Paco Campos •  Opinión •  01/10/2017

Cultura democrática

La democracia sin matices hemos de asumirla como una cuestión práctica, no a manera de principios abstractos o como simple recuento cuantitativo. Hace tiempo que los ideales democráticos pasaron a ser formas de experiencia tendentes a la felicidad de los hombres. Nada puede hacernos felices o tener una vida satisfactoria si no convertimos nuestras creencias, sentimientos y acciones en verdaderas relaciones con más rango social que individual; cuando, por ejemplo, un ‘nosotros’ desplaza a un yo, tú, él. Esta tendencia, cuando forma parte de nuestras vidas, es porque se desarrolla bajo el impulso de una cultura, de un cultivo hecho a base de acuerdos, esto es, a base de cooperación social: lo demás sería retórica, demagogia; engaño, en definitiva.

Tanto James como Bentham y Dewey, éste último sobre todo, se dieron cuenta de que las ideas se convierten en verdaderas cuando sirven para unas relaciones satisfactorias y expansivas con otros respectos de nuestra experiencia, o lo que es lo mismo: toda iniciativa democrática ha de desembocar en una situación de progreso. Luego: ‘el mayor bien para el mayor número’ rezaría bien siempre y cuando haya un mínimo de utilidad, y no una disposición a la obediencia, que no deja de ser el reconocimiento de un-algo-tal-que superior a nosotros y, por tanto, un reconocimiento inconsciente de una anulación de la voluntad, tanto individual como colectiva. En una acción o programa democrático los rangos no pueden afectar a los  consensos. La democracia sin matices no es compatible con el autoritarismo, sólo tiene verdadera autoridad aquello que derive de las relaciones propiamente humanas, es decir, del igualitarismo.


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