2), ingleses, franceses, finlandeses y sudafricanos.

Unos pocos ejemplos. El listado es largo. En la investigación de la periodista búlgara Dilyana Gaytandzhieva (2019), publicada en Arms Watch bajo el título de: “Los archivos serbios”, relacionado con el tráfico procedente de un solo trampolín, el serbio, se encuentran, desde copias de los pasaportes e identificaciones de los contrabandistas y de los oficiales involucrados del gobierno de los Estados Unidos, Arabia Saudí y EAU, hasta las listas con los números de lote de las armas, los montos y la reproducción en facsímil de los contratos. Otro inventario para enmarcar de la mentira de la guerra contra el terrorismo.

POR QUÉ Y PORQUÉS

¿Por qué la siembra de la guerra? ¿Por qué esa despreciable ocupación humanitaria? Porque Yemen, al igual que todos los países pobres del globo, es rico. Yemen cuenta con montañas y lluvias un tanto regulares, y la tierra es la más húmeda y verde de la Península Arábiga. Pero esas bondades, que son de resaltar en medio de desiertos, han sido negadas aun en sus menores posibilidades por causa, vaya ironía, de su otra mayor virtud: su privilegiada y estratégica localización.

Yemen tiene costas sobre el mar Rojo y el mar Arábigo. Dispone de los importantísimos puertos de Adén, frente al golfo del mismo nombre, y de Al-Salif, Ras Isa y Salif, en la estratégica ciudad de Al-Hudayda. Es suya la ribera asiática del táctico estrecho de Bab al-Mandeb, que conecta el mar Rojo con el océano Índico. Está ubicado al lado del cuerno de África. Por sus mares transita cerca del 40% del tráfico marítimo mundial, y cruza una parte considerable del petróleo y del gas licuado que salen del Golfo Pérsico hacia Europa. Puede que Yemen no sea el Paraíso, pero es la puerta hacia él.

Nunca, ni siquiera en los tiempos de gloria, produjeron los yemeníes los prodigiosos artículos de las leyendas, pero a todos los hicieron suyos y con todos ellos comerciaron, tal cual lo describió Plinio el Viejo en su Historia Natural (Libro XII): sedas y porcelanas chinas; algodones de Ceilán; perlas de Omán; conchas de tortuga de Malasia; oro, mirra, marfil, plumas de avestruz y aceites de África; inciensos de Abisinia y Somalia; perfumes, índigo, pimienta, diamantes y zafiros de la India; canela del Himalaya; vino, dátiles y esclavos del Golfo Pérsico. En sus coordenadas convergen Oriente y Occidente.

Yemen fue el corazón del incienso cuando la resinosa sustancia movía los fervores religiosos y sacerdotes, sacerdotisas y dioses la reclamaban en los innumerables altares y templos del mundo conocido. Fue el eje de la mirra cuando el embalsamamiento era el hábito común en la vecindad para guardar la integridad e identidad de los muertos, y estos partían hacia el más allá henchidos del bálsamo, como lo describe Heródoto en Los Nueve Libros de la Historia (II, Euterpe). Y fue el centro del comercio mundial del café cuando las cafeterías se tomaron las distinguidas capitales europeas, entre los siglos XV y XVIII, mientras los liberales en ciernes tomaban la aromática infusión.

Es probable no haya sido “Eudaímon Arabía”, la Arabia fértil de los griegos, una de las tres regiones en que se dividía la península (Arabia Pétrea, al norte, y Arabia Desierta, al centro), ni la Arabia Feliz de míticas riquezas visionada por los romanos (y publicitada con fines políticos por el emperador Augusto y su nieto).

Pero Yemen sigue siendo apetecible para los desenfrenos de dominación de los vecinos Al Saud. Tal como lo fue hace casi un siglo, cuando Abdelaziz ben Abderrahmán Al Saud, el fundador del actual Reino, un detestable personaje y desaforado polígamo, invadió el territorio yemení en 1926, lo que daría lugar a la usurpación de las jurisdicciones de Asir y Najran, tribal y culturalmente yemeníes (Tratado de Taif, 1934).

