¿Habemus pacem? Los desafíos en el tránsito de La Habana a Colombia
Tras cuatro años de negociaciones, se firmó en la Habana, Cuba, el acuerdo de paz entre el gobierno de Juan Manuel Santos y las FARC-EP, mientras el proceso con el ELN sigue empantanado y el proceso con el EPL ni siquiera está en la agenda política. Los pronósticos que temían la posibilidad de un quiebre en las negociaciones han quedado ya sin base, cerrándose así un ciclo de lucha que, necesariamente, deberá abrir nuevos escenarios y posibilidades. La decisión de este movimiento insurgente de abandonar las armas no pareciera tener reversa y pase lo que pase, seguirán en el camino de lo que se ha llamado su “reincorporación a la vida civil”. Aun cuando este acuerdo no genera cambios estructurales, sin lugar a dudas representa un avance significativo para la población rural –que, aunque invisibilizada, es un nada despreciable 34% de la población del país- y una oportunidad para que el movimiento popular pueda, potencialmente, articularse en función de las grandes tareas transformadoras que quedan por delante. Nada está escrito en las estrellas: todo dependerá de la lucidez y la capacidad organizativa y movilizadora del movimiento popular.
Falta su ratificación por el Congreso y la firma final en Colombia, que sería a finales de Septiembre. No se esperan grandes sorpresas en la décima conferencia de las FARC-EP, que debería ratificar el acuerdo el 19 de Septiembre. El plebiscito mediante el cual los acuerdos se someterían a refrendación por parte del soberano, quedaría acordado para el día 2 de Octubre. En este plebiscito deben obtenerse 4,5 millones de votos para el “si” para que los acuerdos sean ratificados –por eso es tan importante el motivar a la población y cerrar las puertas al retorno a la guerra total entre el Estado y las FARC-EP[1]. Pese a la pobreza argumentativa de la caverna que hace campaña por el “no”, sería insensato despreciar el arrastre que esta opción tiene en muchos sectores urbanos, aún bajo el embrujo autoritario del uribismo[2]. Aun así, el mayor desafío será alcanzar las metas requeridas para la aprobación de este referéndum.
Histórico, pero…
Si bien la firma de este acuerdo se trata de un hecho histórico, no deja de sorprender el escaso entusiasmo que se ha respirado no solamente con el anuncio de la firma final, sino durante todo el proceso. Aunque no falten razones para celebrar, hay poco ánimo de celebración. No ha habido el ambiente de fiesta generalizado que ha acompañado a otros procesos de paz, como el de Irlanda del Norte o El Salvador, por nombrar algunos; ni siquiera se ha acercado a la efervescencia democratizante que se respiraba en 1990 para el proceso de paz con el M-19, el EPL, el MAQL y el PRT. Es doloroso constatar que, al menos en los centros urbanos, ha habido más entusiasmo en las marchas contra las FARC-EP que ahora que firma la paz con ellas, lo cual en gran medida demuestra que la guerra mediática del establecimiento en contra de los rebeldes ha tenido un impacto tóxico y los ha aislado considerablemente de un gran segmento de la población que todavía cree que los insurgentes son responsables de todos los males de Colombia.
De cara al plebiscito, la actitud predominante de quienes llaman a votar “sí” pareciera ser un tibio “la guerra es peor”, o un ácido “habrá que tragarse algunos sapos”. Otras voces que están llamando a votar “sí” lo hacen, no tanto por un respaldo al contenido de los acuerdos, sino que explícitamente para votar la desaparición y desarme de las FARC-EP.[3] Una estocada final que, en ojos de estos sectores, sería como el corolario de la movilización de Febrero del 2008 en contra de las FARC-EP estimulada por el gobierno de Álvaro Uribe. Pocos son los sectores –predeciblemente la izquierda- que están llamando a votar en claro apoyo a los contenidos del acuerdo, aunque muchos perciben que un triunfo del “no” sería una verdadera catástrofe. Es una realidad que no nos gusta, pero que debemos entender para poder cambiarla.
