El estallido social que viene
22 de abril, Mérida. Estamos en el local que el Campamento Dignidad tiene en la barriada de Juan Canet. Aceite, leche, garbanzos, judías, arroz, espagueti, tomate frito, macedonia, galletas, atún… Son treinta las familias que esta mañana podrán llenar las bolsas con los comestibles más básicos.
En el trajín de botes y de cajas se van desgranando también las penas. “Esta misma mascarilla le costó a mi hija cinco euros, compró una para mí y otra para su padre. Y a mí, en la farmacia, me costó dos euros. Y la caja de 50 guantes, 11 euros. ¿Es un robo o no es un robo?”, se pregunta una de las mujeres que guarda cola. La mascarilla a la que se refiere es la habitual, la quirúrgica. Han pasado más de cuarenta días desde el inicio del confinamiento y hasta ayer no se anunciaron medidas para actuar contra el abuso. Y todo lo que se le ha ocurrido al gobierno es la gran decisión revolucionaria de fijar un límite de precio. Como si todo el mundo tuviera para gastarse 0’96 euros por persona cada dos por tres. Demostrando, de este modo, hasta qué punto el Estado es incapaz de garantizar el abastecimiento gratuito del material de protección más elemental. Certificando así que incluso en medio de una catástrofe sanitaria sin precedentes hay que seguir engordando a las empresas de turno, a los buitres de turno.
Un poco más atrás, en voz baja, una joven relata su herida a otras vecinas. Trabaja en Textil Pavo, una empresa con casi cien empleadas. A ninguna de ellas, en ninguna de las cinco tiendas, les han pagado el ERTE. “Pero es que llamas y ni te contestan, no sabes si vas a cobrar esto o lo otro. Y mi marido está en el paro y no cobra ni siquiera la ayuda, se le acabó en enero y ya no tenemos derecho a nada”. La única ayuda pública que tienen es la comida del niño, porque estaba en la guardería de la Junta. Ahora le llevan el alimento a casa dos días a la semana. La hipócrita melodía de la pobreza infantil. Como si la pobreza de los niños se pudiera separar de la pobreza de los padres. “Mi marido desde el 14 de marzo no cobra un duro”, se suma otra compañera. Y otro trabajador, que lleva once años en uno de los principales restaurantes de la ciudad, corrobora que tampoco le han pagado. El gobierno diligentemente ya ha aprobado 40.000 millones de euros para avalar préstamos a las empresas, créditos sobre cuya concesión serán los bancos quienes tengan la última palabra. Pero cuatro de cada cinco trabajadores no cobrarán los ERTES hasta mayo.
“¿Tú tienes niños pequeños?”, le pregunta Paco González, uno de los activistas del Campamento, a otra de las mujeres. “Sí, dos, de 12 y de 10 años”, responde ella. “No, pero esos ya comen solos, lo decía porque aún quedan potitos”. Los ansiados potitos, la ambrosía de las madres jóvenes, el preciado néctar de los repartos. Ahora llega otra familia, vienen de Valdetorres, un pueblo que está a 30 kilómetros de Mérida. Paco comenta: “Incluso nos han llamado de Zafra. ¡Pero si os vais a gastar más en gasolina!, les hemos dicho”.
En el acarreo de alimentos continúan desvelándose las verdades escondidas, el sufrimiento cotidiano, lo que apenas aparece en los medios de comunicación. Un vecino cuenta que echó la solicitud de renta mínima a final de año y todavía no ha cobrado. “Pero así está todo el mundo, Carlos, May, Teresa, no han pagado ni una sola renta mínima nueva desde diciembre… Llamamos a la Dirección General y nos dicen que están todos los papeles tramitados, pero que Intervención no ha dado la orden de pagar”. Ahora es Juan Viera, otro de los militantes del movimiento, quien informa del desastre. Cinco meses ya sin pagar ni una sola renta mínima nueva, jugando con la gazuza de los más humildes, domando pobres en el cadalso de la burocracia. Primero le llamaron renta básica de inserción, después renta garantizada. Ahora el gobierno anuncia una nueva renta mínima, bautizada con inventiva como ingreso mínimo vital, pero cortada por el mismo patrón de todas las mencionadas. Aunque toda la jauría reunida –patronal, obispos, derechas montaraces- escenifiquen el escándalo y lo presenten como una medida cuasi-revolucionaria, todo el mundo sabe que se trata de la misma mortificante pócima de siempre. De Guindos, Montoro y la Fundación FAES se lo susurran al oído y les recomiendan atemperar la codicia, no vaya a ser que la pobretería se desmande.