¡YEMEN A LA VISTA!

Yemen es una tierra extraordinaria y un preciado cruce de caminos, y lo que tiene de pobre es porque ha sido saqueado. La rutinaria crónica de las colonias arruinadas por los usurpadores europeos (ingleses, en este caso), los sucesores o las contrapartes.

Nada es tan peligroso, para el mundo libre, como una patria con la mala intención de emanciparse; nada más horrendo, para la democracia mundial, como un estado autónomo, popular, suelto de la manada y, además, en paz, en una área geoestratégica sobre la cual se han trazado ambiciosos e ilusorios proyectos.

Con tal designio anclado en la febril mente del recién elegido heredero, príncipe Muhamad bin Salman Al Saud, el reino se lanzó en pos de lograr sus metas. La explícita: restaurar en el poder a Abdu Rabu Mansur Hadi, el fugitivo e insustancial expresidente yemení, vicepresidente del dictador Saleh por catorce años, artífice de su personal debacle con la corrupción más impúdica y una excluyente política de autonomías dispares, y, eso sí, bastante proclive a saudíes y estadounidenses.

La meta implícita: eliminar, en primera instancia, el movimiento popular Ansarolá (partidarios de Dios) de la vida política del país, y, a la par, contrarrestar la paulatina ascendencia regional de la República Islámica de Irán, a la que los Saud ven como el mayor estorbo para la acariciada supremacía regional al importunarles, entre otros, el primer puntal de la Visión 2030 de Bin Salman, que es hacer de Arabia Saudí el «corazón de los mundos árabe e islámico». Y del Medio Oriente.

Y la innombrable: adueñarse de los puntos estratégicos de Yemen y controlar las fundamentales rutas. Tramos de territorio, el puerto de Adén y el estrecho de Bab al-Mandeb figuran hace rato en los planes de Arabia Saudí para sacar el petróleo por vía directa y evitar así el paso por el estrecho de Ormuz, frente a las costas de Irán. Los cruces y los mares que bañan los litorales yemeníes están en la médula de la maquinación, junto a la construcción de un oleoducto largamente soñado por Arabia, que atravesaría por el norte de Yemen (Middle East Eye, 2019).

UN GOBERNANTE SIN GOBIERNO

La dupla saudí-estadounidense le apostó a Hadi, semejante incapaz, tal vez, porque no identificaron un mejor secuaz, o porque en aquellos desiertos de la conveniencia el mejor, simultáneamente, es el peor.

La comunidad internacional, esa entelequia sin repercusión, y Naciones Unidas, esa organización sin congruencia ni peso que naufraga en sus propias denuncias, declaraciones e informes, reconocen como gobernante legítimo a Hadi, condenado a muerte in absentia (en ausencia) por “alta traición”, cuyo Gobierno no es más que otra entidad carente de consistencia.

El exmandatario fue declarado traidor al aliarse con Washington y Riad para recuperar, mediante la invasión extranjera, el trono perdido. Y por importarle un bledo “la seguridad, la independencia y la integridad territorial del país”, como lo manifestó el entonces fiscal general, desde antes de la acusación (Hispantv, 2015), mientras Hadi partía a hurtadillas hacia Riad. No es Ricardo III, pero pudo serlo: “El reino por un caballo”. O por un camello. Árabes, indudablemente.

Ese desdeñable personaje es el presidente presentable para la ONU. No es de extrañar, de hecho, puesto que fue su Consejo de Seguridad, por la Resolución 2216, el que respaldó la arremetida en procura de legitimar una actuación a todas luces ilegal, y el que avaló la llamada Iniciativa del Consejo de Cooperación del Golfo, la sesgada e improcedente propuesta de una liga a órdenes de Arabia Saudí y los EAU.

La ONU, tan impresentable como Hadi, que todavía, por enésima vez, a través de su Organización Mundial de la Salud (OMS), desautoriza el puente médico humanitario desde el aeropuerto de Saná (Almasirah, 2019).

