Greta Thunberg en catamarán o la conciencia del límite
«Todo lo que afecta a la tierra afecta a los hijos de la tierra. Cuando los hombres escupen el suelo se escupen a sí mismos. Esto lo sabemos: la tierra no pertenece al hombre, sino que el hombre pertenece a la tierra.» (Carta del jefe indio Seattle al presidente Franklin Pierce de los EEUU de Norteamérica, 1854)
«Humo de las fábricas. Pero tras el humo se adivinan algunas cosas más: labradores, carpinteros, talleres, minas, trenes, capital, dirección, trabajo… Todos intentando dar el mordisco más grande a la manzana. Y hace tiempo que me pregunto ¿cuántos mordiscos resiste una manzana?» (State of the Union, película de Frank Capra de 1948)
Mientras inicio la redacción de estas reflexiones, la adolescente sueca Greta Thunberg se acerca a la península ibérica en catamarán. Atraviesa el Atlántico con la meta de llegar a la Cumbre del Clima a celebrar en Madrid a partir del 2 de diciembre bajo presidencia de Chile. En un principio estaba previsto que tuviera lugar en Brasil, pero el flamante presidente Jair Bolsonaro se negó a acogerla. El encargo pasó a Chile, pues tenía que ser un país de la región de América del Sur el que se ocupara de ella. La reciente complicación de la situación política en el país andino obligó a su gobierno a rehusar su celebración. Finalmente, la ONU aceptó el ofrecimiento español.
Como se ve el evento está resultando algo accidentado de llevar a cabo, como está siendo trabajoso el traslado de la joven activista, que se encontraba en el continente americano en vistas a su asistencia al susodicho. El que una pareja australiana que circunda el globo con su embarcación le haya ofrecido traerla hasta aquí y el que la Junta de Extremadura esté dispuesta a poner un coche eléctrico a su disposición para su traslado desde Lisboa a nuestra capital, ha causado ciertos comentarios en diversos medios que atenúan el aura de la chica. Y, sin embargo, hay que reconocerle el valor de ejemplaridad que su conducta tiene a pesar de que haya algún político conservador ya retirado que entienda que una niña como ella debe estar en la escuela en vez de pontificando por ahí sobre qué políticas hay que seguir en relación con el problema global del clima, problema que para esa clase de políticos o bien no existe (recuerde quien tenga memoria al primo físico de Rajoy) o carece de la importancia debida para ser atendido preferentemente por un dirigente verdaderamente serio. Total, como vino a decir proverbialmente José María Aznar hace algún tiempo, si no aciertan los meteorólogos con la previsión de un día para otro, quién puede asegurar cómo va a ser el clima global dentro de varias décadas. Aquí el político que quiere justificar ante la opinión pública sus propias e interesadas certezas se aprovecha de la honestidad científica que siempre deja margen a la duda mientras va acumulando paciente y rigurosamente las evidencias que sustentan sus verdades, permanentemente sujetas, en todo caso, a revisión crítica.
Por su parte, Fernando Savater, echando mano de la incisiva ironía que caracteriza casi siempre su estilo, la llama «Greta sin Garbo» en un artículo publicado recientemente y que titula Calabazas; y al movimiento que inspira lo tacha de «nueva cruzada de los niños que trivializa un asunto muy complejo». Realmente, atendiendo a los discursos y la conducta de esta chiquilla, ¿es justo decir que le quita importancia o no se la da (que eso significa trivializar) al asunto de marras, el cual, ciertamente, es muy complejo? Puede ser que el que la joven sueca se haya convertido en una celebrity –cosa que no creo que ella haya buscado– le confiere cierto halo de sospecha para muchos críticos más o menos intelectuales.