“En los Servicios Sociales no cogen el teléfono. Te hartas de llamar pero nadie te atiende”, se queja Manuela, otra vecina que solicitó hace ya meses la ayuda para garantizar el acceso a los suministros de la vivienda y a la que ahora Endesa amenaza con cortar la luz. Y no es para tomárselo a broma, hace solo unos días, dejaban sin electricidad a decenas de familias en la UVA, la barriada de las Ochocientas en Badajoz.
Sigue llegando gente al local. “Ya solo quedan alimentos para doce familias”, le dice Diego Cayuela al grupo que se ha ido formando. “Podemos dar número, pero para la semana que viene”. Apenas queda leche y uno de los activistas llama a los teléfonos institucionales de emergencia para ver si pueden suministrarles ese alimento tan necesario. Nada, hasta junio no harán un nuevo reparto, les dicen. Sólo el Campamento Dignidad atiende en Mérida a más de 400 familias. 30.000 kilos ha sido la última entrega que han realizado. Pero, con todo, la cantidad se ha quedado pequeña. La pandemia multiplica la penuria y hunde en la miseria a millones de trabajadores que ni en sus peores pesadillas se imaginaban tener que recurrir al auxilio de los alimentos públicos.
Y el miedo, con mil caretas distintas, tan presente en estos días. Un vecino de la barriada del Polígono, al otro lado del Guadiana, relata con nerviosismo que le ha parado hace un momento la policía. “Encima los modales con los que te tratan, te provocan para denunciarte. Voy a por los alimentos al Campamento Dignidad ¿encima me vais a poner una denuncia de 600 euros?”, le he dicho al policía. “¿Y sabes la respuesta suya? Esta es la ley, sólo se puede salir por causas prioritarias. ¿Y esto no es una causa prioritaria, qué quieren que hagamos, que nos vayamos a robar? Haber estudiado, me ha dicho”, relata con furia. “¡Qué impotencia más grande! ¿Cómo llevamos los alimentos del Campamento, en alforjas? Y encima el tío sacando pecho, como los palomos…”.
Termina el reparto de la mañana. Lourdes, otra activista, carga alimentos en su coche para llevarlos a los domicilios de las mujeres mayores que no pueden venir, que no tienen vehículo. Mientras, el rumor de la respuesta necesaria sigue creciendo en el local del Campamento Dignidad. No, esto no es un banco de alimentos del Opus Dei, con sus señoritingos sedando la mala conciencia, con sus monsergas paternalistas, inoculando la resignación y la vergüenza entre los pisoteados de la tierra. Un movimiento arraigado en los barrios, un baluarte de fraternidad de la clase obrera extremeña, que reparte alimentos pero sin besarle el anillo a nadie, a ningún partido ni a ninguna corporación religiosa. Alimentos arrancados al poder, en la calle, a base de lucha constante. Alimentos que son del pueblo por sudor y derecho propio. “Hay que darle vueltas a la movilización, en cuanto podamos hay que salir a la calle”, se escucha.
Los nuevos Pactos de la Moncloa: neutralizar el conflicto social
“Cada vez veo más gente
con una venda
puesta en los ojos.
Incluso he visto gente que,
habiéndosele movido un poco,
se la vuelve a colocar correctamente”.
Antonio Orihuela
Desde hace semanas nos acompaña el soniquete. Hacen falta unos nuevos Pactos de la Moncloa, nos repiten una y otra vez. Sonroja que a estas alturas continúen contándonos la novela rosa de la Transición. Y que, además, entre los fantasiosos narradores se encuentren algunos de sus más conspicuos denostadores recientes. La metamorfosis es tan bochornosa que el propósito de un gran pacto social y económico similar al que se urdiera en 1977 ha mutado de nombre y empieza ahora a llamarse pacto de reconstrucción.
«Lo que unió de verdad a los vencedores de la Transición no fue la Constitución de 1978 sino los negocios», afirmaba Gregorio Morán en uno de los pioneros libros que se atrevía a cuestionar la milonga oficial sobre ese período histórico. Los Pactos de la Moncloa fueron el gran momento fundacional que inauguraba “la nueva normalidad” de entonces, que garantizaba que el tránsito de la dictadura a la democracia se haría sin tocar los intereses de las clases dominantes. Así, como le gusta decir a Julio Anguita, “las élites y los poderes económicos pasaban incólumes, se bañaban en el Jordán de la Constitución y seguían mandando en el país”.
