Kepa Tamames •  Opinión •  01/03/2022

El día que perdí la inocencia

Pueden creerme si les digo que el título queda muy lejos de la simple metáfora, al menos en lo que a mi biografía personal se refiere.

El día que perdí la inocencia

¿Cuándo pierde uno la inocencia? Supongo que a esta pregunta cada cual responderá de una manera. Habrá quien la pierda tras una experiencia decepcionante que le abre los ojos, o en medio de un viaje iniciático. Quizá en un burdel barato invitado por un tío legionario. Y habrá quien no la pierda nunca porque nunca le afectó tal cosa. Sobre la edad a la que pueda acontecer tan particular hecho, aproximadamente lo mismo. Yo la perdí de golpe a los trece años y medio, en fecha y circunstancias que llevaré siempre en mi cerebro y en mi corazón, en una época en la que trece años y medio ―y además para un chico― distaban bastante más que ahora de la época adulta.

Fue un tres de marzo, el primero tras la muerte del dictador, aunque para un chaval que apenas se enfrentaba a la adolescencia estos epítetos tuvieran un significado más bien laxo. Recuerdo aquellas fechas con retazos de imágenes, todas en blanco y negro, como las fotografías que han quedado para la historia reciente de mi ciudad. Percibo ahora que de verdad eran tiempos marronáceos, de esperanzas pero también de incertidumbres. Al menos algo de eso transmitían aquellas hileras de mujeres de obreros en huelga que, pertrechadas tras recios abrigos de fieltro, desfilaban por las aceras con las bolsas de la compra vacías en busca de solidaridad. Yo nunca pregunté en casa adónde iban ni qué querían, pero oía a los compañeros de clase decir que sus padres no tenían trabajo, que estaban en huelga. Ahora me percato de que a mí esto de pensar me acompañó siempre, puesto que ya entonces elucubraba con la imagen de los miembros de aquellas familias llegando a casa y siendo recibidos por la amatxo con la bolsa vacía. Y me angustiaba especular con que algo así pudiera sucedernos a nosotros.

De aquellos lejanos días recuerdo con nitidez el ruido sórdido de los helicópteros sobrevolando la ciudad, ese sonido seco de las aspas que Coppola supo llevar a la pantalla con maestría inigualable. Los jeeps de la Policía Armada con las rejas metálicas subidas, de cuya existencia ―hablo de las planchas enrejadas― yo ni siquiera me había percatado hasta entonces, acostumbrado como estaba a tomar el mosto con aceituna en el bar de la comisaría del Casco Viejo, hoy destinada a más nobles fines. Me negaba a admitir que quienes siempre tenían para mí una ocurrencia e incluso un juego de manos fueran los mismos que arremetían a porrazos contra la gente en las manifestaciones. Llámenme ingenuo, pero concluí que algo terrible les había sucedido a aquellas personas para experimentar un cambio tan brusco en su comportamiento.

Huelga general. Para quien nunca fue especialmente aficionado al estudio, un día de fiesta en el colegio, justo en medio de la semana, no era mala cosa, aunque nos tocara quedarnos en casa sin poder salir, orden tajante de la madre, que es quien toma tan sabias decisiones en casos semejantes.

El único recuerdo que conservo de aquella fecha es el griterío de los vecinos asomados a las ventanas, arrojando a los agentes, grises por dentro y por fuera, toda suerte de objetos, algunos de considerable tamaño, dirigiéndose a ellos a voz en grito, con las palabras más soeces que yo había oído jamás. Vecinos a los que conocía de siempre, con los que intercambiaba saludos en el ascensor, apedreando a los jeeps con furia inusitada. Una escena onírica para un chaval de trece años y medio. Los mismos jeeps que embestían contra las jóvenes acacias que crecían tristonas en mi calle hasta tumbarlas, la única manera de avanzar entre las barricadas de coches y farolas abatidas. Los vehículos de la policía por las aceras bajo una lluvia de piedras, eso es lo único que consigo rescatar de aquella jornada de ira. Sí, creo que fue entonces, durante aquella precisa escena, cuando perdí la inocencia, al confesar inconsciente a mi hermano, asomados ambos a la ventana, que en una refriega similar podía morir alguien. Ni se me había pasado por la cabeza ―con el tiempo me di cuenta― de que hasta ese momento yo presuponía que la gente se moría o de vieja o de una enfermedad. En casa conocíamos bien ambas circunstancias. Pero ni había contemplado la posibilidad real de que a los diecisiete años te pueden atravesar la cabeza de un tiro mientras sales despavorido de una asamblea de trabajadores. Diecisiete años, toda la vida por delante, e inerte en la acera como un guiñapo destartalado en medio de un charco de sangre. Se acabó. No hay más. Un cadáver adolescente. Eso es todo. “En una de estas puede haber muertos”, repetía yo entre dientes.

“Se oye que han matado a dos chavales”, oí decir a mi padre al regresar él a casa, con aquel rictus facial nuevo para mí. Sus palabras ya no me afectaron, porque acababa de perder la inocencia. Luego no recuerdo más que silencio. Silencio incluso durante el partido del Real Madrid, entonces mi equipo favorito, arrebatándole un punto de oro a cierto conjunto alemán de nombre impronunciable en su propio terreno, toda una hazaña. Pero aquella noche no hubo en casa celebración ni entusiasmo por la gesta deportiva. Ni el mismísimo Günter Netzer, ídolo personal e intransferible, consiguió aquella precisa noche entusiasmarme. Yo no lo sabía, pero el silencio era ya miedo.

Al día siguiente volvimos a clase. Los compañeros se afanaban en contar sus batallitas, las de sus padres, quienes habían participado en la encarnizada lucha del día anterior. Apenas en una hora estábamos todos en la calle, de vuelta a casa, atravesando una ciudad incrédula y mortecina, la ciudad donde nunca pasaba nada, y que despertó de sopetón de su sueño indolente. Una ciudad que a mí me provoca ternura, emoción y náusea a partes iguales. Ternura porque es mi verdadera patria; emoción porque su solo nombre evoca en mí toda suerte de sentimientos, y náusea porque está llena de gente (incluido yo mismo).

Tengo grabados en la retina los convoyes de la policía durante los días posteriores, el siniestro cuadro de los jeeps tras la furgoneta, como una madre maliciosa indicando a sus pequeñuelos el gaznate de la presa. También el funeral, dos días más tarde, la marea humana interminable observada de nuevo desde la misma ventana, los signos de victoria de los trabajadores que a un niño de trece años y medio le provocaban todo el desconcierto del mundo, pues arropaban a tres féretros color caoba ocupados por gente de su bando.

De toda la iconografía fotográfica de aquel tiempo plomizo, una colección de imágenes tan familiar para quienes vivimos los acontecimientos de una u otra forma, yo me quedo con cierta instantánea que no había visto hasta fechas recientes. Plasma las calles vacías frente a la Catedral Nueva de la ciudad, donde destaca un suelo regado de objetos redondos. A bote pronto, uno tiene la sensación ―apenas un segundo― de que son cascotes, docenas de piedras testigos de la batalla. Sin embargo, enseguida se descubre con un nudo en la garganta que se trata de flores, capullos de claveles desprendidos de las coronas tras el multitudinario funeral.


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