La difícil conexión
Varios factores parecieran explicar este fenómeno. Primero que nada, es un proceso de paz que la mayoría de la población colombiana lo percibe como algo que está ocurriendo en un país distante, para resolver un conflicto igualmente distante, que se experimenta en veredas de un mundo rural ignoto para esas mayorías urbanas. A lo que hay que sumar que durante todo el proceso los medios hicieron un flaco favor al proceso con ataques permanentes a los insurgentes. Tampoco el magro trabajo de la llamada pedagogía de paz ha ayudado: los esfuerzos del gobierno por socializar los contenidos de lo acordado en La Habana, o por estimular debate en torno a ellos, han sido asaz pobres, cuando no inexistentes. A su vez, los intentos de la insurgencia por “meterle pueblo” al proceso de paz no han podido o no han sabido llegar más allá de sus áreas tradicionales de influencia o de los sectores políticos que desde siempre han pedido una solución política al conflicto.
¿Qué significa este proceso de paz para una travesti en los barrios marginales de Bogotá? ¿Qué significa la paz para una mujer indígena emigrante en una capital departamental? ¿Qué significa para los trabajadores y trabajadores tercerizados y precarizados? ¿Qué significa para esas muchedumbres que sobreviven en el subempleo? ¿Para los que chupan bóxer porque no pueden llevar un pan a la boca? El tener que recordar al pueblo que “la paz sí es contigo”, como reza la campaña plebiscitaria de la izquierda, sencillamente deja en evidencia que ese vínculo de la paz con el ciudadano del común no es evidente, que el proceso de paz es visto como algo ajeno por éste.
Ni fatalismo, ni triunfalismo: Acuerdo posible con la actual correlación de fuerzas
Se sabía que no se lograría el socialismo con las negociaciones. Se han buscado algunas reformas básicas que ayuden a superar las causas estructurales que originaron el conflicto: pero lo acordado no es la paz con justicia social que buscaron los sectores populares comprometidos con la negociación del conflicto. Ni hay paz –porque sigue el conflicto con el ELN y el EPL, así como con posibles disidencias, porque sigue el paramilitarismo en todo el país, porque sigue la estructura represiva que criminaliza la disidencia política y la protesta social, porque sigue la violencia estructural que asesina de hambre y enfermedades prevenibles-, ni hay justicia social. Pero eso tampoco significa que el acuerdo no sea un paso significativo o que no haya espacio para un “optimismo moderado” –utilizando la jerga en boga durante el proceso. Acá no debe haber espacio desde la izquierda ni para vociferar “traición” a los cuatro vientos, pero tampoco para asumir un triunfalismo alucinado. El acuerdo es lo que es: todo lo que las FARC-EP pudo firmar con la correlación de fuerzas existente, claramente favorable al bloque en el poder.
El juicio histórico puede ser muy duro con las partes[4]: una ojeada a lo acordado, automáticamente nos lleva a preguntarnos si en realidad debía correr tanta sangre para lograr unos acuerdos que, en lo grueso, suponen que el gobierno cumpla con mandatos constitucionales que ya tiene de antemano, sumado a la ampliación del sistema político existente –que no su transformación[5]. Hay, desde luego, algunos logros importantes sobre todo en lo relativo a la modernización del campo, pero el programa agrario de los guerrilleros de Marquetalia, conjunto de propuestas mínimas que inspiró la sublevación fariana durante décadas, queda como una aspiración: el problema de la concentración de tierra sigue ahí, candente. Ahora complicado aún más con el impulso que recibirá la agroindustria a través de las llamadas Zonas de Interés de Desarrollo Rural, Económico y Social (Zidres). Quizás un acuerdo con mayor potencial transformador podía haber tenido un proceso de estas características y podría haber suscitado un mayor entusiasmo popular. Quizás.
