A pesar de sus grandes pérdidas, los palestinos han alterado el curso de la historia
El “levantamiento palestino de 2021” pasará a la historia como uno de los acontecimientos más influyentes de los que han configurado irreversiblemente el pensamiento colectivo en Palestina y fuera de ella. Solo otros dos sucesos pueden compararse con el que acaba de ocurrir en Palestina: el levantamiento de 1936 y la Primera Intifada de 1987.
La huelga general y la rebelión de 1936-1939 fueron cruciales porque representaron la primera expresión inconfundible de los objetivos políticos palestinos. A pesar de su aislamiento y de los humildes instrumentos de la resistencia, el pueblo palestino se alzó por todo el territorio para enfrentarse al colonialismo británico y al sionista.
La Intifada de 1987 también tuvo carácter histórico. Fue una acción colectiva sostenible sin precedente que unificó Cisjordania y Gaza tras la ocupación israelí de lo que quedaba de la Palestina histórica en 1967. A pesar de su alto precio en sangre y sacrificios, esa legendaria sublevación popular permitió a los palestinos recuperar la iniciativa política y, una vez más, manifestarse como un solo pueblo.
Dicha intifada quedó finalmente frustrada tras la firma de los Acuerdos de Oslo en 1993. Para Israel, Oslo fue un regalo de la dirección palestina que le permitió acabar con la intifada y utilizar a la recién inventada Autoridad Palestina como un amortiguador entre el ejército israelí y los ocupados y oprimidos palestinos.
Desde esos días la historia de Palestina ha seguido una trayectoria deplorable de desunión, faccionalismo, rivalidad política y, para unos pocos privilegiados, enorme riqueza. Se han desperdiciado casi cuatro decenios en un discurso político derrotista centrado en las prioridades estadounidenses-israelíes, en su mayor parte interesadas en la “seguridad israelí” y el “terrorismo palestino”.
Se han reemplazado algunos términos anticuados pero de plena validez como “liberación”, “resistencia” y “lucha popular”, por un lenguaje más “pragmático” que alude al “proceso de paz”, la “mesa de negociaciones” y la “diplomacia itinerante”. La ocupación israelí de Palestina, según este discurso engañoso, ha sido descrita como un “conflicto” y una “disputa”, como si los derechos humanos básicos pudieran ser objeto de interpretación política.
Como era de esperar, el ya poderoso Israel se envalentonó mucho más, triplicando sus colonias ilegales y el número de colonos en Cisjordania. Palestina fue fraccionada en diminutos y aislados “bantustanes”, como los existentes en la Sudáfrica del apartheid, cada uno de ellos en función de un código (Áreas A, B y C) y la movilidad de los palestinos en su propio país quedó condicionada a la obtención de permisos de diversos colores concedidos por el ejército israelí. Las mujeres que dan a luz en los puestos de control de Cisjordania, los pacientes de cáncer que mueren en Gaza a la espera de un permiso para poder llegar al hospital y muchos más casos parecidos se han convertido en la realidad cotidiana de los palestinos.
Con el tiempo, la ocupación israelí de Palestina se convirtió en un asunto marginal dentro de la agenda de la diplomacia internacional. Mientras tanto, Israel consolidaba sus relaciones con numerosos países de todo el mundo, incluyendo algunos del hemisferio sur que históricamente se habían mantenido del lado palestino.
Incluso el movimiento internacional de solidaridad por los derechos de los palestinos parecía confundido y fragmentado, como expresión directa de la propia confusión y fragmentación palestina. En ausencia de una voz unificada capaz de superar la prolongada enemistad política de los palestinos, muchos se tomaron la libertad de darles lecciones sobre cómo resistir, cuáles eran las “soluciones” por la que deberían luchar y cómo comportarse políticamente.
Daba la impresión de que Israel había conseguido finalmente ventaja, esta vez, definitivamente.
Desesperados por ver alzarse de nuevo a los palestinos, muchas personas proponían una tercera intifada. En realidad, a lo largo de muchos años, intelectuales y líderes políticos la defendieron, como si el curso de la historia, en Palestina o en otros lugares, se ajustara a nociones académicas fijas o pudiera forzarse solo porque así los exijan algunos individuos u organizaciones.
La respuesta racional era, y lo sigue siendo, que solo el pueblo palestino determinará la naturaleza, alcance y dirección de su acción colectiva. Las revueltas populares no son el resultado del deseo sino de las circunstancias, y el punto de inflexión de las mismas solo puede decidirlo el propio pueblo.
Puede que ese punto de inflexión haya sido mayo de 2021. Los palestinos se han levantado al unísono desde Jerusalén hasta Gaza y todos los rincones de la Palestina ocupada, incluyendo las comunidades de refugiados palestinos esparcidas por todo Oriente Próximo y, con ello, han resuelto asimismo una ecuación política imposible. El “problema” palestino ya no era solo el de la ocupación israelí de Cisjordania, Gaza y Jerusalén Este, sino también el del racismo y el apartheid que afecta a las comunidades palestinas del interior de Israel. Además, era también una crisis de liderazgo y motivada por el arraigado faccionalismo y la corrupción política.
Cuando el primer ministro israelí Benjamin Netanyahu decidió el 8 de mayo lanzar a las hordas de policía y extremistas judíos contra los fieles palestinos en la mezquita Al-Aqsa, que protestaban por la limpieza étnica que estaba teniendo lugar en el barrio de Sheikh Jarrah en Jerusalén Este, su única intención era ganar puntos entre los votantes derechistas israelíes más chovinistas. Pretendía además mantenerse en el poder o, al menos, evitar la prisión como resultado del juicio al que está siendo sometido por corrupción.
Pero no anticipaba que iba a desencadenar uno de los acontecimientos de mayor relevancia histórica en Palestina, que en último término resolvería el aparentemente imposible dilema palestino. Es cierto que la guerra de Netanyahu contra Gaza ha matado a cientos y herido a miles y que la violencia desarrollada en Cisjordania y en los barrios árabes de Israel ha matado a decenas más. Pero el 20 de mayo fueron los palestinos quienes clamaron victoria, cuando cientos de miles se echaron a las calles para expresar su triunfo como una nación unificada y orgullosa.
La victoria o la derrota en las guerras de liberación nacional no puede medirse en función del número de muertos o del grado de destrucción causado por cada bando. Si así fuera, ninguna nación colonizada habría logrado su libertad.
Los palestinos han ganado porque, una vez más, han surgido de los escombros producidos por los bombardeos israelíes como un todo, como una nación resuelta a conseguir su libertad a cualquier precio. Este logro quedó simbolizado en las multitudes palestinas que celebraron el fin de esta guerra agitando los estandartes de todas las facciones políticas, sin prejuicios y sin excepción.
Por último, podemos afirmar sin miedo a equivocarnos que la resistencia palestina se ha apuntado una importante victoria, tal vez sin precedentes en su orgullosa historia. Es la primera vez que Israel se ha visto obligado a aceptar que las reglas del juego han cambiado, posiblemente para siempre. Ya no es la única parte que determina los resultados políticos en la Palestina ocupada, porque el pueblo palestino es por fin una fuerza a la que hay que tener en cuenta.
Ramzy Baroud es periodista y editor de The Palestine Chronicle. Es autor de cinco libros, el último de los cuales lleva el título de These Chains Will Be Broken: Palestinian Stories of Struggle and Defiance in Israeli Prisons (Clarity Press, Atlanta). El Dr. Baroud es un destacado investigador no-residente del Center for Islam and Global Affairs (CIGA) y del Afro-Middle East Center (AMEC). Su página web es: www.ramzybaroud.net