Una de las muchas formas sigilosas de matar a treinta mil pacientes que requieren tratamiento en el extranjero. Los yemeníes lo urgen. No es migraña lo que padecen. Ya lo dije: son víctimas del fuego graneado y de los ataques aéreos indiscriminados que llueven por miles en una región de poca lluvia y sin agua. Al menos sesenta mil pacientes son atendidos en los hospitales que apenas si existen, en esfuerzo sobrehumano de los compatriotas y de una que otra institución extranjera honesta de ayuda que no se esfumó.

Los hospitales reventados no han sido daños colaterales, sino los blancos en la mira, como lo tituló The American Conservative (2019) con aterradora ironía, cuando un ataque aéreo golpeó un hospital apoyado por Save the Children mató a siete personas, incluidos cuatro niños: “Las bombas de la coalición saudí salvan el hospital de niños en Yemen”. Y, de paso, advierte: “Cuando escuche a funcionarios de la Administración (de Estados Unidos) y a miembros del Congreso (de Estados Unidos) defender la participación de Estados Unidos en esta guerra, recuerde que esto es lo que están defendiendo”. ¡Cómo olvidarlo! Y se olvida.

Los cometidos del príncipe Bin Salman, aprendiz de tirano y ministro de Defensa del Reino, por supuesto, se malograron de principio a fin: Ansarolá no tiene acabamiento a la vista, y Abdu Rabu Mansur Hadi, con certeza, está acabado.

 

GUERRA CONTRA YEMEN: OTRA QUE NO SE SALVA (Tercera parte)

No hay guerras apacibles, menos aún para los fuertes.

La guerra extraña y lejana contra Yemen retumba ahora mil kilómetros adentro del reino árabe. La joya de la corona y de bolsillo de los Al Saud, la opaca empresa estatal Aramco, no despierta en los inversores la misma confiabilidad de hace poto tiempo. Ha sido una conflagración desalmada e irresponsable, ojalá un día se tomen en serio las conversaciones de paz.

TAN LEJOS, TAN CERCA

Occidente calló porque la de Yemen era una guerra remota y extraña. Pero hoy en día, prácticamente, son imposibles esas guerras antaño retiradas y ajenas. Lo bueno de la globalización incluye cosas tan malas como lo mejor de los nacionalismos exacerbados: aun las acciones sepultadas dentro de una frontera nos involucran a todos y casi por igual. La escaramuza distante afecta al resto del mundo, aún más, una guerra arrolladora librada en una zona crucial para la energía que lo mueve, y que seguirá moviéndolo hasta que se extinga cualquiera de los dos, el petróleo o el mundo.

La guerra de Yemen, con monumentales despliegues terrestres, incursión de aviones no tripulados, bombardeos aéreos, cerco naval e ilegal bloqueo humanitario y comercial, pudo ser tapada con la alfombra hasta que unas cuantas flechas de los yemeníes dieron en el talón de Aquiles del reino árabe: su petróleo.

Pero en el tuétano de la fortaleza siempre está la debilidad. El petróleo, gracias al cual los árabes se dotaron del armamento más avanzado, bueno, siendo sinceros, el más costoso ofrecido por los timadores que expenden las armas, exhibió a su vez la grande incompetencia defensiva.

Cuando el 14 de marzo diez drones yemeníes impactaron en las instalaciones petroleras de Buqayq y Khurais, al este de Arabia Saudí, pertenecientes a Aramco, la petrolera de bolsillo de los Al Saud, nadie en los recintos de oro de los extravagantes palacios saudíes ni en los gélidos pasillos calentados con tungsteno del Ala Oeste de la Casa Blanca daba crédito a las portentosas columnas de humo que veían, unos, en las imágenes de satélite de la NASA, otros por la ventana.

Primero, no creyeron en lo que veían; luego, no aceptaron lo que oyeron: el atinado golpe a la mayor planta de procesamiento de crudo del mundo había sido infligido por una banda de insurgentes, los menospreciados hutíes, el subvalorado movimiento popular Ansarolá. Inocultable fue el desconcierto. Aunque los Hutíes se atribuyeron la responsabilidad de la ofensiva, el secretario de Estado de Estados Unidos, Mike Pompeo (Twitter, 2019), le endilgó la operación a Irán con una inmediatez tal que descalificó de entrada la acusación misma.