La ejemplaridad de Greta Thunberg, al margen de qué la motiva exactamente y si puede o no haber oscuros apoyos detrás de ella, creo que se sustenta en gran medida en su juventud, en que es mujer y en su actitud de firmeza frente a los dirigentes políticos. Todos estos rasgos le otorgan un nada despreciable poder inspirador no exento de una importante base emocional, que tiene un componente ciertamente de carisma en su menuda persona que, paradójicamente, acentúa su fuerza de carácter. Es otra versión más de David contra Goliat, que siempre gusta al público. Por otro lado, muchos de los que se quejan de la crónica indolencia de los jóvenes respecto de los problemas que nos acucian a todos se preocupan ahora de que pierdan clases por seguir el ejemplo de la activista adolescente. Su travesía en catamarán para acudir a este enésimo intento por acordar una estrategia global ecológica, eso que se llama ahora Green New Deal, que los políticos hagan efectiva en sus respectivos estados, representa el esfuerzo que cada ser humano, especialmente los que habitamos en los países desarrollados, tenemos que hacer para modificar hábitos de vida empezando por los asociados con el transporte.
Es un hecho su ejemplaridad, también, porque el movimiento Fridays for future es un movimiento transfronterizo que la emula. Yo mismo conozco a estudiantes que siguen su ejemplo implicados en esta actividad reivindicativa. Una de ellos, de origen noruego, a sus dieciséis años –la misma edad que Greta– escribió una especie de carta que tituló «La injusticia de la crisis climática» cargada de toda la sensatez que la mayoría de los adultos nos arrogamos en exclusiva. En ella identificaba la posible catástrofe con un proceso de desigualdad global de raíz económica y de injusticia infligido por la generación de los mayores sobre la generación de los jóvenes. Gina Gilbert, que así se llama la alumna autora del texto, es tan elocuente como contundente cuando escribe: «No solamente el aspecto geográfico es injusto. También el aspecto de generación es esencial en este debate. Hemos conocido los cambios climáticos durante los últimos 70 años. La generación de mis abuelos lo sabían cuando decidieron explotar los recursos hasta la última gota de petróleo, y la generación de mis padres lo sabían cuando continuaron con esa política. Y lo saben, lo saben ahora mientras cierran los ojos y se encierran en sus oficinas y siguen gozando del dinero, de los beneficios del robo de nuestro futuro». Es una de las manifestaciones del paradigma extractivista que domina la economía global, y que muy bien podría denominarse «extracción de rentas del futuro que pertenece a nuestros hijos y a los hijos de sus hijos». Se trata, en definitiva, del riesgo moral reconocido por los economistas y que, en palabras del Premio Nobel Jean Tirole extraídas de su libro La economía del bien común, «se refiere a toda situación en que el comportamiento de una parte afecta al bienestar de otra parte (o ejerce una externalidad sobre esa parte), y ese comportamiento no puede especificarse de común acuerdo, con anterioridad y de modo plausible».
La joven Gina expresa el concepto de forma menos abstracta y por ello muy clarificadora, y con su punto de indignación también hay que decir: «Yo, y el resto de mi generación tendremos que usar nuestras vidas adultas limpiando los platos de la fiesta de nuestros padres. Y mis hijos, y mis nietos, tendrán que vivir con las consecuencias, porque el daño que estamos haciendo es irreversible. Esto es una injusticia que nunca les perdonaré». Revela implícitamente el cinismo que hay detrás de la manida expresión «vosotros sois el futuro» tantas veces repetida por los mayores, que con muchas de nuestras actitudes mostramos más preocupación por mantener un determinado estado de cosas a través de una educación más lastrada de lo debido por un componente conservador centrado en el control del pensamiento. Como ella dice: «yo me niego a ser el futuro, si no me dejan ser el presente».
Yuval Noah Harari, el historiador israelí autor de éxitos de venta en los que filosofa sobre la evolución (biológica y cultural) de nuestra especie, reflexiona en uno de sus libros sobre el Antropoceno, la nueva era geológica propuesta por el premio Nobel de química Paul Crutzen en el año 2000, distinguible por la acción determinante del ser humano sobre el planeta durante los últimos siglos. Según parte de la comunidad científica, el impacto global de las actividades humanas tiene efectos decisivos sobre el devenir de los ecosistemas. Harari lo ilustra mediante el hecho de que el mundo actual está principalmente poblado por los humanos y sus animales domesticados. Pone el significativo ejemplo de Alemania, el país de los hermanos Grimm, Caperucita Roja y el lobo feroz. Hoy día queda menos de un centenar de lobos en su territorio mientras que viven en él cinco millones de perros, mascotas que han prosperado merced a la acción de nuestra especie, nefasta por cierto para los otros cánidos, los salvajes. Cifra mundial: 200.000 lobos frente a 400 millones de perros. Para Harari, después de analizar estos datos y otros de la misma índole, es evidente que «Homo Sapiens se ha convertido en el agente de cambio más importante en la ecología global».
