Jerusalén: las imágenes cuentan otra historia
Otra vez las noticias en los medios hegemónicos sobre esta nueva crisis en Jerusalén (Al Quds) nos instalan en el reino del revés.
Es siempre así. No importa lo que los palestinos y palestinas como pueblo ocupado y colonizado hagan o dejen de hacer, y mucho menos lo que Israel como potencia colonial ocupante les haga día tras día y década tras década sin que los grandes medios se den por enterados. Los palestinos son siempre los malos de la película: sus acciones nunca son defensivas, ni de resistencia, ni la reacción ante una escalada de agresiones o provocaciones que desbordó el vaso de su proverbial paciencia.
Las causas, los antecedentes y el contexto de esa violencia palestina que, según los medios, parece brotar espontánea y visceralmente de la nada, como una erupción imprevista, nunca importan. Si en una semana las fuerzas israelíes -que andan siempre armadas a guerra en medio de la población civil en las localidades palestinas ocupadas (incluidos los barrios de Jerusalén Este, su Ciudad Vieja y sus lugares santos)- matan arbitrariamente a tres o cuatro palestinos (por protestar, por tirar piedras, por portar un cuchillo, o simplemente por estar en el lugar y en el momento equivocados, que puede ser su propia casa), y por efecto acumulado al final un palestino o palestina dice ‘basta’ y agrede a un soldado o un colono ocupante, las agencias internacionales van a informar sobre la agresión palestina; nunca sobre las anteriores o simultáneas agresiones israelíes.
Esta nueva crisis no es excepción a esa dinámica. Éste es el relato de lo ocurrido, según los medios occidentales: tres violentos palestinos mataron a dos policías israelíes encargados de ‘mantener la seguridad’ en la Ciudad Vieja de Jerusalén; y otro palestino aún más salvaje apuñaló y mató a tres miembros de una familia judía cuando cenaban en su casa. Como resultado de tanta violencia gratuita palestina, las autoridades israelíes han tomado medidas de seguridad (colocando detectores de metales a la entrada de la Explanada de las Mezquitas) para evitar más ataques. Pero los palestinos, que no quieren otra cosa que provocar más violencia, han reaccionado protestando masivamente contra esas justificadas medidas de seguridad.
No importa que esa protesta colectiva palestina haya sido indiscutiblemente no violenta, en forma de ejemplar desobediencia civil masiva, y que no obstante haya sido respondida con la habitual brutalidad de las fuerzas sionistas. ¿Qué violencia hay en que decenas de miles de personas recen en las calles, negándose a entrar a su sitio más sagrado a través de detectores de metales impuestos por una fuerza de ocupación?
Tampoco interesa entender que el rechazo palestino es a mucho más que los detectores de metales: lo que está en juego es nada menos que la pretensión israelí de ejercer soberanía sobre el ultra sensible recinto de la Explanada de las Mezquitas (tercer lugar más sagrado en el mundo para el Islam) y la amenaza de alterar su statu quo; más aún cuando políticos israelíes llaman explícitamente a destruir las mezquitas y construir en su lugar el Tercer Templo judío.
En el relato occidental complaciente con la narrativa sionista nunca aparecen las brutalidades cotidianas que Israel comete a diario contra la población, los lugares santos y los barrios palestinos de Jerusalén, denunciadas reiteradamente por organismos de derechos humanos, internacionales y de cooperación, y hasta por diplomáticos europeos:
el violento proceso de judaización de la ciudad, por el cual todos los días se niega permisos de construcción y a continuación se destruye viviendas palestinas “construidas sin permiso”, dejando a familias enteras sin techo;
las constantes agresiones de los colonos usurpadores, instalados por la fuerza en medio de un barrio palestino después de haber expulsado a las familias que vivían allí;
los continuos arrestos arbitrarios y la prisión de niños, adolescentes y adultos, siempre acompañados de torturas y vejaciones;
las insólitas ‘deportaciones’ por las cuales niños o jóvenes nacidos y residentes en Jerusalén que ‘se portan mal’ son forzados a dejar la ciudad en forma temporal o permanente;
el rechazo sistemático a las solicitudes de unificación familiar de palestinas/os de Jerusalén cuyo cónyuge es de Cisjordania, obligando a las familias a vivir separadas o en la ilegalidad;
las ejecuciones sumarias y gratuitas de personas ‘sospechosas’ de portar un cuchillo con la intención de atacar israelíes (o incluso de quienes lo hicieron, pero después de ser reducidas o heridas y no representar ningún peligro); y el secuestro de sus cadáveres durante semanas o meses, para que las familias no puedan darles sepultura dentro de las 24 horas, como indica su rito;
el castigo colectivo a la familia y la comunidad del palestino que atacó a un israelí, demoliendo su vivienda y dejando a toda su familia en la calle, y sometiendo a todo el barrio o la aldea a toque de queda, allanamientos acompañados indefectiblemente de robo y destrucción de propiedad privada, arrestos violentos y masivos (mientras los israelíes que matan palestinos son aclamados como héroes);
la omnipresencia cotidiana de policías militares armados a guerra en las calles de la Ciudad Vieja, ostentando su agresivo poderío bélico para recordarle a la población palestina quién manda, o escoltando a los arrogantes colonos que avanzan escupiendo a los ‘goyim’ (‘gentiles’), o controlando todas las entradas al recinto sagrado de la Explanada de las Mezquitas (Haram Al-Sharif);
las continuas incursiones vandálicas de colonos, policías y políticos de ultraderecha en ese recinto, provocando, agrediendo, destruyendo objetos y libros del Corán en el interior de la mezquita de Al Aqsa, y lanzando gas lacrimógeno a los fieles que intentan impedir la profanación.[1]
los discursos incendiarios y de incitación explícita al genocidio y la limpieza étnica, e incluso a la destrucción de Al Aqsa, por parte de rabinos, parlamentarios y ministros sionistas -que en cualquier país democrático serían castigados como delitos de odio, pero en Israel son aplaudidos por una sociedad alienada y embrutecida…
y tantos otros abusos, provocaciones y arbitrariedades humillantes que ningún medio reporta, y que se van acumulando día tras día, año tras año, hasta que algún palestino dice “basta”, y solo entonces su reacción violenta llena los titulares[2].
