María Seoane •  Opinión •  02/12/2016

Aquella noche en La Habana

María Seoane. Escritora. (Página 12. 27/11/16)

 María Seoane es una periodista y escritora argentina que ha incursionado en el cine. Obtuvo numerosos premios y publicó ocho libros sobre temas políticos de la historia argentina. Fue la directora de la Radio Nacional (Argentina) hasta su renuncia el 21 de diciembre de 2015. También ejerce en la cátedra de Master en Comunicación (UBA)

 

Fidel Castro ya es memoria ardiente. En esa intensidad es inolvidable no sólo para millones de almas: también para mí. Apenas nos cruzamos dos veces en esos momentos únicos cuando el azar hace un amasijo colosal entre la gran historia humana y la pequeñísima historia personal. La primera vez ocurrió en enero de 1991 en La Habana, en ocasión de mi viaje como jurado en el género Testimonio Periodístico del Premio de Casa de las Américas, una misión que compartimos con el entrañable Mario Benedetti, su compatriota– que aún buscaba su destino luego de la prisión de más de una década como Tupamaro– Eleuterio “el Ñato” Fernández Huidobro, y el periodista chileno–cubano Orlando Contreras. En esos días llamados del “período especial” ya que luego de la caída de la URSS esa isla encantada, ese “largo lagarto verde con ojos de fría plata” como cantó Nicolás Guillén, estaba atravesada por el bloqueo y la malaria económica más profunda en años. Viene al caso este recuerdo de la durísima vida de privaciones en la isla por el decurso que tomaría la última jornada de esta historia.
Luego de trabajar durante semanas con los jurados– tanto en La Habana como en Trinidad– llegó el día de la entrega del Premio y la secreta esperanza que luego pudiéramos ver, tocar, escuchar, hablar, con Fidel. Entonces ocurrió. El director de Casa de las Américas, el poeta Roberto Fernández Retamar nos dijo:
–El Comandante nos espera. Suban a las combis.
No pudimos saborear la consumación de un deseo manifiesto durante días: en menos tiempo de que los reflectores del teatro Carlos Marx se apagaran estábamos entrando al viejo Palacio de Justicia, rebautizado Palacio de la Revolución. La delegación estaba integrada por intelectuales de varios países que reunía a los jurados de otros géneros literarios como teatro, novela y ensayo. Ese fue el año del batacazo de los argentinos: en ensayo ganó Susana Rotker sobre la obra de José Martí; en novela, Antonio Brailovsky con Esa maldita lujuria; y en teatro Eduardo Rovner con Volvió una noche. En Testimonio decidimos premiar una estupenda investigación de un colega brasileño sobre los garimpeiros.
Atravesamos el hall del Palacio guiados por Fernández Retamar que nos hizo un pedido. A modo de confabulados, debíamos cumplir ese pacto antes de que la noche terminara. Nos abrimos paso entre los macetones gigantes de helechos prehistóricos traídos del Escambray. Eran las diez de la noche, y La Habana comenzaba a replegarse en el sueño templado de la época de lluvias. Nos esperaba Fidel acompañado de Benedetti y el comandante sandinista Tomás Borge, los tres sosteniendo una copa con un Martini seco, y una aceituna rala, que sólo a Fidel le duró hasta la madrugada.  Estábamos viviendo el sueño vital del “Siglo de las luces” de Alejo Carpentier: una enorme mesa cubierta por cochinillos, quesos, langostas y mariscos estalló en nuestras bocas junto con los mojitos mentados y el ron cubano añejado de seguro en las mejores toneleras del Caribe. No recuerdo cuándo el sueño se interrumpió acompasado por la charla inclaudicable de Fidel preguntándonos todo lo humano y divino sobre nuestras vidas, familias y patrias. Revelaba un conocimiento más profundo sobre nuestras historias nacionales que muchos de nosotros. Y nos agasajaba con los mejores frutos de su tierra porque así debía ser el afecto entre nosotros.
Sí recuerdo que antes de que la noche se tornara en calabaza, Fernández Retamar le pidió a Fidel que –a pesar del período especial, de la crisis– –apoyara la edición de los premios otorgados.
Fidel revolvió la aceituna que aún flotaba en los restos del Martini, preguntó cuánto papel se necesitaba y cuánto costaba, y levantó la copa bien alto mientras todos, a coro, cumplíamos el pacto de pedir también la edición de los libros.
Se escuchaba el ruido del cambio de guardia. Algunas “guaguas” circulando a fuerza de eructos de caños de escape viejos.
Y Fidel dijo:
–Ninguna crisis puede ser motivo de que el pensamiento y la cultura latinoamericana se demore en llegar a nuestros pueblos. Haremos lo posible y lo imposible, Roberto.
Cuando nos acompañó y despidió uno a uno con un fuerte apretón de mano y un abrazo sobre las enormes escalinatas que dan a la Plaza de la Revolución que mira la imagen del Che Guevara desde una de las paredes que la rodean, eran las seis de la mañana.
Nosotros volvimos a ser simples mortales. A pesar de haberlo amado, de haberlo escuchado en horas clandestinas, de haber seguido sus consejos y también de haberlos desobedecido, apenas pudimos comprender el privilegio de haber visto amanecer en La Habana junto a ese hombre. Pero sí entendimos cabalmente que su infinita curiosidad y pasión por el derrotero del mundo y por las mejores causas de una humanidad doliente eran definitivamente el mejor blindaje para su pueblo– agredido y aislado por décadas– y, también, su pasaporte a la inmortalidad.

Fuente: http://www.gracus.com.ar/2016/11/30/maria-seoane-periodista-y-escritora/#more-12842

 


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