Los Pactos de la Moncloa constituyeron mucho más que un acuerdo económico para controlar la inflación. Agustín Moreno, uno de los sindicalistas más consecuentes y honestos que ha parido nuestro país, lo señalaba con lucidez: la motivación central de los pactos residía “en la recuperación de la tasa de ganancia tan maltratada por la crisis económica y las reivindicaciones obreras desde 1974 a 1977”. Esa fue la clave fundamental. Se perseguía sentar las bases para un nuevo proceso de acumulación de capital, y para ello había que “disciplinar a la clase obrera a nivel laboral y dividirla a nivel sindical y político”. El objetivo era “impedir las movilizaciones” y “formar un proletariado que desvíe su combatividad a la participación pasiva en elecciones generales”.
En 1976 España fue el país en el que se produjo el mayor número de huelgas en toda Europa. La clase obrera emergía en el tardofranquismo como una fuerza temible para los poderes reales. Y el ejemplo de la Revolución de los Claveles en Portugal estaba demasiado cercano. Aquel gran acuerdo económico blindaba el bloqueo de los salarios y apuntaba a una estrategia de precarización del empleo que el Estatuto de los Trabajadores y las reformas laborales posteriores confirmarían.
“Ni el contexto global y europeo, ni la situación del país se parecen a la de entonces”, escribía hace unas semanas Miren Etxezarreta. Pero cabría preguntarse que si las situaciones históricas son tan distintas, si nuestro país es una democracia consolidada y si los estados nación, en el marco de la Unión Europa y tras la implantación del euro, adolecen de un margen sustancial de autonomía en política económica, entonces ¿a cuento de qué se resucita el fantasma de los Pactos de la Moncloa?
Quizás haya más similitudes de las que se observan a primera vista. Para empezar, el desasosiego de las clases dominantes en todo el mundo y su conciencia de que hemos entrado en un tiempo de bifurcación. Aquello que apuntara Sarkozy en 2008, “hay que refundar el capitalismo”, se convierte ahora en un imperativo de supervivencia sistémica. La frase ingeniosa de Fredric Jameson, “Es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”, hoy sería mucho más difícil de pronunciar. Por primera vez en décadas se empieza a reconocer como verosímil, de nuevo, un horizonte alternativo.
La pandemia ha sido y está siendo un dramático abreojos de masas, una lección de economía política que está aflorando en carne viva las contradicciones y límites del sistema. La sanidad privada, la Unión Europea o la monarquía son algunos de los dispositivos e instituciones, hasta ahora sacrosantos, que la crisis ha dejado desnudos. “El coronavirus es el síntoma, la enfermedad se llama capitalismo”, como subraya Jairo Marcos.
Por eso, cuando se abre la posibilidad de construir alternativas que cuestionen la irracionalidad y la barbarie del capitalismo, resulta singularmente deshonesto evocar un emblema de la restauración tan querido para el poder político y económico, como son los Pactos de la Moncloa. En nombre de la “nueva normalidad” aspiran a reconstruir la hegemonía de los bancos y de las grandes empresas, la normalidad de la dupla virtuosa de mercado y democracia representativa. “A los Pactos de la Moncloa le olían los pies a posdictadura”, ha escrito con lucidez Juan Carlos Monedero. Pero a los pactos que se están pergeñando, animados con discreción desde el IBEX 35 y explícitamente desde los editoriales de El País, le hieden los pies a Troika y a austericidio.
“Un pacto de este tipo siempre es un crimen, requiere de una víctima y de la omertá consiguiente”, afirman Emmanuel Rodríguez e Isidro López. El movimiento obrero no tiene en nuestros días la fortaleza que tuvo antaño y los movimientos sociales parece que atraviesan una fase de debilidad. Pero aun así el poder no las tiene todas consigo. Sabe que un hondo malestar empapa la sociedad y teme que en las galerías de esta guerra social no declarada, se esté fraguando una revuelta de proporciones inauditas. Y sabe también que donde hubo candela rescoldo queda. Y que la candela del 15M o de las Marchas de la Dignidad fue muy grande y pervive todavía en la memoria colectiva.
Volvemos al local del Campamento donde empezó el escrito, a las miles de células que resisten y tejen apoyo comunitario, a los movimientos sociales transformadores, a la clase trabajadora, al pueblo digno que lucha. Aunque no se le vea, es ahí donde está el topo excavando, avanzando subterráneamente, invisible, haciendo su propio camino.
El pueblo no come cuentos. Esa es una expresión común en América Latina para denunciar los enredos del poder, los relatos que ocultan la realidad. El pueblo no come banderas pero tampoco promesas. Necesitamos construir una amplia alianza social, un movimiento popular a la altura del desafío histórico. Necesitamos sustraernos a la inercia que subordina y sateliza toda la creatividad social a la burbujita de la representación política.
Adentrémonos en las galerías del viejo topo, organicemos con otros muchos los chalecos de la transformación social, el estallido social en ciernes. Es el tiempo de la lucha de clases.