Jesús Arboleya Cervera •  Opinión •  01/11/2016

La Directiva presidencial de Obama sobre Cuba

El presidente Barack Obama ha publicado una directiva presidencial donde se establecen los objetivos de la política hacia Cuba, las medidas para llevarla a cabo, así como las normas que regirán el funcionamiento de los organismos encargados de aplicarla. Con ello institucionaliza la política vigente, la proyecta hacia el futuro y se atenúan los obstáculos que la burocracia gubernamental puede colocar en su camino.

Un mérito de este documento es que establece el marco para las relaciones entre ambos países desde la perspectiva norteamericana, a partir de los cual es posible identificar acuerdos y diferencias, así como las ventajas y peligros que entraña para Cuba esta relación. Probablemente no exista un documento oficial, al menos público, que analice de manera tan pormenorizada la política de Estados Unidos hacia un país determinado, lo que demuestra la importancia que Obama le confiere al caso cubano.

La directiva constituye un modelo paradigmático de la aplicación del llamado “poder suave”, un componente de la doctrina del “poder inteligente”, que parte del principio de utilizar de manera racional, equilibrada y específica todos los recursos de poder de que dispone ese país, para avanzar los intereses de Estados Unidos en el mundo.

Esta ha sido la base doctrinal que ha regido la política de Obama durante su mandato y no es ajena a las contradicciones presentes en el cuerpo político norteamericano respecto a la política exterior del país, por lo que resulta excesivo afirmar que garantiza la irreversibilidad de esta política, toda vez que se trata de una orden ejecutiva que pudiera ser modificada por otro presidente en el futuro.

Aunque está expresado en el documento, no está de más resaltar que está destinada a satisfacer “los intereses norteamericanos”, dejando claro que se corresponde con la “Estrategia de Seguridad Nacional de 2015” y otros instrumentos, destinados a consolidar la hegemonía norteamericana en el mundo.

Aunque se afirma que no existe la intención de promover un “cambio de régimen” en Cuba, plantea los objetivos que Estados Unidos persigue en esta relación, aprovechando las oportunidades que, según el documento, ofrecen los “cambios endógenos en curso en Cuba”.

Tampoco es algo que se deja a la espontaneidad de los acontecimientos, la directiva establece el tipo de programas que Estados Unidos desarrollará para contribuir a que esto ocurra, con lo que reafirma una voluntad injerencista en los asuntos internos cubanos. La excusa es bastante simple: Estados Unidos se atribuye el derecho de actuar de esta manera en cualquier parte del mundo.

La discusión de si se trata o no de una política imperialista carece de sentido, no puede ser de otra manera, porque refleja la naturaleza del sistema a escala internacional y Cuba no es una excepción en este contexto. El problema radica en interpretar las razones de los cambios y cómo enfrentar sus consecuencias, en un mundo donde no existen otras opciones.

Como expresa la propia directiva, las razones del cambio responden al objetivo de terminar con una “política desfasada” y “distanciarse del embargo, que es una carga obsoleta para el pueblo cubano y ha sido un impedimento a los intereses de los Estados Unidos”. De lo que se trata, por tanto, es de actualizarla, y eso es lo que se pretende con este documento.

No obstante, vale la pena analizar las condicionantes que ahora influyen en este proceso, para entender su evolución y sus perspectivas:

Incluso antes del sorpresivo anuncio del inicio del proceso encaminado hacia la “normalización” de las relaciones, el 17 de diciembre de 2014, Obama fue tanteando a la opinión pública norteamericana, utilizando de manera expresa el argumento de que se trataba de “un cambio de métodos pero no de objetivos”. Lo cual, de por sí, era bastante ofensivo para Cuba y, como era de esperar, generó reacciones de oposición en diversos sectores de la sociedad cubana y la izquierda internacional.

Aún así, en la esfera política se avanzó bastante rápido en el restablecimiento de las relaciones diplomáticas, así como en el progreso de negociaciones en asuntos de interés de común.

Sin embargo, en el tema de las relaciones económicas, en parte condicionadas por el bloqueo, pero también por las aprensiones del presidente, las primeras medidas fueron sumamente cosméticas y establecían el principio de enajenar a las empresas estatales cubanas y el papel del gobierno en las aperturas que se establecieron, haciendo demasiado obvio el propósito de fortalecer a un sector privado, que se concebía como enemigo potencial del régimen socialista.

Estas medidas entonces chocaron con los obstáculos que imponía este desconocimiento de las autoridades y entidades cubanas, el blindaje que el propio sistema imponía a estas pretensiones, así como la capacidad de la diplomacia cubana para hacer valer los intereses nacionales en el transcurso de las negociaciones.

Dentro de los propios Estados Unidos, los sectores interesados en los negocios con Cuba aumentaron las presiones en el sentido de eliminar o atenuar estas condicionantes y el gobierno norteamericano no ha tenido otra alternativa que aceptar los límites que impone a sus objetivos la naturaleza del sistema cubano, así como reconocer la autoridad del gobierno y sus instituciones, si pretendía continuar con la marcha del proceso.

Las muestras de apoyo nacional e internacional que recibió el anuncio del cambio de la política hacia Cuba brindaron mayor seguridad a la administración y, gradualmente, se ha ido avanzando en la ampliación de posibilidades para el contacto económico bajo estas condiciones.

Esta conclusión es un aspecto que se ve reflejado en la directiva presidencial y demuestra un conocimiento más objetivo de la realidad cubana, algunos de cuyos pasajes no dejan de ser interesantes, toda vez que, más allá de las consabidas críticas al modelo democrático y los derechos humanos -aspectos que, por cierto, ambos gobiernos estaban discutiendo en el momento que se emitía la directiva-, de manera general plantean un distanciamiento de muchos de los estereotipos comúnmente antes utilizados para justificar la política contra Cuba.

Un logro para Cuba es que, al margen de cuáles sean las intenciones, el gobierno norteamericano se ha visto precisado a negociar en condiciones de igualdad y respeto mutuo, manifestando públicamente en la directiva el reconocimiento “a la soberanía y autodeterminación de Cuba”, lo que no había hecho ningún gobierno de Estados Unidos en más de medio siglo.

Es cierto que aún el presidente podría avanzar en decisiones ejecutivas que facilitarían la participación de empresas norteamericanas en el mercado cubano y no hacerlo contradice los propios objetivos de su política, sobre todo porque conspira contra la irreversibilidad que Obama pretende alcanzar.

No obstante, la propia directiva reconoce que los principales obstáculos para avanzar en la política hacia Cuba radican en el orden político norteamericano.

A pesar de contar con el apoyo mayoritario de la población e, incluso, haber encontrado un raro nivel de consenso entre demócratas y republicanos, la polarización existente y la incapacidad de los órganos gubernamentales para tomar decisiones, ha impedido que el Congreso actúe para levantar el bloqueo, estableciendo una barrera al proceso de normalización y a la propia capacidad de influencia de los Estados Unidos en Cuba, como pretende el presidente.

Aquí salta a la vista un problema que debe tenerse muy en cuenta a la hora de analizar la política de Estados Unidos hacia Cuba. Esta política se debate en el contexto de las propias contradicciones internas que vive ese país, ello determina sus vulnerabilidades e inconsistencias, pero también las oportunidades que se derivan de su comprensión y aprovechamiento, en función de satisfacer los “intereses cubanos”, que es la parte que nos interesa defender en esta compleja ecuación.

Fuente: Progreso Semanal


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