Robert Fisk •  Opinión •  03/10/2016

Peres: un pacifista de huella sangrienta

Cuando el mundo escuchó que Shimon Peres había muerto, gritó: ¡Pacifista! Pero cuando yo escuché que había fallecido, pensé en sangre, fuego y asesinatos.

Vi los resultados: bebés descuartizados, refugiados dando alaridos, cuerpos achicharrados. Era un lugar llamado Qana, y la mayoría de los 106 cadáveres –la mitad eran niños– yacen ahora bajo el campamento de la ONU donde fueron destrozados por proyectiles israelíes en 1996. Yo estaba en un convoy de ayuda de la organización justo afuera de esa aldea del sur de Líbano. Los proyectiles zumbaban arriba de nuestras cabezas y caían sobre los refugiados arracimados allá abajo. Duró 17 minutos.

Shimon Peres, que competía en la elección para ser primer ministro israelí –puesto que heredó cuando su predecesor Yitzhak Rabin fue asesinado–, decidió elevar sus credenciales militares antes del día de la elección asaltando Líbano. El ganador conjunto del Premio Nobel de la Paz usó como excusa el disparo de cohetes Katyusha sobre la frontera israelí por el Hezbolá. De hecho, esos cohetes fueron represalia por la muerte de un muchacho libanés en una trampa explosiva dejada, según sospechaban, por una patrulla israelí. No importaba.

Unos días más tarde, soldados israelíes en Líbano fueron atacados cerca de Qana y se vengaron abriendo fuego sobre la aldea. Sus primeros proyectiles dieron en un cementerio que usaba el Hezbolá; los demás cayeron directamente en el campamento del ejército de paz de la república de Fiji en Líbano, donde cientos de refugiados recibían albergue. Peres anunció: no sabíamos que varios cientos de personas estaban concentradas en ese campo. Fue una amarga sorpresa para nosotros.

Era mentira. Los israelíes ocuparon Qana durante años después de su invasión de 1982, tenían videos del campamento, incluso hicieron volar un dron sobre el lugar durante la masacre de 1996, hecho que negaron hasta que un soldado de la ONU me dio su video del dron, del cual publicamos tomas en The Independent. La ONU había advertido repetidas veces a Israel que el campo estaba repleto de refugiados.

Esa fue la contribución de Peres a la paz en Líbano. Perdió la elección y probablemente nunca pensó mucho en Qana. Pero yo no olvidé. Cuando llegué a las puertas de la ONU, éstas chorreaban sangre en torrentes. Podía olerla. Se derramó sobre nuestros zapatos y se adhirió a ellos como pegamento. Había brazos y piernas, bebés sin cabeza, cabezas de ancianos arrancadas. El cuerpo de un hombre colgaba en dos pedazos de un árbol en llamas. Lo que quedaba de él ardía. Una chica, sentada en las gradas del cuartel, sostenía el cadáver de un hombre de cabello gris, rodeándolo con sus brazos y meciéndolo mientras gemía sin cesar: Mi padre, mi padre. Si ella vive todavía –hubo otra masacre en Qana en los años posteriores, esta vez de la fuerza aérea israelí–, dudo que la palabra pacifista cruce por sus labios.

Hubo una investigación de la ONU, la cual expresó en su estilo soso que no creía que la matanza hubiera sido un accidente. El informe fue tildado de antisemita. Mucho después, una valiente revista israelí publicó una entrevista con los soldados de artillería que dispararon en Qana. Un oficial se refirió a los aldeanos como nada más que un montón de árabes (arabushim en hebreo). “Mueren unos cuantos arabushim, no hay daño en eso”, declaró. El jefe de estado mayor de Peres se mostró casi igual de despreocupado: “No conozco otras reglas del juego, ya sea para el ejército (israelí) o para los civiles…”

Peres llamó a su invasión libanesa Operación Uvas de la Ira, frase que, si no fue inspirada por John Steinbeck, debió de haber venido del Deuteronomio: Por fuera desolará la espada, dice el Capítulo 32, y dentro de las cámaras el espanto: así al joven como a la doncella, al niño de pecho como al hombre cano. ¿Podría haber mejor descripción de aquellos 17 minutos en Qana?

Sí, claro, Peres cambió en años posteriores. También cuando murió Ariel Sharon –cuyos soldados observaron la masacre perpetrada por sus aliados cristianos libaneses en los campamentos de Sabra y Chatila, en 1982–, dijeron que era un pacifista. Por lo menos no le dieron el Nobel de la Paz.

Peres se volvió partidario de una solución de dos estados, aun cuando las colonias judías en tierra palestina –que alguna vez apoyó con fervor– siguieron creciendo.

Cuenten, si pueden, cuántas veces la palabra paz se usará en los obituarios de Peres en los próximos días. Y luego cuenten cuántas veces aparece la palabra Qana.

© The Independent /La Jornada (Traducción: Jorge Anaya).

*Periodista y escritor británico con sede en Beirut, premiado varias veces sobre el Oriente Medio. Es uno de los muy escasos reporteros occidentales que habla fluentemente el árabe.

 


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