El 50% de la producción diaria de Arabia Saudí se suspendió, unos 5,7 millones de barriles de petróleo y 2000 millones de pies cúbicos de gas (Bloomberg, 2019). En otras palabras, se interrumpió el suministro de cerca del 6% del petróleo crudo global.

Los mercados se estremecieron. Los implicados se apresuraron a calmarlos, incluido el presidente Donald Trump, quien incluso autorizó la liberación de crudo de la Reserva Estratégica de Petróleo (@realDonaldTrump, 2019). Las despensas petroleras apropiadas por el régimen de los Al Saud, en los tanques del reino y en los de Okinawa (Japón), Rotterdam (Países Bajos) y Sidi Kerir (costa mediterránea de Egipto), aprontaron los millones de barriles. Pero el daño estaba hecho.

DEL BOLSILLO A LA BOLSA

La conmoción se siente donde duele. La sombría Saudi Arabian Oil Co., conocida como Aramco, que antes de la embestida aceleraba los preparativos para llevar a cabo una oferta pública de venta (OPV) inicial y planeaba cotizar en bolsa en noviembre, ha pospuesto la aspiración para 2020. Otra vez. Porque son reiteradas las prorrogas desde que, en 2016, se pregonó su salida a bolsa como la mayor de la historia. Más de tres años después, la expectación se ha enfriado unos cuantos cientos de millones de dólares.

Y ya que los últimos eventos no ayudan, tampoco es para menos el último retraso. Bien que con los inversores locales no hay dificultades, pues bajo presiones y chantajes sobran los interesados a voluntad, con los esquivos inversores extranjeros la gestión se enreda. Estos quieren franqueza y pormenores acerca de las condiciones de la empresa y de las ganancias.

Teniendo en cuenta que el ataque yemení a la refinería redujo la producción, así fuera temporalmente, a la mitad, ¿cuál es la capacidad del reino para proteger los activos energéticos? Ahí no paran las dudas. Muchos se preguntan por el grado de interferencia del estado (o sea, de los Saud) en la estrategia corporativa de la empresa (Financial Times, 2019).

Los dividendos anuales -asevera Riad- serán de 75 mil millones de dólares. Tentación a la que se añaden otros ofrecimientos: rebaja en las regalías (royalties) y reducción de la factura fiscal. No obstante, ahora no es sencillo para Bin Salman lograr la valoración pretendida de dos mil millones de dólares, con los que espera disminuir la dependencia petrolera y patrocinar sus apetencias de modernización asimétrica del reino.

De momento, el príncipe se sentó a esperar una mejora en la cotización de la empresa, que no llega porque no hay sosiego en la región, sosiego que no lo hay porque él mismo, con sus asesinatos (Jamal Khashoggi), secuestros (el primer ministro de El Líbano), conquistas fallidas (Yemen) y rencores excesivos (Irán), no lo permite.

LOS RISCOS DEL REINO

Los medios occidentales, haciendo eco de las declaraciones de los saudíes, muestran a los hutíes como una advenediza pandilla de atrasados, del mismo modo que presentan la invasión y el mantenimiento de la guerra en Yemen como una especie de proyección holográfica de una pugna regional entre Irán y Arabia Saudí. Una visión llana de un asunto complicado.

La verdad es que las pruebas de la participación de Irán en el conflicto han resultado tan vaporosas como las que ofreció el señor Pompeo por Twitter, trino tras trino, de la autoría de Irán del ataque a Aramco, y tan estrafalarias como los cartones descoloridos que muestra Netanyahu, año tras año, ante la Asamblea de la ONU, atinente al supuesto programa secreto persa de armas nucleares (Presstv, 2019).

La matriz no es novedad. Antes, en mayo, un oleoducto árabe fue atacado por los hutíes, y, después, varios petroleros. Los saudíes acusaron pronto a Irán. En un comunicado, se afirmó que las actuaciones iraníes constituían “graves violaciones” de las leyes internacionales y se podían “considerar crímenes de guerra”.