Prometeo nos dio el fuego de los dioses y con el tiempo quisimos emularlos en lo que respecta a su poder sobre el resto de criaturas. Porque el Atropoceno implica que el ser humano ha roto las barreras que habían separado el globo en zonas ecológicas independientes, convirtiéndolo en un ecosistema único. Merced a nuestra tecnología, que ha hecho del planeta una aldea global, no sólo a efectos de la comunicación de información sino también física, los organismos de todo el mundo se mezclan sin importar cuán distantes puedan encontrarse sus hábitats de origen; el caso, sin ir más lejos, del alga asiática que amenaza la biodiversidad andaluza y, por ende, la pesca en casi todo su litoral, llegada hace cuatro años en alguno de los buques que surcan de continuo el Estrecho de Gibraltar.
Globalización y tecnología van de la mano. Imposible concebir nuestro mundo actual, nuestros hábitos de vida y, sobre todo, de consumo diario sin eso que ya nos parece tan natural en los así llamados países desarrollados; como –pongamos por caso– tener a nuestra disposición productos frescos fuera de la temporada local venidos de las Antípodas y que han llegado puntualmente a nuestras tiendas por medio de un verdadero ejército de máquinas consumidoras de recursos fósiles cada vez más escasos y costosísimos de producir en términos de tiempo y energía por la naturaleza, máquinas tan predadoras de la Tierra como intoxicadoras de la misma debido a lo que desechan en sus procesos de transformación de la energía en trabajo.
Hay quien considera que esa misma tecnología nos salvará. Matt Ridley, divulgador científico perteneciente al partido conservador británico y vizconde, en su libro El optimista racional, denuncia a la legión de agoreros que llevan décadas anunciando el apocalipsis medioambiental que nunca termina de ocurrir a pesar de habérsele puesto fecha en más de una ocasión. Él cree que la historia demuestra que la clave para la supervivencia de nuestra especie reside en afrontar todos los problemas que se le presenten mediante la creatividad técnica de sus miembros, a los que hay que dejar que trabajen libremente. No es un negacionista del cambio climático según cabe colegir de sus respuestas en una entrevista disponible en internet que se le hizo con ocasión de su visita a Guatemala cuando la Universidad Francisco Marroquín le concedió un doctorado honoris causa hace un par de años. Liberal firme creyente en el mito de la mano invisible (y sabia) del mercado reconoce la realidad del cambio climático, su carácter antropogénico coherente con la fase que para el planeta supone el Antropoceno, pero igualmente sostiene que no es peligroso; «las que sí son peligrosas –dice– son las políticas contra el cambio climático». Según él la solución consiste en invertir más en investigación y menos en energías renovables a las que considera extremadamente caras y poco fiables. Está convencido de que el progreso humano no tiene por qué tropezar con límites materiales, pero es condición necesaria para lograr ese desarrollo dejar de usar la Tierra para producir energía.
¿Y de dónde sale la energía, pues? ¿Es científicamente posible lo que propone Matt Ridley que, en ningún caso, acepta renunciar al crecimiento como factor esencial del progreso humano? ¿Es pensable un paradigma alternativo de progreso?
El economista Manfred Max-Neef y el físico eperimental Philip Bartlett Smith escribieron en 2011 el libro titulado Economics unmasked, en 2014 publicado en castellano como La economía desenmascarada. En él proponen un cambio del paradigma económico global que sustituya el poder y la codicia como motores principales de su funcionamiento por la compasión y el bien común como sus principios orientativos. En algún texto anterior (Economía y vida: paradigma del cuidado frente a extractivismo), de manera equivalente, yo he contrapuesto el paradigma de la extracción –el actualmente vigente en términos globales– por el del cuidado, que pugna en algunos ámbitos locales por ofrecer un horizonte orientativo. Entiendo así mismo que hay que reforzar la conciencia de nuestro ser material, que nos conecta ontológicamente a la tierra y que es determinante a la hora de concebir de forma realista el progreso de nuestra especie.
