El rey huye de la justicia pero su sucesor se aferra al trono

Juan Carlos de Borbón abdicó a favor de su hijo Felipe VI, pero sigue siendo rey. Ahora, huye de España perseguido por la judicatura suiza (la española sólo interviene después y para parecer independiente), pero sigue siendo rey. Los falsos patriotas ya no pueden seguir ocultando el enriquecimiento delictivo del “emérito”, pero cierran filas en torno a su heredero. Mientras, el pueblo español mayoritario no puede protegerse de la COVID-19 debido al ansia de lucro de los capitalistas, pierde su empleo y está cada vez más empobrecido e indefenso ante un futuro amenazante.
Si en cualquier sociedad moderna la monarquía es anacrónica, antidemocrática, superflua y cara, los sucesivos borbones que han reinado en España han resultado un derroche de dinero e inmoralidad. El pueblo los echó en 1868 y en 1931, pero las clases más ricas y parasitarias, asustadas por las demandas democráticas de los trabajadores, volvieron a imponérselos a sangre y fuego, como a partir de 1936.
La monarquía fue restaurada como única alternativa posible a la tiranía militar fascista que duraba ya cuarenta años. Lejos de condenarla, Juan Carlos I juró las leyes generales del movimiento y consolidó su poder urdiendo el golpe de Estado del 23 de Febrero de 1981. Franco y su camarilla dejaron todo “atado y bien atado” para que continuara en esencia la dictadura de aquella oligarquía: aunque bajo formas democráticas, el llamado “régimen del 78” es el mismo régimen del 39 sin sus excesos fascistas. El rey –y no el gobierno elegido por el pueblo- es quien tiene el mando sobre el ejército y, por tanto, el verdadero poder: es un chantaje y un peligro para la democracia que sea jefe del ejército antes incluso de jurar la Constitución ante las Cortes, cuando deberían ser éstas las que designen este cargo o que lo fuera el ministro de defensa. Juan Carlos I no rinde cuentas al pueblo al abdicar y al marcharse de España, sino a su hijo. Este desprecio a la soberanía popular recuerda a los mandos civiles, judiciales y militares del Estado qué se espera de ellos: servir a la oligarquía contra el pueblo.
Los dirigentes del PSOE se han fusionado tanto con este aparato estatal y con el imperialismo yanqui-europeo que ni siquiera se atreven a someter la monarquía a sufragio. Unidas Podemos se debate entre la fidelidad a su programa republicano y su táctica de participar en el gobierno para servir al pueblo sin el protagonismo del pueblo movilizado, a pesar de que esto es imprescindible para cambiar la correlación de fuerzas. Tal contradicción sólo permite plantear reivindicaciones secundarias como que Juan Carlos de Borbón no se sustraiga a la acción de la justicia, suprimir la irresponsabilidad penal del monarca, convocar un referéndum sobre la forma de Estado, etc.
Las organizaciones republicanas, comunistas y revolucionarias exigimos el fin del actual régimen monárquico y la proclamación de la III República. Tenemos cada vez más apoyos, pero muy insuficientes todavía. Los más “radicales” culpan a los más moderados sin que esta crítica cale en las masas y las incline a su favor. Si bien la crítica y la lucha entre las clases y partidos populares es imprescindible para encontrar el mejor camino hacia los objetivos comunes, la causa republicana sólo podrá vencer a sus poderosos enemigos si unifica a sus partidarios y logra una amplia unidad del pueblo.
Antaño, la burguesía era la clase social capaz de unir a las masas contra la aristocracia y por la república. En 1931, todavía tenía un papel parcialmente progresivo y, a su fuerza, se sumaba la de un movimiento obrero cuya conciencia revolucionaria era alimentada por los éxitos del socialismo en la Unión Soviética. Pero, hoy en día, los capitalistas se han convertido en el principal freno contra el progreso. Se han hecho tan grandes que escapan a todo control y lo controlan todo. Se han vuelto monopolistas conservadores, temerosos de que el pueblo trabajador se rebele. Por eso se refugian en las instituciones reaccionarias del feudalismo a las que habían combatido en el pasado, entre ellas la monarquía. Ésta actúa como exponente institucional y como «unificador» del régimen en torno a los intereses de la oligarquía financiera, e incluso como mediador con otros países en defensa de esos intereses: por llevar unos empresarios españoles a construir el tren de la Meca-Medina (y otros negocios), Juan Carlos cobraba comisiones millonarias, no del rey de Arabia, sino de su propia oligarquía como parte de la ganancia que se embolsaban los grandes empresarios españoles. Sólo prescindirían de la monarquía si el rechazo popular a ésta hiciera peligrar su dominación.
Frente a esta oligarquía, las capas sociales intermedias están perdiendo sus ventajas y, a falta de poder tomar partido por una clase obrera consciente, organizada y combativa, se ven tentadas por la ilusoria vuelta a un pasado idealizado que les prometen los fascistas como Vox, que son promocionados por los mismos capitalistas.
En definitiva, ninguna crisis política de los de arriba y de su régimen monárquico los hará caer si los marxistas-leninistas no nos unimos para reconstituir el Partido Comunista, empezando por difundir y defender nuevamente el socialismo entre las masas obreras. El gigantesco aparato mediático de la burguesía provoca entre éstas una confusión y una desmoralización que sólo podemos superar con una propaganda comunista cada vez más certera y unitaria. El triunfo de la República Democrática y del Socialismo está en nuestras manos.