La acusación llegó a través de un retórico y belicoso discurso del rey Salman, y de una orquestada exhibición de trozos de armas iraníes a cargo del coronel Turki al Malki, nada menos que el portavoz de la coalición militar árabe que interviene en Yemen. Y encontraron el modo, el lugar y la coyuntura pertinentes: tres cumbres (del Consejo de Cooperación del Golfo, de la Liga Árabe y de la Organización de Cooperación Islámica), en la Meca, durante el mes sagrado del Ramadán (DW, 2019).

En acostumbrada respuesta, los aviones de la coalición árabe se abalanzaron entonces sin rodeos, esta vez sí, contra “objetivos legítimos”, y efectuaron bombardeos “precisos” contra Saná, la capital de Yemen. Bueno, no tan precisos, según el Ministerio de Salud de Yemen, que informó que al menos hubo 6 civiles muertos y 32 heridos (El Espectador, 2019).

Con respecto al perfil difundido de los hutíes, también, nada más lejos de la realidad. Es cierto que durante un largo período fueron relegados a la pequeña superficie de una provincia marginada, y que a primera vista parecería extraño que en un corto tiempo haya crecido tanto su aceptación por parte de heterogéneos sectores de la población yemení.

Pero las condiciones para esto son fáciles de rastrear: fueron provistas por las políticas opresivas de los gobiernos consecutivos de Saleh y Hadi, su descomposición y el entreguismo a Estados Unidos y Arabia Saudí, y, sin duda, por la infaltable pequeña ayuda de los amigos de ambos, el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y la Organización Mundial del Comercio, con sus medidas y recomendaciones. Para qué más.

Como apunta Mark Aguirre (2019): “Lo extraordinario es que estos campesinos tribales, sumando primero a otras fuerzas tribales y después a la gente ordinaria de las ciudades empobrecida por el neoliberalismo, hayan sido capaces de tomar el poder y mantenerlo firmemente después en una guerra brutal de agresión externa” (Viejo Topo).

Yemen, ciertamente, es una tierra con una fuerte inercia de partición tribal y desavenencias, pero el indigno acorralamiento al que los intrusos han conducido a los pobladores, desde 2015, de igual modo, trajo consigo un sentimiento más cercano a lo nacional, que refuerza, cada vez más, el carácter popular y masivo de las formaciones de marginados por las élites de adentro y de pisoteados por los malhechores de afuera. 

TODO ES POSIBLE, HASTA LA PAZ

A dos semanas de los impactantes ataques contra Aramco, los hutíes llevaron a cabo una nueva acción agobiante para el régimen: “Victoria de Dios”, la operación más grande contra Arabia Saudí, ejecutada al sur de los dominios del reino por las fuerzas yemeníes, con el respaldo de Ansarolá (Telesur, 2019). Se reveló la muerte de cientos de combatientes, la captura de miles de soldados saudíes y de mercenarios yemeníes, así como la incautación de vehículos militares y gran cantidad de armamento.

Si la guerra ha sido escondida en su conjunto, en buena medida gracias a la influencia de los Saud, esta maniobra ha sido presentada con la inconsistencia de los rumores por los grandes medios occidentales. Alguien avisó que quizás, quién sabe donde, algo debió ocurrir. Riad presionó, como pudo, para que el video suministrado por las Fuerzas Armadas yemeníes, que muestra a los soldados y mercenarios capturados, no fuera difundido (Hispantv, 2019).

Así y todo, las incursiones de unos días de los yemeníes, una de ellas a mil kilómetros dentro del reino árabe, fueron golpes secos en el vientre de casi cinco años de acoso canallesco. Previamente, varios ataques con los domésticos drones Qasef K-2 o Samad-3, y misiles balísticos de corto alcance Badr-1, contra posiciones saudíes, aeródromos militares y aeropuertos internacionales (Abha y Najran), al sur del país, anunciaban con claridad lo que vendría, pero en los palacios reales hicieron caso omiso de las señales. Hasta que pasó: quince días contra cinco años, y no luce bien el extenso plazo de los rufianes.