La paz… ¿de Santos?
El gobierno prometió que no se tocaría el modelo y le cumplió a la oligarquía. El juicio del ELN sobre los acuerdos de La Habana, según un comunicado fechado el 05/08, es lapidario: no se modifica la realidad del país, y sigue “intacto el régimen oprobioso de violencia, exclusión, desigualdad, injusticia y depredación”[6]. En términos similares se refirió a los acuerdos un comunicado de un sector disidente del Frente 1 de las FARC-EP, que se abrió del proceso[7]. Pero no se debiera juzgar en términos excesivamente duros lo acordado: lograr un escenario diferente o un acuerdo que representara más cabalmente este deseo de paz con justicia social no era algo que dependiera, naturalmente, de las FARC-EP por sí solas. Debía, necesariamente, haberse apoyado en una amplia movilización popular que respaldara esas transformaciones y que desarrollara el potencial transformador de algunos puntos de la agenda así como de las propuestas políticas presentadas por los insurgentes en cada uno de ellos. Pero la posibilidad de haber generado una gran convergencia popular entre el proceso de paz con la ola de protesta popular ascendente en el período 2008-2013, no se materializó. El gobierno, mediante la cooptación, la división y la sectorización del movimiento popular, frenó esa oleada, a la vez que aisló exitosamente el proceso de paz del día a día de la población. El paro agrario del 2013 fue el momento clave para destrabar esta discusión y para generar una simpatía pública, masiva, entre los temas discutidos en La Habana con la realidad diaria del país, momento que logró generar un puente entre el campo y las ciudades, donde se perfiló claramente el interés de los sectores populares en contradicción con los del bloque en el poder.
Después del paro, ante el incumplimiento del gobierno, se desestimuló la movilización popular en la calle, que algunos sectores consideraron como “inoportuna”, con la sorprendente excusa de que “desestabilizar” a Santos era debilitar el proceso de paz (y fortalecer al uribismo), para apuntar a una estrategia electoral, que fue desastrosa para la izquierda. En este contexto, el proceso de paz terminó encadenado a la figura de Santos, uno de los presidentes más impopulares en la historia, quien lo utilizó para hacerse re-elegir, a la vez que redefinió los términos de la paz y pudo pasar a una posición ofensiva. Después de tanto insistir que las llaves de la paz pertenecían al pueblo, se le entregaron a Santos en bandeja de plata. De tanto “reconocer la voluntad de paz” de Santos, presidente que comenzó gobernando con el mandato de perpetuar la “seguridad democrática”, se desfiguró la realidad de que el proceso de paz fue conquistado en gran medida por la movilización popular que tuvo su clímax en el período 2012-2013[8]. En el imaginario ciudadano, el proceso de paz no quedó solamente ligado indisolublemente a la figura de Santos, sino que además, con el lanzamiento del plebiscito por las figuras de la vieja política, quedó asociado a la politiquería nacional. ¿Hay entonces que sorprenderse por esta falta de entusiasmo?
Post-conflicto, nueva resistencia y desarrollo de una oposición social y política
El jefe negociador del gobierno, Humberto de la Calle, aseguró que este acuerdo era el “mejor posible”[9] –afirmación ambigua, que demuestra que aunque hayan podido imponer muchos de sus términos en el acuerdo, tampoco pudieron imponerlo todo. Los acuerdos son como una puerta abierta, que tanto el sector oligárquico como el popular pueden aprovechar. La oligarquía buscará acelerar la penetración de capital inversionistas en la agroindustria y el extractivismo. Dependerá de los sectores populares, de su lucha y de su organización, si ese escenario se materializa o no. También dependerá de los sectores populares si el gobierno cumple o no con los acuerdos, pues –como lo pueden corroborar las comunidades del Putumayo, del Catatumbo y de todo el país- se especializan en la trampa y el incumplimiento a los de abajo –y pecan de excesiva ingenuidad quienes creen que la veeduría internacional, de la ONU o de los garantes, es garantía de que el gobierno cumplirá.