Tampoco importan el contexto y los antecedentes del apuñalamiento llevado a cabo en la colonia Halamish, ubicada en tierras robadas a las aldeas palestinas de Ramala, incluyendo Kobar, de donde salió el atacante: la larga historia de violencia de los colonos de Halamish hacia sus ‘vecinos’ palestinos, o el hecho de que esos colonos ilegales están donde no deben estar según el consenso de toda la comunidad internacional. Como bien dijo el periodista Gideon Levy, a nadie en Israel (y tampoco en Occidente) le importa conocer –y menos entender− el testamento que dejó Omar Al-Abed, el joven atacante de la familia Solomon. “Soy joven, todavía no cumplí los 20. Tenía muchos sueños y aspiraciones, pero ¿qué clase de vida es ésta, en la que nuestras mujeres y jóvenes son asesinados sin justificación?” y en la que los ocupantes coloniales “profanan la mezquita de Al-Aqsa mientras dormimos“.
“¿Qué le habrías dicho a Abed si te lo hubieras encontrado antes de que fuera a sembrar la muerte, aparte de “No matarás”? ¿Que debe ceder y rendirse? ¿Que la justicia no está de su lado, sino del de la ocupación? ¿Que tenga esperanza de vivir una vida normal? ¿Qué podría decirle un israelí a un joven palestino desesperado que en realidad no tiene futuro, ni oportunidad de cambio, ni escenario esperanzador; a un hombre cuya vida es una larga humillación? ¿Qué le habrías dicho?”, se preguntaba Levy.
He sido testigo muchas veces de esos abusos y provocaciones, y he percibido la violencia del poder ocupante -explícita o siempre latente- caminando por las callejuelas de la Ciudad Vieja y conversando con los comerciantes árabes, o visitando familias expulsadas, amenazadas de despojo o con sus viviendas convertidas en ruinas en los barrios palestinos. Y sé que toda la rabia, la impotencia y la profunda indignación que siento ante tanta injusticia e impunidad no son nada comparadas con lo que sienten quienes son todos los días, desde hace siete décadas, el blanco directo de ese proyecto racista de exterminio llamado sionismo. Por eso en momentos como éstos me quedo sin palabras, y solo puedo unirme a tantas mujeres que rezan en las calles o en sus casas para que Alá proteja a esos jóvenes y niños que resisten y prefieren incluso perder la vida con dignidad a seguir viviendo en la humillación.
Las imágenes recopiladas aquí intentan ser un contra relato para desmentir la narrativa dominante en los medios occidentales, que insisten en el viejo vicio de presentar al victimario como víctima con derecho a defenderse.
أكبر الله
[1] Nunca dejo de preguntarme: ¿qué pasaría si en un país musulmán se cometieran reiteradamente estos actos vandálicos contra una sinagoga, y no fueran castigados por las autoridades? ¿Qué espacio le dedicarían los medios occidentales a una noticia como esa? ¿Y cuánto tardaría la comunidad internacional en imponer duras sanciones a ese país?
[2] Incluso medios de izquierda históricamente aliados con la causa palestina cometen el error de pedirle a un israelí −con más miedo a ‘los árabes’ que vergüenza por lo que les hace su Estado− que escriban sobre lo que está pasando en Jerusalén desde sus confortables hogares en Tel Aviv. Me refiero a artículos como el de Shlomo Slutzky en el semanario Brecha del 28/7/17.
Fuente: https://mariaenpalestina.wordpress.com/2017/07/30/jerusalen-las-imagenes-cuentan-otra-historia/