La visión de Matt Ridley no resulta compatible con esto último, pues supone lo que Max-Neef y Bartlett Smith llaman en su libro «la sustituibilidad infinita». Según ellos, la idea no tiene nada de científico y sí todo de «artículo de fe religiosa»; significa «que la inventiva humana permitirá que cualquier escasez de materias primas naturales pueda ser resuelta mediante la sustitución de materias sintéticas». En lo que a las fuentes energéticas (imprescindibles para posibilitar ese milagro) se refiere, la idea de Ridley se tropieza con el obstáculo insoslayable de la Primera Ley de la Termodinámica. Por muy geniales que seamos los seres humanos, capaces ciertamente de crear materiales sintéticos, no siempre beneficiosos y habrá que ver en cada caso cuán costosos (incluyendo el coste ecológico, por supuesto), las leyes físicas no las podemos modificar a conveniencia.
Todavía hay una gran cantidad de energía en nuestro planeta hasta ahora no utilizada proveniente del Sol. Pero economista y físico coinciden en ser escépticos respecto de la posibilidad de que haya suficiente para satisfacer las necesidades de un mundo dominado por el consumo y el atroz despilfarro energéticos, por lo que concluyen: «Sería técnicamente posible suministrar a una sociedad con una población limitada todo aquello que la gente realmente necesita, con mucha menos energía de la que hoy se consume. Tal cosa podría hacerse fácilmente, de modo totalmente sostenible, con la energía verdaderamente renovable del sol. […] El quid de nuestra tesis es que un suministro energético cada vez mayor para mantener una producción en constante crecimiento es algo imposible».
La globalización ha sido y es, por encima de todo, la extensión mundial del capitalismo de libre mercado, impuesto en todas partes con la justificación moral de la modernización. De forma parecida a como la colonización de las Américas se hizo bajo la cobertura justificadora de la evangelización, la civilización moderna ocupó su trono ideológico para extender su modelo de vida hasta el último rincón del mundo. El filósofo británico John Gray, en su libro Falso amanecer. Los engaños del capitalismo global publicado antes de la última gran crisis económica, no duda en reconocer en este proceso el resultado de un proyecto revolucionario cuya culminación es el objetivo primordial de organizaciones transnacionales como la Organización Mundial de Comercio, el Fondo Monetario Internacional y la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico. Es el lado oscuro del pensamiento ilustrado que desde su propio esquema crítico y autocrítico cabe reconocer incidiendo, especialmente, en la revisión de las nociones de progreso global y de civilización universal.
Es lo que el filósofo francés Bruno Latour en su ensayo Dónde aterrizar. Cómo orientarse en política denomina, siguiendo en esa dirección (auto)crítica, «mundialización-menos». Coinciden Latour y Gray, salvando las peculiaridades terminológicas, en denunciar el carácter agresivo de la globalización para con la diversidad de modos de vida (y que se materializa en fenómenos concretos como el de la así llamada «España vaciada»). Las palabras del francés nos valen mejor por su expresividad para presentar la idea: «El grito de guerra «¡modernizaos!» no vehicula más que un solo contenido: toda resistencia a la mundialización será tachada de ilegítima. No hay nada que negociar para quienes desean permanecer atrás. Aquellos que se refugian al otro lado del irreversible frente de modernización quedarán descalificados de antemano. No solamente están vencidos, sino que son también irracionales. Vae victis!».
Globalización es asimismo, y en identidad con su noción de progreso, financiarización de la economía, es decir, alejamiento de la vida productiva, que incluye el menosprecio de la tierra y la insensibilidad hacia las circunstancias concretas que –como supo reconocer sabiamente Ortega y Gasset– conforman la vida real (la única vida digna de ser reconocida como tal) de cada persona. Un delirio de abstracción, en fin, que reduce la felicidad de cada mujer y hombre al crecimiento del PIB y al pago puntual de los intereses de la deuda, la pública y la privada. Así, la economía, ese gobierno en su sentido genuino del espacio y los bienes que se comparten (oikos en griego es casa), nos desconecta de la realidad material, del suelo que nos sustenta (en el pleno sentido del verbo) y proyecta su sueño demencial de un crecimiento sin límite dado que tal cosa es concebible en el mundo metafísico (aquí equivale a decir irreal) del dinero.