Desafortunadamente, aún hay demasiada desorganización y sectorialización de las luchas. Se requerirá del desarrollo de una nueva izquierda, de la creación de nuevos liderazgos colectivos y de un amplio proceso de organización y movilización popular. Aunque se insista tanto en la unidad de la izquierda, lo cierto es que antes que todo es necesario un gran esfuerzo de construcción para llegar a todos los sectores oprimidos, excluidos, hambreados que necesitan de un nuevo modelo. Se requiere de audacia, de visión, de decisión, de mucho diálogo, de escuchar al otro, y de mucha organización. Solamente en base a una amplia organización y activa búsqueda de creación de espacios para que se exprese de manera constructiva el descontento, se podrá hablar de una unidad que sea mucho más que la mera sumatoria de los mismos dirigentes de siempre. Una unidad que surja orgánicamente en torno a la identificación de ejes mínimos de acción común, y desde las propuestas surgidas en las mil y una luchas que a diario desarrolla el pueblo. Requiere también de una nueva forma de entender y hacer la política, verdaderamente desde abajo, desde el mundo popular, huyendo de los viejos vicios de la política tradicional como de la propia peste, en lugar de asumirlos poco a poco como si fueran muestra de madurez. Por todo ello, disociarse de la figura de Santos y reclamar la vocación de la izquierda como oposición (arrebatándole ese espacio político al uribismo, que lo ocupa de manera fraudulenta) es un paso fundamental que puede llevar a re-encantar al pueblo con la idea de la construcción de la paz con justicia social, ligada a un proceso de movilización y transformación social.
Una lucha cuesta arriba, un pueblo con experiencia y tesón
De momento, los dados están tirados a favor del bloque dominante. El triunfalismo de estos sectores es evidente en las declaraciones del comandante del Ejército colombiano, general Alberto Mejía, quien expresa que el ejército está listo para garantizar la integridad de los ex-guerrilleros: «Para nosotros no es una humillación, para nosotros es un honor porque quien las cuida es quien ganó la guerra, porque quien las cuida es quien queda con las armas, quien las cuida es quien viste los uniformes de la República«[10]. Claro, podría entrarse al debate si las FARC-EP están o no derrotadas, cosa discutible, o la pírrica naturaleza (en el mejor de los casos) de esta supuesta victoria del ejército; pero es necesario reconocer que, se piense lo que se piense de este grupo insurgente, hoy la hegemonía la tiene el bloque dominante, no los sectores populares. Al “monopolio de la fuerza” que el Estado oligárquico reclama, hay que oponer una fuerza aún mayor a sus ejércitos y sus armas: la del pueblo organizado. Porque aunque se hable mucho de que ya no se hará política sin armas, como decía el revolucionario africano Amílcar Cabral, en el capitalismo toda lucha es armada: el Estado siempre tiene armas y las utiliza en contra del pueblo cuando sus intereses y su dominación se ven amenazados[11]. Cuando el pueblo ejerza su derecho a hacer política en las calles, el ESMAD, la policía o el ejército, políticamente, la reprimirán. Por la fuerza y con las armas, apoyados en la re-estructuración que los EEUU (¿quién más?) ya están implementando para la fuerza pública en el post-conflicto, y por el nuevo código de policía y la ley de seguridad ciudadana.