Arabia Saudí ha disminuido recientemente la intensidad y el número de los ataques (Noticias ONU, octubre de 2019). Pareciera que al fin se entreabre la puerta de la negociación y que la ultraconservadora monarquía evalúa la posibilidad de apaciguar el conflicto. EAU tampoco aparenta estar dispuesto a continuar batallando en las arenas movedizas de Yemen, máxime, después de constatar que las represalias de los yemeníes van en serio, y que sus torres de cristal son un blanco notificado.

Tres intentos de negociación se han verificado antes, en medio del fuego cruzado y la desconfianza mutua. Uno, en Ginebra, en junio de 2015; otro, en Kuwait, en 2016, y el de Estocolmo, que se firmó en diciembre de 2018. Este último perdura en el papel, no tanto, en la realidad. La ONU, en un informe de mayo, confirmó el cumplimiento de los compromisos a cargo de las tropas yemeníes, al replegarse de tres puertos en el oeste del país. No fue así por parte de las fuerzas financiadas por Arabia Saudí y EAU.

En resumen, han sido sentadas a la mesa donde quienes carecen de poder político en el terreno (Hadi, Arabia Saudí, Estados Unidos y ONU) tratan de someter a sus exigencias a quienes sí lo tienen (los hutíes) (Medina Gutiérrez, 2018). Ninguna sentada, claro está, ha conducido a parte alguna.

Amanecerá y veremos qué definen los sucesos recientes. Si los vástagos de la casa imperante fueran inteligentes firmarían cuanto antes la paz con Yemen. Pero, está comprobado, no lo son tanto como se pudiera pensar.

LA FORTALEZA FRÁGIL

Los Al Saud se han sostenido muchas décadas inamovibles del trono, es verdad, en tanto que por los contornos se desmoronan los reinos de arena de otros absolutismos. Pero la virtud, más que propia, es ajena. Mejor dicho, lo fue hasta el pasado 14 de septiembre. Los pilares de la perpetuación yacen, desde 1945, sobre un acuerdo subrepticiamente público firmado abordo del portaviones Quincey, entre Franklin D. Roosevelt y Salman bin Abdulaziz Al Saud, donde se intercambió protección militar por petróleo.

Quedó en evidencia ahora que la seguridad que Estados Unidos le ha brindado a la casa Al Saud adentro, blindándola contra el pueblo y lo que queda de otras castas, no es tan útil hacia afuera. En cambio, le proporciona harta inseguridad a Arabia Saudí secundar los planes regionales estadounidenses o realizar alianzas con los israelíes (wahabismo y sionismo, otro peligroso cantar), que apuntan no solo contra Yemen, Líbano, Iraq, Siria o Palestina, sino, ante todo, contra Irán.

Los yemeníes ratificaron un secreto a voces: que el senil sistema móvil de defensa antiaérea MIM-104 Patriot, de las compañías estadounidenses Raytheon y Lockheed Martin, eran de una pasmosa eficacia en las cuñas publicitarias y las “preventas”, pero decepcionantes a la hora de trabajar en serio. Los 88 sistemas desplegados en el reino no identificaron, ni rastrearon ni mucho menos repelieron, los drones atacantes, y dejaron a tientas la Visión 2030 de Bin Salman.

En honor a la verdad, otros actuantes de prestigio se sumaron a la muestra de ineptitud defensiva, como el estadounidense sistema naval integrado de combate Aegis, de la RCA Corporation, también producido por Lockheed Martin. O los sistemas suizos Oerlikon GDF (de una subsidiaria de Rheinmetall-DeTec AG, el mayor fabricante alemán de armas), y las baterías del sistema antiaéreo Shahine (una versión del sistema francés Crotale).