Desde esta perspectiva no parece descabellada la vinculación que Latour percibe entre la globalización que cabalga desbocada a lomos de la desregulación, la creciente desigualdad y lo que él llama «mutación climática», que incluye en general la transformación de las relaciones de los humanos con sus condiciones materiales de existencia. La modernización pudo ser asociada durante una parte significativa de la historia con emancipación, progreso, lujo y racionalidad; pero hace unas décadas dio comienzo la financiarización de la economía real merced a un imparable proceso de desregulación que trajo consigo la secesión de los ricos, la explosión de las desigualdades y el abandono de la solidaridad. La virtud del trabajo menospreciada por el vicio de ludópata del casino de los mercados financieros mundiales.
Tendremos que pensar que la clave está en el límite. Se me ocurre que quizá hemos cultivado –y aquí cabría reconocer el pecado original de la Modernidad– un pensamiento que ha despreciado la conciencia del límite, categoría ontológica, sin embargo, alumbrada tempranamente, aunque fuese por vía negativa, con la propuesta de Anaximandro de Mileto hace más de dos mil quinientos años de τὸ ἄπειρον (to apeiron), lo sin límite, como ἀρχή (arjé) o principio explicativo del Universo. Su propuesta se saluda por los eruditos como un progreso filosófico en tanto en cuanto supone una sofisticación conceptual que gana en abstracción. Es desde los presupuestos ontológicos del materialismo que se puede afrontar con madurez la conciencia del límite, que ha de tener, como no puede ser de otra forma, sus consecuencias políticas y económicas (léase mi artículo Elogio (político) de la materia).
La conciencia del límite ofrece una nueva mirada sobre lo global y lo local, y otorga valor e insufla respeto al sentido de pertenencia a un suelo, a una comunidad, a un modo de vida, a un oficio, todo lo que define concretamente la vida y que se evapora cuando se contempla sub specie aeterni, es decir, instalados en el mundo sin suelo, el de las abstracciones del capital, que hace posible la secesión de los ricos, liberados de todo compromiso de lo que significa el suelo, y en el que el límite ni se piensa porque no ha lugar. Pero es; como lo expresa en forma directa Latour: «Es necesario hacer frente a un problema, que es, literalmente, de dimensión, de escala, de habitabilidad: el planeta es demasiado estrecho y limitado para el globo de la globalización, y demasiado grande, activo y complejo para ser contenido dentro de las fronteras estrechas y limitadas de cualquier localidad. Así, estamos rebasados por partida doble: por algo demasiado grande y por algo demasiado pequeño».
Paradójicamente, el Antropoceno, la culminación del ensoberbecimiento prometeico de Homo Sapiens ha traído consigo el shock del límite. La Tierra no es un receptáculo estable e indiferente en el que eyacular las pulsiones de un crecimiento económico sin fin. Hay límite porque hay suelo, como hay cuerpo. Mercado y tecnología, las más poderosas fuentes de transformación ininterrumpida, nos inducen a olvidarlo. «Del suelo –escribe Latour en el libro citado–, lo Terrestre ha heredado la materialidad, la heterogeneidad, el espesor, el polvo, el humus, la sucesión de capas, de estratos, la sorprendente complejidad, el acercamiento que exige, el atento cuidado que necesita. Todo lo que no se ve desde Sirius. Todo lo contrario de un suelo-soporte propicio para los proyectos de desarrollo o apetecido por alguna inmobiliaria. El suelo, en ese sentido, es inapropiable. Nosotros le pertenecemos, él no le pertenece a nadie».
Ni global, ni local; soy terrestre, es decir, elemento constitutivo de un sistema de dependencia, de un terreno de vida lugar, material, concreto, cuerpo menesteroso de cuidado, consciente de su contorno y de su límite. ¿El polo de atención que se necesita para devolverle el sentido y la dirección a la política?