El apoyo al “sí” en el plebiscito no debería obviar que esto no es ni el fin del proceso ni el comienzo de la construcción de una nueva sociedad, sino un paso más, de una larga historia de resistencias, en el largo camino hacia la conformación de un bloque popular capaz de imponerle a los sectores oligárquicos un modelo alternativo, radicalmente democrático, igualitario, libertario. Es necesario también reconocer que, más allá del debate sobre la naturaleza de la paz o la violencia estructural intrínseca al sistema, sin el ELN y sin el EPL no puede hablarse de construcción de paz, por lo cual rodear la solución política para estas otras expresiones insurgentes se vuelve un imperativo político, ético y moral. Es importante hoy pensar autocríticamente en las fuerzas sociales y políticas existentes, en el contexto territorial, nacional, regional e internacional tan complejo en que éstas deben operar[12], y aplicar la auto-crítica para ir corrigiendo los errores, y así poder revertir esa correlación de fuerzas desfavorable para los sectores populares. Una tarea nada fácil, pero impostergable. Hoy, en vez de enfrascarse en fórmulas fáciles, reemplazando la reflexión por las consignas a favor o en contra, corresponde aplicar la máxima de Gramsci de ser pesimistas del intelecto, pues las dificultades objetivas que se enfrentan son inmensas, pero optimistas del corazón: pues somos conscientes del enorme potencial de lucha del pueblo colombiano así como de las valiosas experiencias acumuladas en casi un siglo de resistencia. Solamente así se podrá desarrollar un proyecto que realmente entusiasme al conjunto del pueblo colombiano y gane su corazón. Y con un pueblo entusiasmado, las fuerzas transformadoras serán imparables.
José Antonio Gutiérrez D.
31 de Agosto, 2016
[1] Lamentablemente, en meses anteriores, sectores de la izquierda gastaron demasiada tinta y saliva atacando la idea del plebiscito, el cual veían como una opción excluyente de su llamado a una asamblea constituyente. Asamblea constituyente que, de realizarse en la actual coyuntura, muy probablemente no sería favorable a los sectores populares y podría significar hasta un retroceso de la constitución de 1991. Las buenas ideas no bastan: hay que entender el contexto y la coyuntura en la cual deberían llevarse a efecto.
[2] Los medios, nuevamente, en su tarea de fabricar percepciones ciudadanas, entregan encuestas que dan triunfo a veces al “si” a veces al “no”, dependiendo de la agenda política del momento.
[3] Ver en este sentido la editorial del Espectador del 25/08, “la paz, entendida como el desarme y el fin del conflicto con las distintas guerrillas, ha estado en la agenda de todos los presidentes (…) [pero] nunca hemos tenido una propuesta tan cercana para desarmar a las Farc. Sea como fuere, por primera vez el país tiene la oportunidad de pensarse sin la existencia de esa guerrilla”.
[4] Para que una guerra sea considerada “justa” según el Jus ad Bellum, una de las partes debe demostrar que no podía obtener lo que se obtuvo sino mediante el recurso a las armas. Esto será un tema de disputa candente durante las décadas venideras en Colombia, igual como lo sigue siendo en Irlanda dos décadas después del inicio del proceso de paz en ese país.
[5] Puede consultarse el acuerdo completo en http://static.iris.net.co/sema
[7] http://www.elespectador.com/no
[8] Escribimos extensamente sobre este tema a su momento. Algunos de los artículos son “¿Tiene Santos las llaves de la paz?”, “Sólo la lucha decide”, “El proceso de paz ¿secuestrado por el miedo?” y Habemus presidente: mandato por la paz con injusticia social.
[11] https://www.marxists.org/subje
[12] Antes de iniciado el proceso de paz, polemizaba con una carta abierta que Medófilo Medina había enviado al entonces comandante de las FARC-EP Alfonso Cano, quien fuera asesinado a los pocos meses en estado de absoluta indefensión por orden expresa de Santos, en momentos en que ambos discutían sobre negociar la paz. En esa ocasión se decía que una de las razones para que las FARC-EP se desmovilizaran era el contexto regional, en el cual la izquierda había podido llegar al poder por las urnas. Desde esta óptica, el actual escenario, marcado por la destitución de Rouseff y la profundización de la crisis venezolana, ¿cambiaría la evaluación de estos sectores respecto a las posibilidades políticas de las FARC-EP? Para leer la polémica, http://www.anarkismo.net/artic