Para completar, según el serio experto militar rumano Valentin Vasilescu (septiembre de 2019): “La sección de artillería del norte de la refinería fue la única que les disparó (a los drones), entre las columnas de las infraestructuras, y parte de los proyectiles cayeron sobre la refinería”. Es decir, le aportaron su grano de arena (mejor, de plomo) al ataque. Eso explicaría que hayan habido más de 27 focos de incendio sólo en una de las refinerías.

La guerra contra Yemen, que los Saud creyeron de barrio, está estremeciéndoles la casa. O, por lo menos, desgastándola más de lo que, en el fondo, está. La guerra calculada para unas semanas se replanteó rápido para medio año. Han corrido más de cuatro años y sigue siendo un dolor de cabeza para los incompetentes multimillonarios. Los opulentos invasores, además, son penetrados y perjudicados por los invadidos pobres. Simples consecuencias del matoneo del régimen por el vecindario,

Dos realidades que habitan mundos encontrados: los hutíes, atrasados en la concepción del reino árabe, que, sin embargo, concuerdan con los tiempos de resistencia de los yemeníes; el reino, pese a la pompa, el oro y las ingentes inversiones en empresas tecnológicas, que no deja de ser la sofocante monarquía del pasado.

No alcanzan a comprender cómo un país con una economía casi cuarenta veces menor los ha humillado de tal manera y puesto en ridículo al príncipe Bin Salman. No contaron con la suerte de los yemeníes de poseer burros y camellos en los escarpados terrenos donde los blindados son un encarte. O drones de diez o quince mil dólares que no detectan sistemas integrados de defensa de muchos millones de dólares. O caucheras RPG de tres mil dólares que revientan tanques cuyo costo oscila entre cuatro y ocho millones de dólares, según la versión, para el caso indiferente.

Mark Twain, en Un yanqui en la corte del rey Arturo, emplea “la posible e hiriente paradoja del vencedor destruido por el peso de su vencido muerto”, según lo cita John Steinbeck en Hubo una vez una guerra (1958), el magistral compendio de artículos publicados por el futuro Nobel en The New York Herald Tribune (originalmente, en 1943). Alejado el día en que Yemen esté muerto, tampoco semeja a un país vencido, pero el peso de la catástrofe acomodada sí está destruyendo a Arabia Saudí, el provocador y presupuesto vencedor.

EL REINADO QUE VIENE

Yemen (Al-Yaman, en árabe), etimológicamente, puede significar “bendiciones” o “prosperidad”, o quizás alude a “sur”, como punto cardinal (de “yamin”, palabra semítica). No lo sé, y hasta donde conozco no se sabe. Descifrar de dónde viene el término es tan complejo como adivinar para dónde va el país.

Algún día se firmará un acuerdo de paz, y será difícil establecer qué tanto habrá ganado el movimiento popular, con un país descuadernado y una población con la amargura viva a cuestas. Las ciudades más yermas que el desierto. Las infraestructuras demolidas. El patrimonio del pasado arrancado de raíz. Un camino de obstáculos, con todo eso, preferible a la opción de una patria ocupada y “a salvo”, como los invasores dejaron la libia, la iraquí, la afgana y tantas otras.

Lo que sí es indiscutible, desde la perspectiva que sea, es que el régimen ha perdido el arma más meritoria que tenía: la reputación de poderoso. Al contrario, dejó al descubierto el secreto más crítico: su vulnerabilidad. Y el mundo ha tenido la certidumbre de lo que en efecto son las majestades saudíes y sus socios: una parranda de asesinos.

Ojalá los paisanos árabes distingan, amontonado entre los enmohecidos tanques Abrams, las adormiladas baterías antiaéreas Patriot, el peligroso (para el que lo usa) sistema antimisiles THAAD y demás estafas, el reino de chatarra que les deparará el futuro con otro Al Saud de rey.

(*) Juan Alberto Sánchez Marín.  

    @juanalbertosm

Periodista, escritor y director de televisión colombiano. Analista en medios internacionales. Colaborador del Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE). Fue consultor ONU en medios. Productor en Señal Colombia, Telesur, RT e Hispantv.

Fuente: https://www.hispantv.com/noticias/opinion/441494/guerra-arabia-saudi-trump


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